Los habitantes de una mísera aldea, ubicada a los pies de aquel monte quemado, no olvidarían esa noche de lluvia y resplandor desmedido, preludio de otras muchas de las que serían testigos de tormentosas disputas entre dioses.
Como gente afable que eran, enseguida se acostumbraron a tan insigne huésped, asunto que no era de extrañar porque el pequeño gigante resultó ser amable, tranquilo y muy servicial, ─si había que arar, remolcar redes o reflotar embarcaciones, allí estaba el primero, trabajando con el arrojo de doscientos hombres─. Como no sabían de qué forma llamarlo y el pequeño no recordaba su nombre, ─cosa que no es de extrañar entre los niños que son huérfanos─, le llamaron Gigantón unas veces y Gargantúa otras, nombre de otro gigante famoso que existió en la antigüedad por esos lares.
Rápidamente los niños de la aldea lo adoptaron entre sus filas y durante años se oyó la risa terrible y cavernosa de aquel extraño infante entre los gritos de la chiquillería. Con el paso de los años fue creciendo la enorme criatura junto con sus amigos al calor de la amistad y las muchas toneladas de comida que engullía. Aunque también hay que comentar que el crío comía tierra a dos carrillos para evitar dejar sin vituallas a los que allí vivían, tanto comió que allanó una cordillera entera.
Abaía, una pequeña de la pandilla que nació la misma noche en la que el monte costero cobró vida, supo, en el instante en el que abrió los ojos al mundo, cuál era el nombre del niño gigante, pero tuvo que esperar hasta que aprendió a hablar y a poder pronunciarlo con la fuerza requerida para que su amigo la oyera: ─¡Hodei! ¡Hodei!─ Exclamó por primera vez la niña haciendo bocina con sus manos y produciendo tal alboroto que el sonido trepó hasta las orejas del gigante. Inmediatamente al escuchar tan familiar apelativo, el pequeño se iluminó igual que si se hubiera tragado una tonelada de fuegos artificiales, tal fue su entusiasmo. En ese instante se estrechó el lazo entre los dos infantes, ya unidos por la noche del nacimiento, y con el transcurso del tiempo se hicieron inseparables: aprendieron juntos a leer, a nadar, a cantar e incluso a declinar en latín.
Los años pasaron raudos y la adolescencia alcanzó a los dos pequeños trayendo consigo unos cuantos cambios: el gigante creció mucho más, haciéndose más fuerte y apuesto. Su piel terrosa adquirió un brillo broncíneo y el cabello negro azabache se ensortijó. En el rostro aparecieron los primeros pelos de una barba que, en años sucesivos, sería del tamaño de un gran bosque. La muchacha también cambió, convirtiéndose en una preciosa jovencita de pelo de ángel y sonrisa de estrella, grácil, graciosa y virtuosa. En una tarde de estío cuando la puesta de sol teñía de rojo el atardecer, surgió una chispa entre los dos adolescentes, tan abrasadora como el fuego y tan brillante como el arco iris: se enamoraron perdidamente el uno del otro.
El amor corrió entre la arena de la playa y las callejuelas del pueblito coloreando la mirada de los jóvenes de arrobo y risas. Observando a tan singular pareja, los parroquianos se quedaban embobados ante tanta ternura. Abaía limpiaba la espalda de su amado con tesón y sumo cuidado, de las ortigas y demás malas hierbas que picaban un horror y que gustaban anidar en los terrosos omóplatos, además con sus zapatitos de tacón recorría su titánica columna vertebral, dándole un agradable masaje, aunque la llevara en realizarlo un día entero. Hodei, por su parte, con la yema de su dedo meñique acariciaba el precioso rostro de su amada, y la llevaba de paseo en su mano a valles lejanos en los que habitaban las hadas y lamias con las que departían alegremente. A veces subían a una lejana cordillera, lugar en el que estaban a salvo de las miradas indiscretas de todo el mundo, y allí se confesaban su amor entre rimas y canciones.
Fueron pasando los años y la madurez de los mismos les hizo ver aquella diferencia de tamaño que hasta entonces no tuvo importancia: sus amigos se casaron y tuvieron niños mientras ellos se limitaban a decirse lo mucho que se querían sin poder llegar a estar unidos como marido y mujer.
