Pasaba con mimo su peine de plata por su abundante cabellera, cadenciosamente, entreteniéndose en cada pase y sacudiendo con coquetería la cascada de oro que le llegaba hasta la cintura.
Se sabía observada desde hacía unas cuantas jornadas. No necesitaba volverse para ver a sus anchas al insigne espectador: a través de su espejo de nácar le vio una vez más, allí, quieto, casi sin respirar por temor a espantarla. Cerró sus ojos de pez y se dejó embriagar por el denso perfume que le traía la brisa: olía a juventud y a sangre caliente. Sonrió pensando en él.
El muchacho se había vuelto más audaz. Al principio mantuvo las distancias, no quería que aquella bellísima visión desapareciera repentinamente por haberse mostrado impaciente. En días sucesivos había ido variando su escondite, cada vez más cercano a la abrupta plataforma que surgía como un diente enorme en una boca de mar hirviente.
La sirena movió su cola de pez a un lado y al otro de la piedra, haciendo que las escamas que la recubrían fulguraran igual que gotas de plata, hipnotizando la mirada del joven que ese atardecer estaba muy cerca. Inspiró varias veces llena de dicha y, al fin, fue al encuentro de su admirador. Se sumergió en el agua despacio y buceó hasta alcanzar el escondite del joven.
El muchacho, al verla desaparecer tan de improviso, salió de su escondrijo y muy alarmado se dirigió a la orilla del acantilado para escrutar las rompientes llenas de espuma.
La sirena tomó impulso y saltó fuera del agua aleteando elegantemente: quedó suspendida por unos segundos en la superficie de oro líquido del crepúsculo, justo para ver reflejado en el rostro del adolescente los gestos de sorpresa, alegría y terror, antes de atraparlo por el cuello con su poderosa mandíbula. Lo arrastró al lecho marino, a su territorio. Cuando llegó a la cueva el joven ya no oponía ninguna resistencia. Tuvo una cena opípara aquella noche. Colocó el esqueleto junto a su larga colección de osamentas, las que correspondían a sus preferidos, a los más amados. Con sus preciosos dedos terminados en uñas retráctiles, acarició los cráneos de los que componían su tesoro. Estos emitieron sonidos huecos y oscuros, música que la hizo danzar hasta el amanecer.
María Teresa Echeverría Sánchez. (novelas, relatos, cuentos)