Las locas historias de Einn.
Episodio 2: En la gran ciudad.
El efecto que me causo la llegada a la ciudad fue tremendo, luces por doquier, miles de personas a mi alrededor, vehículos por todas partes, tiendas, jardines y grandes rascacielos, todo lo que había visto en los recortes de papel que utilizábamos en la letrina de la mina. Me quedé maravillado y paralizado observando todo aquello y solo me moví cuando me apartaron los responsables de una excavadora con la que iban a construir una nueva carretera. Todo un mundo nuevo a mi alrededor.¡Qué grandes aventuras me depararía el destino!. Me pregunté cómo podía no haber estado antes aquí cuando esta gran metrópolis estaba solo a trescientos metros de la mina. En fin, era hora de comenzar a buscar trabajo y un sitio donde dormir.
Durante el primer día conseguí empleo como mezclador en una tienda de pinturas, me parecía increíble que me lo diesen con mi curriculum, no podía creer que al dueño no le importara mi dislexia. Jimbo, mi único amigo en la mina me dijo que así era como se llamaba ?mi problema?, y aunque Jimbo era de otro país y solo conocía once palabras en mi idioma, yo me dí por satisfecho con la información. A los dos días, me despidieron y amablemente me comentaron que ?mi problema? no era dislexia, sino daltonismo, y me conminaron a abonarles los 30.000 kilos de pintura de color fosforescente que según ellos no podrían vender ?ni para decorar naves extraterrestres?. Como todas mis posesiones se reducían a una azada, me propinaron cien latigazos y quedamos en paz.
Nuevamente sin trabajo decidí esa noche pasarla en una estación de ferrocarril, ya que la anterior noche dormí en un banco del parque y los -6º C se me antojaron fresquitos, y eso que pude taparme con una vieja rueda abollada de bicicleta, el ?fresquito? lo atribuí a que le faltaban 16 radios y por eso se colaba algo de aire. Ya en la estación, un nuevo golpe de suerte, desde mi banco, observé justo debajo de mí una moneda que, sin duda, me permitiría una abundante cena. Como no tenia claro en cual de los numerosos bares la gastaría, comencé un periplo por los distintos andenes y túneles de la estación y aproximadamente dieciocho kilómetros más tarde decidí que como la suerte estaba de mi lado, invertiría la moneda en una de esas maquinas llamadas tragaperras, y que cenaría más tarde cuando mi capital hubiese ?crecido? con el premio. Introduje la moneda por la ranura de la maquina y espere, expectante, mirando las intermitentes luces?, cuarenta y cinco minutos. Después, viendo que no pasaba nada, comencé a llorar, sin dejar eso si, de sonreír.
Ya de día y en el mismo sitio, el dueño del bar se acerco a mi y me ofreció trabajo si dejaba de sonreír y llorar a la vez, su única condición era que yo no fuese disléxico ya que eso le ponía de los nervios, yo, le asegure que no había problema, le comenté que ?solo? era daltónico y que podía ejercer de chico para todo, tal y como me proponía, sin ningún problema. Al día siguiente comencé a trabajar y esa noche pude dormir en un rincón de la cocina sobre un saco de patatas chip que llegaron a ser realmente cómodas, ya que se adaptaban bastante bien a mi incipiente chepa.
La cosa en el trabajo parecía funcionar, aunque cuando llevaba un par de días, casi ocurre una tragedia, resulta que, escuchando una conversación de Gorje, (si, ya sé que el nombre ?normal? es Jorge, pero así es como se llamaba el jefe) me enteré de que conocía a un tal Jimbo, de las minas, y que este le había explicado lo que según él era la dislexia, así que a partir de ahora debía dejar de hablar acerca de los colores?
Para divertirme, asistí a un evento, ?Tuning de neveras?. La que más me gusto fue una en la que sustituyeron la pequeña bombilla interior por un halógeno de 6000 vatios. Si pillabas una cerveza rápidamente, la ceguera solo duraba 20 minutos.
Continuará
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