En esa época, mi Madre dedicaba muchas horas a hacer punto. Chalecos, jerseys y alguna mantita eran el resultado de su incansable imaginación. Siempre precavida, empezado o no, el ovillo que sobraba terminaba en ese segundo cajón.
Con el tiempo, el cajón se fue llenando, con lo que iba ocupando conversaciones y atención sobre su destino.
Y apareció Manolo, el novio de mi hermana, un hombre tranquilo, hogareño pero no, de sonrisa tan amplia como su educación y su debilidad por el acúmulo de conocimientos; de animada, intelectual y ordenada conversación, a la vez que se sumerge en los temas más domésticos, con una muy personal forma de reir. Tras la comida, como buen andaluz y convencido trianero, dejó que Morfeo lo llevara a su terreno, para apoyar su desnuda cabeza sobre la esquina del orejón. No pude evitar pensar que la humedad de Sevilla provocaría un excitado despertar ante una situación tan vulnerable.
Aunque ya había empezado el mes de Junio, decidí evitar que se repitiera la posibilidad de convertir una agradable sobremesa en un horrible recuerdo. Comenté mi proyecto con mi Madre, y ella, siempre dispuesta a planificar labores, sintió satisfacción al ver que se podría dar uso a tanto "medio ovillo". La idea era empezar una colcha con uno de los ovillos, y cuando se acabará, seguir con otro, y otro, hasta dejar vacío el cajón.
Tejida a punto alto de ganchillo y con un patrón en zig-zag, confeccioné la mantita de la siesta de Manolo, que terminó siendo una colcha de cama pequeña, y hasta sobró para hacer el cojín a juego.
La manta está hecha en crochet tradicional, pero la parte posterior del cojín sigue la técnica conocida como "crochet tunecino".
Cuando se casaron, se llevaron la manta y el cojín a su casa, como parte de su ajuar.
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