Ya, ya lo sé. Estáis pensando que dónde están los retales. Pues muy fácil: dentro del cojín.
No es trampa, señores, qué va. ¿Os acordáis de cuando erais pequeños e ibais a casa de vuestra abuela o vuestra tía abuela o cualquier otro familiar viejuno, y os acostabais en unas camas que se hundían, con cojines y colchones que pesaban más que una bolsa de patatas, una garrafa de agua o, ojo a esto, una bombona de butano? Sí, esas camas en las que te ponían tantas mantas que te parecía que no te podías mover. A lo mejor solo me pasaba a mí. No sé. Pero para mí es un recuerdo claro y vibrante, porque nunca entendí cómo una almohada podía pesar tanto.
Hasta ahora.
No tengo nada en contra de la guata ni de las plumas ni de los cojines ligeros y vaporosos que parece que flotan en el aire cuando se organiza una guerra de almohadas. Al contrario, me gustan mucho. En mi casa cada vez hay más cojines porque somos todos unos adictos. Los pompones duermen con tres cada uno, nos peleamos por la parte del sofá más mullida y hasta el gato tiene su propio sillón con doble almohadón. No, qué va, no tengo absolutamente nada en contra de todos los tejidos ligeros y suaves.
Pero no puedo evitar que este cojín grueso y pesado, esta arma mortífera para nuestra próxima batalla campal en la cama, me produzca una alegría infantil. Ni puedo evitar abrazarlo cada tres minutos y medio.
Este cojín cumple dos funciones básicas que me alegran infinitamente: una, sirve para dormir, apoyar la cabeza, sentarse y cualquier otra cosa que se pueda hacer con otros cojines; y dos, vacía la cesta de retales más rápido que Tricky un palet de Chips Ahoy. El cojín se come los retales, literalmente.
Yo lo hice con un kimono que me había regalado el pomelo para satisfacer a mi gen asiático. Creo que no llegué a usarlo nunca porque era un poco incómodo, pero lo tenía guardado desde hace una cantidad indecente de años porque la tela me parecía preciosa. Hace unos días empecé a hacer limpieza de telas, por culpa de Mònica, Miren y Mari Cruz, y me topé con él. Cuando lo saqué del armario y lo toqué, enseguida pensé en un cojín y cojín se quedó.
Podéis hacerlo con cualquier otra tela que tengáis por casa, solo necesitáis cortar un rectángulo, doblarlo a la mitad, coserlo con el derecho de la tela enfrentado y dejar una pequeña abertura para darle la vuelta. Con el cojín girado, llega el momento de asaltar la cesta de los retales.
Pero no solo los retales, no... ¿Restos de lana? Para adentro. ¿Muestras de tejido con las que no sabes que hacer? Para adentro. ¿Hilos sueltos? ¿Calcetines sin pareja? Ya pilláis la idea. Todas esas cosas que dan vueltas por vuestra casa y que no os decidís a tirar aunque no sirvan para nada pueden convertirse en un relleno estupendo para vuestro cojín. Que sí. Luego lo cerráis con una costura invisible y ya está.
Y sí, es muy cómodo. Es un cojín firme, pero agradable, que aguanta la forma y con el que puedes desafiar a cualquiera a una guerra. Y es largo. Bastante largo. Adecuado para pillarlo de una esquina y soltarle un latigazo potente a cualquiera que se te acerque.
Este se lo ha quedado la pompona. Quiere ponerlo en el banco que habrá frente a la pared que le pintamos hace unos días. Pero ya estoy preparando el próximo. Porque necesito vaciar alijo de telas... y también necesito preparar munición, mientras recuerdo las vacaciones en casa de mi abuela y la cama fresca y cómoda en la que no me podía mover.
Pst, pst!! Por cierto, hoy es el cumpleaños de Ari, que es mi partner in crime en Demodé y una persona estupenda. Si la vais a visitar, mandadle un tirón de orejas virtual. Felicitats, bonica!