Los superhéroes son guays. Salvan el planeta de amenazas nucleares o terroristas, o en forma de marinerito inflable gigante (referencia que solo pillaréis los ochenteros y los que tengáis una excelente cultura cinematográfica) o de malo malísimo con ínfulas que quiere dominar el mundo. Se ocupan de robos, crímenes, mafiosos y hasta de extraterrestres. Y por eso son muy infelices.
No me malinterpretéis, a mí me encantan los superhéroes, soy muy fan. En mi corazoncito llevo para siempre al Batman de Adam West con sus lycras imposibles y sus coloridas onomatopeyas. Pero creo que ser un superhéroe es muy duro y muy triste.
Primero hay que tener cara de estreñido todo el día. Porque un superhéroe no puede pensar en minucias como lo que va a cenar esa noche o qué partido de fútbol va a ver el sábado, no. Cuando uno tiene el peso del bienestar del mundo sobre los hombros, solo puede pensar en cosas importantes. Y claro, tener pensamientos sublimes todo el día te impide sonreír, respirar e incluso dormir.
Porque los superhéroes no duermen. Están atentos a la luz en el cielo, al teléfono directo con el ayuntamiento, a su súper oído que detecta los gritos, a cualquier cosa que les avise de que tienen que intervenir. Y la verdad es que siempre tienen que intervenir.
No tienen tiempo para tener una vida familiar normal y, que yo sepa, hasta el Sr. Increíble se relaciona únicamente con otros superhéroes, porque no hay nadie que entienda el ritmo que imprime tener una fuerza sobrehumana o una elasticidad única, y nadie entiende el agobio que supone no poder tener el don de la ubicuidad.
Tienen problemas familiares, no tienen amigos y se sacrifican ad eternum para que todos los demás podamos dormir de un tirón, ir al cine o tumbarnos una tarde a oír los pajaritos, los gritos de los niños o las olas del mar.
Sus personalidades corrientes, sus otros yos, acaban pagando el pato: ningún superhéroe puede hacer una jornada laboral normal y es un milagro que no los echen de sus trabajos como periodistas, fotógrafos, científicos o trabajadores de seguros.
Tanto hacen y tan poco descansan que acaban teniendo problemas a la hora de vestirse y poniéndose las bragas, los calzoncillos, los sujetadores, los leotardos o la camiseta imperio por fuera y combinando los colores con un dudoso sentido estético.
No es de extrañar, entonces, que solo existan un puñado de superhéroes, todos fruto de una raza extraterrestre, un experimento científico, un accidente fortuito o una vida millonaria y un pasado torturado. Porque esa vida no hay quien la aguante. Sinceramente.
Y sin embargo, a veces, todos queremos ser Ícaro y conseguir ser un superhéroe, aunque solo sea por unos días, como dice David Bowie.
En esas andaba yo hace unos días. Creo que somos muchas las mujeres que lo intentamos en algún momento u otro. Queremos ser superheroínas, desvivirnos por los demás y solucionar los problemas del mundo, sean en forma de reunión del colegio, de cuerpo perfecto, de éxito profesional, de casa de revista o de realización familiar. Nos estiramos y nos estiramos, como Elastigirl, con la intención de llegar a todo, de no dejar ni un rincón sin cubrir, de ocuparnos de todo y de todos. Y como no somos especiales, ni tenemos superpoderes, en lugar de estirarnos hasta quedarnos como un papel de fumar, llega un momento en el que nos rompemos.
No os quiero aburrir con los detalles, pero hace un par de semanas, un día me levanté y empecé a llorar. Y no pude parar. Fui al médico aterrorizada porque no entendía lo que me pasaba y lo que era peor, pensaba que a lo mejor me lo estaba inventando yo misma para tener excusa para dejar de hacer algunas cosas que no tenía ganas de hacer. Y mi doctora, que es la mejor del mundo, me dejó llorar y sonarme la nariz y balbucear todo lo que quise y al final me dijo, sencillamente, que tenía una crisis de ansiedad que no me dejaba vivir y que lo único que había hecho había sido explotar.
Mientras intento volver a la normalidad o más bien, cambiar mi normalidad para que no incluya listas de tareas kilométricas, he estado pensando mucho, en muchas cosas que ya os iré contando. Pero he pensado principalmente en lo mucho que nos pasa a nosotras. Ya sé, chicos, que algunos de vosotros también pasáis por ello, pero, por lo menos a mi alrededor, he visto que la ansiedad es un síndrome principalmente femenino. Me ha sorprendido la cantidad de gente que conozco que ha tomado ansiolíticos o ha sufrido crisis similares a la mía por motivos similares a los míos. Me ha parecido muy triste que nadie, más que algún blog bienintencionado como este, nos comente cómo podemos detectar que vamos directas hacia el desastre.
