MI PUEBLO NO ES MI PUEBLO
Mi pueblo no es mi pueblo. No me ha parido, pero es el ama de cría, ruda y tierna, que te acompaña en la infancia y de la que, de algún modo, te sientes hija.
Amo sus primaveras provenzales, la engañosa nevada de los almendros en flor, el estallido del romero y el tomillo. Su aroma omnipresente te persigue y te envuelve como un vestido nuevo, todo es viejo y nuevo a la vez, milagro recurrente que festejan a golpe de bombo escudados en una crucifixión.
Amo sus veranos árabes, cuando el sol ciega en los
secarrales y el aire caliente del mediodía te ahoga.
Locura de cigarras y campos agostados. Siestas
interminables y conversaciones pausadas al caer la
noche, buscando un hálito de frescor mientras llegan
grillos y estrellas. Fiestas en los pueblos vecinos, viejos
amigos en su cita de agosto.
Temo sus otoños desolados. El viento frío del Portell desnuda árboles y ulula por las cuestas hasta conseguir encerrarte en casa. El sol se aleja del mundo,
como un amante ahíto.
Los campos, agotada la
fertilidad, esperan
resignadamente su
resurrección. Hora de recoger aperos y celebrar la fiesta mayor. Morir matando.
Temo sus inviernos castellanos. El frío es cruel y te espera tras las esquinas para clavarte mil agujas heladas. Silencio. Por el día todos marchan a la recogida de la aceituna. De noche, todos desaparecen tras las gruesas paredes de adobe. Silencio.
Todos los veranos de mi infancia viven aquí. Aquí están
los atracones de fruta verde, los juegos simples y
ruidosos, la sensación de libertad. El deslizarse de los
días y las horas sin buscarles motivo alguno.
Confidencias adolescentes tras la tapia del cementerio y
sueños encallados para siempre en el banco de la
olivera. Aquí están, esperándome tras la puerta de mi
viejo caserón, como leves fantasmas.
Estoy llegando a mi pueblo y tras doblar la curva del
Portell veo el inconfundible cucurucho metálico del
campanario. El corazón se me ensancha. Me siento en
casa cuando distingo las viejas casuchas apiladas en
dos montones, el Mas de Dalt y el Mas de Baix. Viajo en
el tiempo cuando entro en la plaza y saludo a los
vecinos, testigos de mi niñez. Allí no hay prisa, el reloj
no importa, sólo importa quién hay delante y qué tiene
que contarte. Silbidos de golondrinas, el pregón por los
altavoces, campanas que llaman a misa. La vida se
pone al ralentí y los problemas se quedan en la Creu de
Terme, acechándome para volver conmigo a la salida
pero incapaces de superar el sortilegio de calma de mi
pueblo.
Mi pueblo se muere. Se muere como sus viejos, añorando la escuela llena y los bailes en la plaza. Ya no se ve desde el el pueblo vecino la fogata de Sant Antoni, ni las mozas se disfrazan para Santa Agueda. Porque ya no hay mozas. Ya no sale la procesión de Sant Roc ni se cantan jotas para Sant Miquel. Porque ya no hay mozos.
Mi pueblo se muere lentamente, de olvido y de pobreza. Agoniza entre la ermita de Sant Miquel y la montaña de Sant Pere Mártir, abandonado por sus hijos, antaño ahuyentados por la dureza de los campos y la ausencia de futuro.
Mi pueblo es uno más, no tiene nada especial pero es especial porque es mi pueblo. Aunque mi pueblo no sea mi pueblo.
Este precioso cuento, lo escribió mi prima Marisol, con toda la pasión que pone, al escribirlos