Hay veces que planeas un fin de semana hasta el último detalle, con un montón de actividades, mil cosas que quieres hacer y una organización impecable, y otras que, sencillamente, te dejas llevar. Supongo que no hace falta que os diga qué es lo que suelo hacer yo, porque ya me conocéis y sabéis perfectamente cuál es mi enfoque ante todas nuestras excursiones :)
Yo soy de los que tienen una lista de cosas para ver, pero casi nunca tienen horarios ni prisa ni una relación detallada de direcciones. Siempre que salgo de casa lo hago con ganas de callejear sin rumbo fijo, de caminar hasta que los pies me digan basta y de comer de pie en cualquier esquina. Por romántico que pueda parecer, eso suele implicar malos humores, monumentos cerrados, peleas porque son las cuatro de la tarde y ya no nos dan de comer en ningún sitio y una larga lista de cosas que me pierdo en casi todas las ciudades porque no se podía llegar caminando o porque leí tan en diagonal la guía que me salté ese párrafo.
Por suerte, tenemos algunos amigos que son todo lo contrario y siempre saben dónde hay que ir, a qué hora hay que ir y lo más importante, qué vamos a comer.
Normalmente alguien que no soy yo envía un correo de organización, planea las comidas y ofrece un horario, aunque sea provisional. Después las actividades mandan, los horas se contraen o se dilatan y básicamente hacemos lo que podemos en función de la lista de cosas que habíamos planificado.
Esta vez no fue así. Esta vez nos fuimos a la aventura porque la organizadora oficial tenía trabajo y no se puso las pilas. Salimos de casa con sitio para dormir y ganas de hacer una actividad. Lo demás estaba un poco en el aire, con algunas ideas y propuestas, pero nada cerrado. Vamos, un viaje a medida para mí y mi desorganización congénita. Y una de esas raras veces en las que se alinean los planetas (pun intended, porque hubo visita a un observatorio astronómico) y de la falta de planificación sale uno de los fines de semana más increíbles que hemos vivido.
Escogimos Lleida porque descubrimos que allí había un laberinto en una plantación de maíz. Yo tenía muchísimas ganas de ir a alguno, porque son cosas típicas de las pelis y tal, y lo alargamos a fin de semana para poder ir a Lleida capital, donde ni Francis ni yo habíamos estado.
Lo primero que hicimos fue coger el coche, la banda sonora de Life Aquatic y un CD de los Blues Brothers y cantar durante todo el camino. Los pompones tienen un gusto muy exigente (y ecléctico) y adoran canciones tan dispares como esta, esta, esta o esta. No sé si desesperarme o alegrarme de que sean tan rarunos...
Fuimos directos hacia la Masia Pedrolet, en Camarasa. Aunque la casa está un poco en el medio de ninguna parte, es cómoda, grande y los dueños son una pareja encantadora que nos llevó hasta el restaurante del pueblo para que nos agasajaran. Así que sin tener mucha cosa planificada acabamos en el ruidoso y concurrido comedor de Can Pere, donde nos metimos entre pecho y espalda un menú típico de esos que tardas tres días en digerir. No llevábamos ni tres horas en destino y ya la pompona y Pau, su alma gemela, se habían hecho amigos de medio pueblo a base de observarlos muy fijamente y hacer todo tipo de preguntas impertinentes.
Con los sentidos un poco embotados por la comilona, nos fuimos al laberinto de maíz. Primero nos perdimos y dimos una interesante vuelta por los campos de maíz y de manzanos de Castellserà. Pero acabamos llegando a la plantación, que curiosamente era en una casa particular. El laberinto tenía dos kilómetros de caminos y un juego de pistas. Estábamos totalmente solos, así que nos dividimos en dos equipos (adultos contra pompones) y nos metimos en el maizal. Estaba un pelín seco porque el fin de semana que viene ya es el último (y organizan una fiesta de terror antes de la cosecha!) pero nos divertimos muchísimo corriendo camino arriba y camino abajo e intentando resolver los acertijos que había en los callejones sin salida.
Pese a que los adultos hicimos trampa vilmente (con alguna consulta a internet incluida), los pompones acertaron más preguntas que nosotros y nos ganaron por goleada. Aunque ellos también hicieron trampa y se colaron entre las plantas cuando se hartaron de buscar infructuosamente la salida.
Mientras nos tomábamos algo en el jardín de los dueños del laberinto, la señora de la casa nos habló del Parque Astronómico de Montsec y de la increíble visita nocturna. Y entonces y ahí decidimos que podía ser una buena actividad para esa misma noche, pese a las protestas de los pompones, que consideraban que una pelota y el patio de la Masia Pedrolet eran plan suficiente para lo que quedaba de tarde.
Fue una suerte que hiciésemos caso omiso de sus quejas y sus súplicas, porque la visita al Centro de Observación del Universo es una de las actividades más increíbles que hemos hecho en la vida. No os la podéis perder. De hecho, os aconsejo que vayáis con tiempo a sacar las entradas, porque vuelan. Hay dos pases, uno a las diez y otro a las doce de la noche.
