LA LLAMADA.- (Publicado en Relatos inquietantes de la nube II)

Si tienes la paciencia de la tierra, la pureza del agua y la justicia del viento, entonces…Eres LIBRE. (Paulo Coelho)

LA LLAMADA.- Relato incluido en el libro “Relatos inquietantes de la nube II” (Amazon) En formato libro de papel y libro electrónico kindle.

relatos inquietantes de la nube (II)
relatos inquietantes

Esta tarde he subido al desván para rescatar la mecedora que usaba mi abuela y que, cuando murió, quedó olvidada en un rincón esperando el momento para regresar a su puesto en el porche. Me he sentado en ella para pensar en aquellos días en el que su rítmico vaivén cantaba en la madera de la entrada. De paso he reencontrado un tesoro aún mayor que la vieja butaca, no es otro que mi álbum de recuerdos. Y aquí me encuentro, al lado de la ventana, entre antiguos muebles y trastos ya inservibles, viendo correr mi vida en estas viejas fotos. Acabo de tropezar con una especialmente significativa para mí. En primer lugar me fijo en Sam, mi querido amigo: rubio, alto, sonrisa franca, ojos azules, divertido, afable, tranquilo…sonriendo a la cámara donde queda patente esa aureola de luz que siempre lleva consigo. En el suelo, estoy yo: moreno, ojos negros, alto, serio, pensativo…la viva imagen de mi madre, mitad india y mitad europea. La adolescencia nos pilló, así de repente, volviendo nuestra vida del revés.

Sam y yo hemos sido a través de los años amigos inseparables. Desde que jugamos juntos el primer día de clase en el que contábamos cinco años, nos hemos alejado el uno del otro en contadas ocasiones, es decir, durante el periodo vacacional en el que íbamos a visitar a nuestros respectivos abuelos o, ya más mayores, cuando nos enamoramos de nuestras futuras esposas, con las que fundamos sendas familias, no solo compartiendo la misma tierra que nos vio nacer, sino amistad y vecindad a partes iguales. Quitando esos episodios puntuales de separación, el resto de nuestra vida la hemos recorrido juntos, mezclando risas y llantos, con estudios y charlas hasta la madrugada. Hemos viajado hasta los confines de la nieve eterna, con el viento empujándonos en una loca carrera. Pero lo que resultó decisivo para consolidar esta unión, casi de hermanos, sin lugar a dudas, fue la de ser cómplices de un mismo secreto.

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Con respecto a la familia de Sam, recuerdo a su padre con gran cariño, una persona que influyó en nuestras vidas de un modo admirable, desde su estatus de rico ganadero, siendo un hombre sin dobleces, con una inteligencia viva que le ardía en los ojos como un ascua. Conocedor del sol y la luna, de la lluvia, de los animales y de mil cosas más, siempre estuvo dispuesto a contestar con el mismo entusiasmo que ponía en beber cerveza helada, cualquier pregunta que le formulábamos, no importando lo extraña que pareciera.

Fue quien nos llevó a la primera acampada y de él aprendimos a seguir a la estrella polar, a no pasar frío en una noche gélida y a valorar el entorno en el que vivíamos. Su mirada solía perderse en las cumbres de las montañas, enganchada a las águilas que surcaban el aire, incluso atisbaba a los coyotes o a los caballos salvajes que se adivinaban en la distancia, como anhelando su forma de vida. Recuerdo sus ausencias, a veces de semanas, de las que siempre regresaba con algún animal herido. Una de las veces apareció con un osezno que se había quedado sin madre. Durante unos meses le alimentó hasta que el animal fue capaz de defenderse por sí mismo. Luego le condujo de nuevo a la montaña para que viviera libre. Le dio el mismo amor que se le da a un hijo, por eso la despedida le costó no pocas lágrimas.

Pasó el tiempo, y sus articulaciones se llenaron de agujas que le impedían volar lejos. En esa época se dedicó a pescar cerca del riachuelo que bañaba sus tierras. Un día el río se lo tragó sin dejar rastro. Dicen que a partir de ese momento un gigantesco salmón se pasea río arriba y abajo como dueño de esas espumosas cataratas que jalonan todo el recorrido de la lengua de agua. Estoy convencido de que por fin el padre de Sam encontró la forma de ser libre.

Su madre, por el contrario, fue toda su vida una mujer agridulce y protestona, persiguiendo en cada instante pequeños coletazos de felicidad que no acababa de atrapar, enturbiados por las continuas desapariciones de su marido, hombre al que adoraba. Cuando se quedó viuda se volcó en su nuevo papel de abuela y, ahora, comparte juegos y complicidades con sus nietos; por fin, se ha apoderado de esa alegría esquiva, que le saca una sonrisa esplendorosa, igual que si fuera recién estrenada.

