AQUELLOS DOMINGOS DE MI INFANCIA

Era domingo y casi la hora de ir a misa. Mi hermana pequeña y yo, que contábamos alrededor de cinco y seis años, solíamos ir a la de doce y media con las dos mayores. Antes de salir, había que hacer recuento de las cosas que era obligatorio llevar: el misal, que solía estar en latín y que era imposible de descifrar, el velo para la cabeza, y las monedas para las ofrendas.

Corríamos las cuatro hasta alcanzar la iglesia. Menos mal que estaba cerca de casa. Mis hermanas tenían las piernas largas y nosotras, las pequeñas, íbamos boqueando como los arenques fuera del agua, de tanto mover los pies para seguirlas.

En el atrio, antes de penetrar en la iglesia y haciendo por recuperar el resuello, nos poníamos el velo con muchas prisas: la mayor llevaba uno negro y me parecía muy feo; las demás uno blanco de puntillas y festones, que nos daba el aspecto de veladorcitos inmaculados de cortas y rechonchas piernas. En aquellos años, tanto las mujeres como las niñas, debíamos llevarlo prendido en el pelo con un alfiler, al igual que nos cubríamos los brazos con una chaqueta de punto, aunque la temperatura del verano fuera para asar pollos en la calle. Era pecado si lo olvidabas y había que decirlo a la hora de confesarse.

“La misa” de José Benlliure y Gil

Ya dentro de la iglesia, nunca encontrábamos sitio en los bancos, con lo cual mi hermana mayor nos guiaba hasta uno de los altares laterales desde donde se podía seguir la ceremonia confortablemente, pues unos escalones nos servían a las más pequeñas para sentarnos y gesticular como los mimos, sin que nadie nos viera o nos oyera cantar, cosa que hacíamos a pleno pulmón, sobre todo aquellas canciones que nos sabíamos, haciendo gorgoritos y desafinando sin pudor.

Mi hermana, sentada a mi lado, me decía muy bajito: “Ya me sé los sacramentos. El primero bautismo”, y nos quedábamos atónitas al observar la llegada tardía de una señora de enorme trasero, siempre la misma matrona, misa tras misa, que se dirigía hacia las primeras filas de los bancos, como un buque de gran calado camino de los muelles, donde un huequito de unos quince centímetros brillaba como el oro atrayéndola como un imán. La mujer metía las posaderas en ese pequeño espacio, haciendo que se hiciera más grande, me parecía que hacía magia, empujando rítmicamente con el trasero de izquierda a derecha mientras bisbiseaba el credo. Alguien en el otro extremo del banco, debía abandonar su lugar a riesgo de morir aplastado. Las dos nos reíamos sin ruido y mi hermana seguía desgranando los sacramentos hasta que llegaba al quinto y decía: “el quinto Extremadura”, y yo “no, es extremaunción” y ella dale que dale con Extremadura hasta que mi hermana mayor nos miraba con ojos de dragón, parecían de fuego, y callábamos de inmediato.

“Monaguillos” de José Benlliure

Nos maravillaban los monaguillos que llevaban esos trajes rojos y blancos con puntillas tan chulas, que sabían cuándo arrodillarse y tocar la campana haciendo un ruido de mil demonios. Más de una vez deseé ser monaguillo pero era tarea reservada a los chicos, algo imcomprensible para mí, porque estaba segura de cumplir con el toque de campana, mucho mejor que aquellos niños. Y recuerdo un domingo en especial, por la gran decepción que me llevé, cuando vi al sacerdote arremangarse las vestiduras y observé que llevaba pantalones debajo de la casulla. Casi lloro. Imaginaba que aquellos hombres santos tenían que vestir unas enaguas de festones coloradas, mucho más bonitas que las de las señoras. ¡Menuda desilusión! A partir de entonces ya no los miré con los mismos ojos de adoración de antaño.

Y llegaba el momento más esperado para nosotras dos, las pequeñas, esa oración en la que volcábamos todo nuestro ardor infantil de almas inocentes en un grito. Comenzaba el sacerdote diciendo muchas cosas que no entendíamos y había que contestar una letanía que nos sabíamos al dedillo y que nos encantaba porque nos daba muhca risa, y la gritábamos a pleno pulmón: “el moscón frío” en lugar de “en vos confío”. Nadie pareció darse cuenta en ninguna ocasión de nuestra equivocación; aún tardamos unos años en percatarnos de que en los rezos, no se mencionaban insectos de ningún tipo.

“En misa” de José Gallego

Así mismo el momento de las ofrendas se acercaba, y unas señoras de luto, oscuras como la tinta de calamar, pasaban cestas en las que la gente echaba monedas. Nosotras presurosas, esperábamos que llegaran cerca para arrojar la moneda, pero había tal gentío, que dichas mujeres, disfrazadas de elegantes cuervos, recorrían únicamente los pasillos centrales entre los bancos.  La decepción por no cumplir con nuestro deber de “buenas cristianas” nos duraba poco. Mi hermana mayor lo solucionaba presurosa. La moneda era depositada al final de la misa, en una hucha de hierro, medio oxidada, y hasta podíamos encender una vela. Eso sí era mucho mejor que perseguir a las señoras de la cesta.

Las misas en invierno resultaban soporíferas: con el calorcillo del abrigo que nos cubría hasta los pies, sentadas en los escalones, y bajo la cadenciosa voz del celebrante, cual nana repetitiva, mi hermana y yo nos echábamos alguna que otra siesta. Era imposible mantener la apostura de “santa” aprendida en las estampillas que inundaban los misales y que en casa imitábamos a la perfección: los ojos atentos al altar, las manos juntas, la mirada en el Cristo y rezando “Jesusito de mi vida” al mismo tiempo. Dejé de intentarlo. Labor imposible para los que no fueran santos, estaba claro que yo no lo era.

(pin de Valenciayanira006 Pinterest)

Cuando la celebración acababa, las cuatro salíamos medio dormidas y con un hambre increíble. Menos mal que en casa nuestra madre nos tenía ya preparada la comida. Además el domingo era el único día que mi padre no iba a trabajar y la jornada poseía el perfume a pura fiesta, a sol aunque lloviera, a pollo frito, a palolú y a flan de caramelo y no dejábamos que lo estropeara la radio de mi padre, esa que solía escupir por las tardes de domingo, partidos de futbol sin remisión. Y mi padre, muy atento al aparato, seguía contestando nuestras interminables preguntas con infinita paciencia mientras nos arreglaba los zapatos. Recuerdo ese olor imborrable a cobijo caliente de casa, a risas y regañinas, a comer castañas en la cocina todos sentados alrededor de la mesa… el inconfundible olor de mi familia.

Teresa Echeverría


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