La visita está dividida en dos partes. Nosotros hicimos primero la observación. Los dos astrónomos, Pau y Joan, nos enseñaron un montón de cosas interesantísimas. Joan nos mostró las imágenes de los tres telescopios que usan (vimos una galaxia!!) y nos habló de distancias (el concepto año luz, por ejemplo, quedó clarísimo) y de tiempo, y de la paradoja de estar viendo cosas que ya no existen. Pau, en cambio, nos enseñó las constelaciones y nos dio algunos trucos para encontrarlas a simple vista.
La segunda parte fue en el planetario, donde descubrimos que el sol no pasa por doce constelaciones, sino por trece, y que estas cambian con el tiempo, además de ver exactamente dónde está la Tierra dentro de la Vía Láctea y de hacer una visita virtual a algunos planetas. El planetario es único en el mundo porque esconde un secreto que no os pienso desvelar para que vayáis y lo veáis vosotros mismos.
Salimos de allí entusiasmados, con la cabeza llena de datos y de conocimientos nuevos, dispuestos a apuntar unos prismáticos al cielo estrellado siempre que podamos. Es una visita obligada si estáis en la zona, e incluso vale la pena escaparse únicamente para verlo. Nos dejó boquiabiertos.
Al día siguiente nos levantamos tirando a tarde, pero decididos a salir a pasear. El pomelo y yo tenemos una amiga de la zona que nos había recomendado la visita al Congost de Mont-Rebei. Yo no estaba muy convencida porque entre mis múltiples errores de funcionamiento tengo un vértigo mortal y estar cerca de cualquier caída libre me paraliza, pero acabó siendo una de las excursiones más bonitas que hemos hecho.
El paseo empezó tranquilo, con alturas soportables y caminos anchos, hasta que de repente el pomelo, que iba unos metros por delante, se dio la vuelta y les dijo a los pompones que tenían que darle la mano a un adulto. No exagero cuando digo que en ese momento sentí que se me caía el alma a los pies y noté que la sangre abandonaba la mitad superior de mi cuerpo, particularmente el cerebro.
Delante tenía una de las cosas que más pánico me dan en la vida... un puente colgante, de esos de caída libre debajo, de esos en los que se ve la caída a través del suelo. No sé por qué no lloré, pero no fue por falta de ganas. El muy puñetero, además, se movía, y más todavía con el grupo de deportistas que se sacaban fotos encaramados a las barandillas. Yo estaba demasiado asustada para fulminarlos con la mirada, así que, cogida a la mano del pompón peque, que sufrió vértigo por simpatía, crucé como pude ante los vítores y aplausos de mis compañeros de excursión, que sospecho que eran más burlones que otra cosa.
A partir de ahí el paseo fue un poco un infierno, porque empezamos a aumentar la altura, los caminos se estrecharon, las caídas empezaron a ser más imponentes... Suerte que le di a la lengua en todo momento y me distraje lo suficiente para no montar una escena.
Finalmente decidimos bajar hasta el agua en algún lugar que fuera más o menos accesible y acabamos encontrando un lugar increíble, un poco por casualidad. Un camino en la roca se abría paso hasta el río y bajaba por él. Los cinco pompones que llevábamos tardaron menos en desnudarse que yo en acabar con un bote de Nutella y se lanzaron al agua sin pensárselo, entre gritos de sorpresa por la cantidad de peces que pasaban junto a ellos. Fue una tarde espectacular en uno de los sitios más bonitos que he visto, al que, evidentemente, las fotos no hacen justicia.
Cansados, sudados y muriéndonos por una cocacola con hielo nos acercamos a Benabarre. Y allí encontramos una chocolatería espectacular donde compramos un montón de caprichos, entre los que hay que destacar la fruta seca y confitada cubierta de chocolate. El jengibre estaba para montarle un monumento a la dependienta.
Los pompones improvisaron un partido de fútbol en la plaza del pueblo y se empaparon en la fuente mientras los adultos repasábamos las pocas tiendas abiertas para improvisar una cena en casa.
El último día nos fuimos para Lleida capital. Como no podía ser de otra manera, por falta de planificación no pudimos subir a la torre de la Seu Vella, pero dimos un paseo por su claustro, de los más bonitos que hemos visto. El edificio en sí es muy curioso, con una parte claramente románica y otra mucho más gótica. Luego paseamos un poco por el casco antiguo y terminamos en La Huerta comiendo unos caracoles espectaculares.
La vuelta a casa, con el tiempo justo para una tazón de leche con galletas y una buena ducha, nos dejó contentos y muy, muy preparados para la vuelta al cole. No sé si os lo había dicho ya, pero en casa hacía muuuucha falta que llegara ya.
En fin, viva Lleida, con un montón de planes que nos han quedado pendientes y que nos van a obligar a volver pronto! Y vivan los planes improvisados, los viajes sin mapa, las ideas locas. Porque a veces nos ofrecen momentos únicos que creo que vamos a recordar toda la vida.