La cizalla a punto había estado de amputarle varios dedos un día, en la cadena de montaje. Pero eso ya había pasado, quizá en otra vida.
A través de la ventana, divisó el huerto que se hallaba en todo su esplendor. No era muy grande, pero sí suficiente para recolectar cada día varios de los ingredientes con los que hacía el menú. Vio algunos tomates, ya rojos y brillantes, esperando pacientemente a ser cosechados. Echó un último vistazo al comedor, antes de aventurarse por el pequeño vergel: solo quedaban dos comensales por servir y su hija se encargaba de ellos. Salió al exterior. El aroma de los cultivos la envolvió de inmediato con su denso perfume. En su cesta de mimbre fue reuniendo salvia, menta, pepinos, judías verdes y una gran cantidad de tomates. Mientras realizaba tan agradable tarea, su mente se internó en el valle de los recuerdos, hacia aquellos tristes días de su infancia. Evocó el rostro de su madre, tan querido como pálido en su mortaja, tan frío que parecía de piedra. Su memoria de niña huérfana también le trajo el tacto de esas manos heladas, siempre llenas de caricias, las mismas que le habían preparado primorosos dulces en la lumbre de leña. Desde entonces, había caminado con la pena enganchada en el alma, resplandor de sombras que se asomaba a su mirada, justo hasta el instante en que su hija vino al mundo. La sonrisa, esa gran ausente de sus días, había prendido en los labios mientras acunaba a su bebé. Y luego trabajar, siempre trabajar hasta que, al fin, su suerte había cambiado.
Evocó el instante en el que todo se precipitó: un día comprando en la carnicería ─cosa que hacía muy de tarde en tarde, debido al alto precio de las viandas─ leyó el siguiente anuncio: Urge vender restaurante en las afueras, zona fluvial. Muy económico. Consultar precio. La foto, aunque en blanco y negro, reflejaba una pequeña casita que crecía, emulando a una seta, en una minúscula isla, chapoteando justo en el centro de un lago. Un puente encantador de cuento de hadas, construido con madera y enredaderas de glicinias, conectaba el negocio con el camino. Unas cuantas barquichuelas, salpicando el embalse, habían quedado atrapadas en la imagen.
El corazón tamborileó de emoción con eco de campanas ante la evocadora imagen. La costó decidirse a llamar para concertar una visita, no quería molestar al propietario teniendo tan pocos ahorros que ofrecer. Pero pudieron más las ganas de salir de la rutina miserable que el miedo al cambio. De ese fantástico día recordaba el viaje en el tren hasta llegar al lugar. La primavera lucía en todo su esplendor después de semanas de lluvias y la naturaleza vestía su mejor traje de verdor. Quedó extasiada nada más contemplar el apacible rincón donde una casita de albura resplandeciente descollaba entre el esmeralda de los árboles. El restaurante resultó justo lo que prometía en la foto: coqueto a la par que diminuto. En su interior apenas cabían seis mesas para comensales, pero el exterior era especial: presentaba un enorme emparrado con suelo de césped, que daba entrada a un huerto un tanto descuidado. Suspiró llena de alegría: el lugar era tal y como lo había imaginado, ¡Maravilloso!
Las negociaciones no fueron largas, aunque difíciles, tuvo que luchar por una buena rebaja. El sitio estaba bastante alejado de rutas conocidas y, además, si no conseguía un buen coste no podría hacer frente a los primeros meses de hipoteca. Lo tenía todo estudiado y calculado hasta el más nimio detalle. Al final consiguió el precio que le parecía justo. El dueño tenía prisa por deshacerse de él, no le había sido rentable.
Invirtiendo todos sus ahorros en el nuevo negocio, y añadiendo gigantescas dosis de coraje y ganas de luchar que llevaba atesorando en su alma desde hacía décadas, había conseguido su objetivo. Compró una gran variedad de semillas para plantar un huerto, también se hizo con algunas gallinas, conejos y codornices. Pintó la casita en tonos malvas, acorde con el entorno florido que la rodeaba ¡Su hija la había ayudado tanto en tan pesadas labores! Aún lo hacía compartiendo penas y alegrías, era una suerte tenerla a su lado.
Juntas, madre e hija, en su afán de promover el novedoso establecimiento, se exprimieron el cerebro persiguiendo una receta que fuera única y atrajera a los clientes. Buscaban algo sencillo, que en su simpleza llevara la esencia de ese lugar privilegiado, mezcla de perfume, sol y tierra. ¡Y vaya si lo encontraron!
El tesoro culinario no se hizo esperar. Las ponedoras hicieron su trabajo. Huevos frescos, morenos y enormes fueron los primeros ingredientes de tan preciosa fórmula; después la manteca, harina, leche, azúcar, sal y nuez moscada; y por último, el elemento esencial, el que resultaba ser el alma de tan suculento plato: la humilde violeta.
A partir del mes de marzo, todo el terreno que alcanzaba la vista se tornaba azul, debido a la enorme cantidad de violetas que alfombraban el suelo. Recogieron un número incalculable de ellas: unas las secaron y pulverizaron. Otras fueron caramelizadas para adornar el suculento suflé. Y el resto quedó en la despensa para ser utilizado durante los meses que había que esperar para una nueva floración. Sus ropas, la piel e incluso el cabello se embebieron del pegajoso perfume. Aunque no les importó demasiado puesto que la fama de aquella exquisita receta alcanzó pronto los contornos. Cada cucharada del dulce de violetas se deshacía en la boca, liberando una untuosa mezcla con aroma de primavera. De inmediato, la felicidad afloraba en la mirada de aquellos que probaban tan singular platillo. Por unos minutos, los que duraba la porción de suflé, los comensales olvidaban sus problemas y volaban lejos, muy lejos de allí, a esos rincones ocultos que poseen las almas soñadoras, envueltos en singulares perfumes de violetas y azahar.
Semanas después de la inauguración, la notoriedad del lugar se incluyó en las rutas gastronómicas más importantes. Era tan sugestivo aquel festín para los sentidos, concentrado en cada cucharada de suflé, que creaba adición, resultando una pócima singular para la apatía y la depresión. Enseguida una cadena de restaurantes, enterados de tan sugestivo invento, les ofreció a madre e hija grandes sumas por la receta y el negocio. Era inaceptable para ellos que unas advenedizas les disputaran un buen bocado de las ganancias. Había que borrar aquel punto del mapa gastronómico.
Las mujeres no aceptaron el trato ni las sugerencias de abrir sucursales en distintos puntos del país. Tampoco hicieron reformas para agrandar el espacio del negocio que atendían. Era suficiente para ellas dos. No querían estropear el ambiente mágico que allí se respiraba. Poseían el mejor regalo de la vida: un sueño hecho realidad. Eran dueñas de su propio restaurante y en un entorno excepcional.
En aquellos momentos de la tarde, sentadas bajo el emparrado, vieron los últimos reflejos del sol, cual confín de bronce, perderse en las aguas que se habían tornado oscuras. El olor de madreselva y mimosas las envolvieron mientras, sentadas en sendos sillones de mimbre, saboreaban una última porción de suflé de violetas. Entre ensoñaciones de nácar y canela, las sorprendió la luna.
María Teresa Echeverría Sánchez