Algunas veces, cuando creía que Hodei no la observaba, Abaía lloraba amargamente su desdicha. El muchacho lo hacía en silencio, igualmente, para no disgustar a su amada. Tan desventuradas fueron las súplicas de los jóvenes que Sedna, la diosa del mar, las oyó un día que pasaba cerca del acantilado costero. Enseguida supo del amor imposible entre Abaía y Hodei, fragor que le sacudió el alma, quedándose ensimismada entre olas de espuma, buscando una solución. Llegó a la conclusión de que ella sola no podía solventar tan dolora situación y decidió pedir ayuda al poderoso rey de los océanos: Poseidón. Allí apareció ante Sedna portando el tridente de oro forjado en cien fraguas marinas en una mano, poderoso instrumento para hacer y deshacer tormentas y llevando en la cabeza la corona de serpientes trenzadas en plata, bronce y platino, símbolo de su poder ilimitado; también trajo consigo su envaramiento y orgullo, afilados como lanzas de acero.
─¡Mi querida Sedna, siempre tan oportuna! ¡Acabas de interrumpir la partida de petanca más emocionante de los últimos milenios! ¡Espero que mi venida merezca la pena! ¿Qué se te ofrece?
Sedna aguantó el torrente de palabras tormentosas pues sabía del mal carácter de aquel poderosísimo dios.
─ Querido Poseidón, dios de los océanos, padre de las tormentas, señor de las criaturas marinas… hay una mortal y un gigante que se quieren con un amor sin igual. Como padre del gigante Orión y del cíclope Polifemo, conoces muy bien el problema de que sufre esta pareja. Podrías ayudarlos con tu singular poder y hacer que sus diferencias no fueran obstáculo para el amor.
─¡Ja, ja, ja!─ Rio el dios entre gorgoteos de espuma. ─¿Acaso me has tomado por una cursi diosa? Me importa muy poco, por no decir nada, lo que les pase a esos dos que has mencionado. Ya tuve bastante con los lerdos de mis hijos como para meterme en más berenjenales, los dos acabaron ciegos y muy lejos de mi alcance,… a no ser que estés dispuesta a darme algo a cambio, ese algo que ansió desde hace milenios y que siempre me has negado.
─Mi amor no está en venta ni es motivo de cambalache. Una vez más reitero mi postura respecto a tus sentimientos: eres un ser tan cruel y egoísta como poderoso. Por muy hermano de Zeus que seas, nunca me arrodillaré ante ti.
Repentinamente el mar comenzó a hervir mientras Poseidón lanzaba todo su poder contra la diosa de agua. Esta cerró los ojos y cantó una dulce melodía: a los pocos segundos el rey de los océanos había desaparecido y la calma retornó.
Sedna siguió observando a la pareja desde las olas, y cuanto más los miraba más se le enternecía el corazón. Al fin se plantó ante ellos con una propuesta que haría su unión posible: Hodei volvería a ser un monte anclado a la costa mientras que Abaía se transformaría en una nube que estaría amarrada permanentemente a esa montaña. Los jóvenes aceptaron de inmediato tal oferta, para estar unidos para siempre. En apenas unos segundos el paisaje del pueblito costero se transformó surgiendo un hermoso pico de colores de bronce cubierto en su cima por una esponjosa nube que cambiaba del color más rojizo al blanco más níveo. Aunque hubo un regalo más por parte de Sedna. Cuando Poseidón se enfada y revuelve el mar y el cielo lanzando rayos y tormentas a lo largo del litoral, una montaña costera se eleva hasta alcanzar el tamaño de un gigante mientras la nube que la oculta se transforma en una bellísima joven que corre y ríe de la mano del gigante.
Estad atentos cuando vayáis a la playa, seguro que alguien de vosotros podrá descubrir una nube blanca enorme abrazando la cima de una montaña, hecha de tierra, agua, fuego estelar y mucho amor.
Maria Teresa Echeverría Sánchez: novelas, libros de relatos y cuentos infantiles.