AQUELLAS VACACIONES DEL PASADO

Las vacaciones, palabra que contenía en sí misma tintes mágicos, comenzaban justo en el momento que mi padre se subía a la escalera y bajaba las maletas del altillo situado en el armario de su habitación. La familia al completo esperaba con alborozo este solemne momento.

Las maletas eran dos, de cuero marrón claro; una era grande pero nada que ver con la segunda que resultaba gigantesca. Hoy en día me pregunto cómo mi padre podía acarrearla cada verano de acá para allá, sin ruedas, porque debía pesar una tonelada.

A este momento, seguía el ritual de hacer las maletas, Poníamos en primer lugar lo más importante, los bañadores, los sombreros de paja, las esterillas de colores, las chancletas, la crema protectora y el aftersun.

Aprendimos en nuestro primer año de playa que este último, el aftersun era imprescindible para nuestra supervivencia. La primera vez que pisamos la playa, mi madre, con la que el sol se encarnizaba especialmente, antes de ir a la cama y tenía que embadurnarse con zumo de tomate que poseía un gran efecto refrescante para las quemaduras. A partir de llevar en la maleta la loción calmante, el destaparse al sol se hizo más llevadero.

Ver el trajín de mi madre colocando los montones de ropa en las maletas despertaba en mí un gusanillo que me alteraba los nervios, mezcla de ilusión por ver el mar y miedo al mareo. En aquellos años me mareaba en cualquier vehículo y me sentía morir.

El día del viaje, que solía ser de noche, apenas comía. Con las maletas hechas, llevando en sus vientres abultados el equipaje de seis personas, mi padre iba a buscar dos taxis para que nos condujeran a la estación de tren.

Nada más llegar a la estación de Atocha, comenzaba mi estómago a danzar de arriba abajo. Iba dejando mi marca personal en aceras, en bolsas que me daba mi madre, y hasta en las vías del tren, hasta que me comenzaron a dar pastillas para el mareo. Esto redujo bastante mi padecimiento, aunque no del todo.

Toda la noche íbamos traqueteando y durmiendo a ratos, viendo estaciones, cientos, porque el tren paraba en todas. Hasta que llegábamos a Albacete que era de madrugada. Allí estaban los eternos vendedores de cuchillos y navajas, famosos en aquellos años. Todo el que iba a la playa terminaba con navajas o cuchillos en la maleta.

Ir al baño en el tren era toda una experiencia. En el aseo era justamente el lugar en el que el tren se movía con más vehemencia. Era una tarea difícil aliviarse en esa batidora andante.

Mamá repartía tortilla de patata a diestro y siniestro y agua de limón en vasos azules, que tenía un sabor a plástico y en definitiva, a vacaciones.

Muy temprano entrábamos en la estación de Alicante, emocionados, cansados y con ganas de ver el mar. Descargar aquellos maletones, no tropezar al bajar esos estrechos e incómodos escalones metálicos tan empinados y, después, coger un taxi, resultaba una aventura tan impresionante como viajar en el tren.

Ya en la pensión de turno, y con el traqueteo del tren todavía rodando por las venas, respirábamos maravillados. La playa seguía en el mismo lugar que la habíamos dejado el año pasado. Las olas, el olor salobre, la humedad, el autobús para bajar a Postiget, las aglomeraciones… la sal pegada al cuerpo, la libertad de nadar… no cambiaba estaba allí un año más.

Lo vivido a la ida y a la vuelta, merecía la pena. Alicante fue y seguirá siendo en mi recuerdo, el sitio en el que pasé las mejores vacaciones del mundo.

Teresa Echeverría Sánchez

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