Respecto a mi familia también tengo que contar hechos relevantes. Mi padre ejerció toda la vida de médico del pueblo, ayudado por mi madre que, aunque no era enfermera, desempeñó a su lado un papel en el que no terminó de encajar. Su vocación de maestra quedó relegada por las circunstancias. Algunas veces se me ha ocurrido pensar que esa carencia pudo actuar como detonante de lo que ocurrió más tarde. Recuerdo su elegante y delgada silueta, inconfundible aún en el correr del tiempo. En un momento de su vida en el que la madurez le había teñido el pelo de blanco, pudo ejercer, al fin, su profesión de maestra, instantes en los que se transfiguraba en un ser sabio y resplandeciente.

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Cuando tenía seis años, descubrí por primera vez que mi madre no era como las otras madres de mis amigos. Recuerdo vívidamente aquel instante. Ocurrió en una noche de verano, hacía un calor infernal y me desperté sudando copiosamente en mi cama. Un ruido en el exterior me hizo correr a toda velocidad hasta la ventana, y la vi justo al lado del corral, con el pelo suelto cayéndole por la espalda, que siempre llevaba recogido pulcramente en un moño, todavía vestida con su camisa de dormir. Hablaba a su caballo en una lengua de la que reconocí algunas palabras que ella misma me había enseñado, el lenguaje de sus antepasados lakotas. Montó de un salto sobre su grupa sin ensillar con una mirada fulgurante, casi salvaje. Galopando se perdió en la noche. No pude dormir hasta que regresó ya de madrugada. Advertí que mi padre también la esperaba en el porche. A su regreso, antes de que bajara del caballo, mi padre le tendió los brazos sin decir una palabra, después la miró a los ojos y esbozó una sonrisa de complicidad. Esa escena quedó grabada en mi mente paso a paso igual que si fuera una película a cámara lenta.

Ella siempre poseyó algo salvaje en su interior, un impulso que nacía de la tierra y del aire de la montaña, un empuje imposible de dominar. Con el correr de los años los paseos se hicieron cada vez más esporádicos hasta que su caballo murió de viejo. Construyó un huerto con sus propias manos donde plantó toda clase de semillas, convirtiendo los alrededores de nuestra casa en un pequeño bosque. Solía pasar las tardes cavando y hablando en su antigua lengua a cada espécimen plantado, hundiendo sus manos en el suelo para sentir su invisible latido. Una mañana no apareció por ninguna parte. En el rincón donde se sentaba a admirar su plantación, encontramos un árbol desconocido de grueso tronco. El sauce había surgido durante la noche, mágico y gigantesco. Mi madre por fin era libre.

Conmocionado por lo que presencié aquella lejana noche de mi infancia, recurrí a Sam como confidente. Él pareció comprenderme desde las primeras palabras que pronuncié. Había descubierto esa misma actitud en su padre, esa luz que se prendía de repente en su mirada, haciéndole desaparecer durante largos periodos de tiempo, sin dar ninguna explicación. Estas dos criaturas especiales que sentían un latido en sus venas más fuerte que el de su corazón, que corrían en pos del viento, estaban marcadas desde su nacimiento como portadores de un alma compartida con la tierra. Este hecho común en nuestros progenitores, ató un nudo más a nuestra sólida amistad.

Años más tarde ese impulso inherente en nosotros dos, despertó de súbito durante unos meses que pasamos en Canadá, después de terminar los estudios universitarios. Conocimos en una reserva lakota a un indio llamado Nariz rota; le apodaban así porque la tenía despedazada por el ataque de un oso, del que había logrado sobrevivir. Con él vivimos una larga temporada aprendiendo a seguir huellas de ciertos animales que cazábamos para alimentarnos, a mimetizarnos con el entorno sin que el viento nos delatase. Nos enseñó a valorar los bosques y a respetar a sus habitantes, fueran castores, serpientes o ardillas y, sobre todo, nos regaló su amistad. Era reservado y resultaba difícil hacerle hablar, pero las pocas palabras que salían de su boca, reflejaban tantos conceptos juntos que nos hacían pensar durante horas. Murió congelado hace unos inviernos, pero para nosotros sigue vivo en cada ser y en cada brizna de hierba que nos rodea.

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Después de esos meses vividos en plena naturaleza, nada resultó igual en nuestras vidas. Una sed de aventura se despertó en ambos y viajamos a través de caminos apenas inexplorados, durmiendo al raso la mayoría de las veces. También visitamos algunos pueblos donde trabajamos de jornaleros, albañiles o carpinteros, lo que nos permitía ganar algún dinero para coger algún tren que nos llevara lo más lejos posible. Y así llegamos al lago Itasca en Minnesota, lugar de nacimiento del Mississippi. Ante aquel espectáculo de belleza sin par, por algo el estado era conocido como La tierra de los diez mil lagos, decidimos acampar no lejos de la orilla del agua.

