Una de las cosas chulas que tiene la Navidad son esas mesas enormes donde se sienta toda la familia, con la abuela en una punta, los tíos allá abajo, los primos pequeños sobre un par de cojines, los anfitriones cerca de la puerta para salir corriendo hacia la cocina a ultimar detalles y seguramente algún caballete colocado estratégicamente para alargar un poco la mesa que se cubre con un mantel largo, larguísimo que alguien compró en unas rebajas y que ahora identificamos como EL mantel de Navidad. ¿No?
Es probable que también haya un centro de mesa con más o menos gracia, alguna vela, muchas piñas, vajilla de la buena, copas, muchos más cubiertos de los que usamos normalmente y puede que hasta algo un poco exótico, como una salsera o un decantador de vino que solo salen de su armario en estas fechas.
Ahí nos sentamos y charlamos, criticamos, discutimos, nos reímos y nos tiramos los corchos de las botellas de vino, mientras los pequeños de la casa sufren pensando si va a pasar Papá Noel, si va a cagar el Tió o cuándo se podrán abrir esos paquetes brillantes que tienen escritos sus nombres.
Por eso me encanta lo que nos propone Laia hoy, porque es añadir otro detallito, otra tradición, a nuestra mesa kilométrica, a nuestro recuerdo ruidoso, en definitiva a nuestra Navidad. Un detalle que indique dónde van los tíos, los anfitriones, los primos pequeños y la abuela. E incluso hasta el perro o el gato. Algo que nos podemos llevar de recuerdo junto con los calcetines que siempre nos acaba dejando Papá Noel.
Nos vemos esta tarde con el resumen de nuestro reto (que me ha costado horrores!).