Pero lo peor de todo ha sido sentarme a hablar con la doctora y con la farmacéutica, leer los prospectos de los medicamentos que estoy tomando y darme cuenta de que llevo años conviviendo con el estrés y la ansiedad. Y me juego el dedo meñique a que muchos de vosotros (o más bien muchas de vosotras) también.
He aprendido que NO ES NORMAL:
No conseguir dormir. Acostarte muerto de sueño y tardar media hora, una hora o incluso dos en conciliar el sueño. Por muchas cosas que tengas en la cabeza.
Despertarte a media noche y no volverte a dormir. Pese a que te caes de sueño mientras oyes las campanadas de la iglesia que te indican que acaba de pasar otro cuarto de hora y que todavía no te has vuelto a dormir.
Llorar con los anuncios de la tele. Por muy llorica que seas y por mucho que el perrito que sale sea una monada. O por mucho que sea una historia de superación que busca tu complicidad.
Sentarte a ver una peli y hacer otra cosa. Especialmente si la otra cosa exige cierta concentración, como leer Twitter, mirar fotos en Instagram o repasar tus blogs favoritos. Mientras intentas ver la peli con la familia. Y saber de qué va.
Levantarte a las diez de la mañana y pensar en las horas que has perdido y todas las cosas que no has hecho, aunque sea domingo. O precisamente porque es domingo.
Desesperarte cuando ves todas las cosas que quieres hacer y el poco tiempo que tienes. Y que eso te genere angustia, especialmente si haces cosas como dividir las cosas que quieres hacer por los años de vida que más o menos te quedan.
Comprometerte con todo el mundo a hacer cosas. Algunas que te gustan, otras que no, muchas que son favores... Y seamos sinceros, que el principal motivo por el que lo haces sea caerle bien a todo el mundo. No le puedes caer a todo el mundo y eso está bien. La gente que te detesta también te define. Hay gente a la que tienes que caerle mal.
No tener tiempo libre para hacer las cosas que quieres hacer, porque siempre tienes una lista de tareas pendientes. Esto se relaciona con el punto anterior. Como decía Maradona (mira que estoy ochentera hoy!!): Simplemente di no.
Haber perdido la capacidad de tumbarte en el sofá y no hacer nada. Yo la he perdido. Del todo. Si me tumbo en el sofá tengo que tener un libro, el ganchillo, el teléfono o algo en las manos. ¿Por qué? Si no tienes nada dejas espacio para un pomelo, un pompón o incluso una siesta.
Esos son apenas algunos de los puntos en los que he estado pensando mucho estos días, en las cosas que no sé hacer porque una parte de mí cree que soy una superheroína. Pero no tengo poderes y vivir como si los tuviera me está haciendo ser infeliz, como los héroes, y además no aguantar nada y ni siquiera acercarme a salvar la humanidad.
A veces, muchas veces, no está mal dejar que la responsabilidad caiga en otros hombros y dejar que alguien nos salve. Reconocer que no, no tenemos poderes, ni tiempo, ni ganas y que queremos cultivar el noble arte de tocarnos la barriga a dos manos, que corre el riesgo de desaparecer si no hacemos algo al respecto. Eso sí es una responsabilidad.
Empieza hoy mismo a reconocer tu falta de superpoderes. No te agobies, no pasa nada, apenas hay un puñado de personas que los tienen y, la verdad, a todos les traen superproblemas, desde la animadora a los inadaptados sociales de Misfits (referencias más modernitas estas, para que veáis que no soy tan viejuna). No vale la pena. Ya sé que la frase está sobada, pero haz más de lo que te hace feliz y menos de lo que es un coñazo supremo que solo haces por obligación o por facilitarle la vida a alguien. Facilítatela a ti. Relájate. No acabes llorando con el bote de cereales en las manos, porque solo lo pasáis mal tú y la gente a la que quieres.
Aprovecha tus poderes personales, que no son súper, pero que te molan y te dibujan una sonrisa en la cara. Como a mí este blog. La semana que viene intentaré volver al buen camino y a publicar. Sin agobios, que ya sé que no soy, ni nunca voy a ser, la Mujer Maravilla.