Cazamos un conejo para la cena, hicimos fuego y lo asamos en las brasas ¡Estaba delicioso! Cuando la luz del día se convirtió en una tenue línea en el horizonte, montamos las tiendas y nos metimos en los sacos para dormir hasta el día siguiente. Esa noche un ruido estruendoso me despertó. Salí al exterior y trepé por la ladera de un terraplén hasta alcanzar la cima. Lo que vi me dejó sin aliento: Una manada de bisontes corría valle abajo, perseguida por una cincuentena de cazadores indios, que con sus gritos lograron conducirlos hasta un lugar donde había apostados unos cuantos guerreros arco en mano que comenzaron a disparar a los animales. Derribaron a siete de ellos y los remataron inmediatamente. Paralizado por el espectáculo me quedé petrificado igual que una estatua de roca. Inmediatamente aparecieron varios grupos de mujeres que se repartieron entre los animales abatidos. Con maniobras expertas desollaron a los bisontes, trocearon la carne e hicieron paquetes envueltos en pieles que los hombres se encargaron de cargar en las bestias. Los seguí hasta su campamento que no se hallaba muy lejos.

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Ya no sentía el pavor inicial a que me descubrieran y acabaran con mi vida. Una atracción irresistible conducía mis pies hacia allí. Me acerqué para observar mejor la disposición del poblado. Había un buen número de tipis dispuestos en círculo, presentando unas decoraciones muy llamativas de escenas de caza. Unas cuantas hogueras cobraron vida en el centro de las tiendas y el delicioso olor de la carne asada comenzó a impregnar el aire. Cerré los párpados unos instantes para olfatear mejor el rico aroma que me abrió el apetito de forma estrepitosa. Cuando abrí los ojos me sentí confuso porque estaba sentado entre la multitud que comía el sabroso asado. Nadie se extrañó de mi presencia, era uno más de la tribu. Hablaba y masticaba entre ellos, feliz de compartir ese festejo con los miembros de mi clan. Después la pipa encendida por el Gran Jefe comenzó a circular de mano en mano hasta que llegó mi turno de fumar. Me sentí tan cómodo como si siempre hubiera vivido allí.

Al amor de las hogueras se contaron historias que me deleitaron. Poco después nos fuimos a dormir cada familia en su tipi. Yo entré en el de mi clan y me dormí enseguida en mi rincón totalmente rendido. Cuando desperté, estaba con Sam en mi tienda de acampada. El campamento indio, los tipis y los bisontes, todo había desaparecido. Conté a mi compañero mi sueño con pelos y señales. Mostró, como siempre que le hablaba, un vivo interés en el relato. Tanto nos removió por dentro esta extraña vivencia que decidimos acercarnos al pueblo más cercano para recabar información. Nos acogieron con agrado en la taberna y mientras desayunábamos unos huevos revueltos con bacón, nos informaron sobre las tierras en las que habíamos pasado la noche. Hacía más de cien años que hubo un asentamiento lakota en el territorio, ocupando una de las orillas del lago Itasca, enfrente de donde habíamos montado la tienda. También nos enteramos de que habíamos acampado en lo que fue su cementerio, lugar sagrado para la tribu. Los terrenos llevaban décadas a la venta, pero tenían fama de traer mala suerte, y los que mostraban cierto interés por adquirirlas, huían despavoridos cuando pasaban la primera noche en aquel territorio.

Convinimos precio con los promotores de la venta y hablamos con nuestros padres que nos dieron un préstamo para completar el primer pago. Adquirimos botas nuevas y nos hicimos la foto que ahora mismo tengo en mi mano. En una semana ya poseíamos nuestras escrituras y por fin éramos dueños de esas tierras ancestrales. Compramos ganado, construimos sendos hogares y aquí nacieron nuestros hijos, en un marco donde el agua era la protagonista indiscutible. Sam tiene dos hijos, yo tres, dos chicas y el pequeño Tom.

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Cuando percibo el reclamo de la tierra latiendo en mis venas, ese irresistible latido que me mueve sin querer, salto descalzo sobre mi caballo, igual que hacía mi madre, y recorro mi propiedad hasta el cementerio indio. Allí desmonto y me echo en el suelo, parándome a escuchar antiguas historias de guerreros y cazadores que están escritas en el viento. El tiempo deja de existir. En ese instante me siento uno con la memoria ancestral del universo, viviendo pasado, presente y futuro. Las primeras luces del alba a menudo rompen la audaz ensoñación.

Siempre que regreso de mis excursiones, puedo observar a mi hija mayor que espera mi retorno, despierta, asomada a la ventana. Ella es la heredera de la llamada de libertad. FIN


María Teresa Echeverría Sánchez, autora de novelas, libros de relatos y literatura infantil.

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