ABUELA DIONISIA



 VOY A CONTAR UNA HISTORIA REAL:
Ya conocéis a mi prima Marisol,  a la que le encanta escribir. Pues ha escrito un cuento, basado en la vida real de su abuela materna...me pareció tan bonita, que he querido publicarla para que mis amigo@s conozcan a esta gran mujer, luchadora, y que admiro.DIONISIA

Sentada ante la cristalera de la galería en su sillón de mimbre, sólida como un olivo viejo. Así la recuerdo, con su ropa negra de viuda de pueblo, zapatillas de fieltro y  toquilla de lana. La abuela Dionisia, mi símbolo de la confianza en uno mismo y en la vida.

Fui su última nieta con diferencia, el último juguete inesperado. Vivía en nuestra casa y las dos pasábamos las tardes jugando a representar personajes. Yo lloraba de risa con sus salidas ingeniosas y sus cuentos, con las jotas subidas de tono que me cantaba. Y recuerdo nuestras miradas cómplices cuando mi madre asomaba la cabeza alarmada por las letrillas picantes. ??¿te crees que mi muchacha es tonta??- decía la abuela fingiendo enfadarse.
Nunca me habló como a una niña, con el tono suficiente de los mayores. Me trataba de igual a igual. Yo intuí muy pronto que no había que subestimarla, y no era por el genio terrible que sacaba en ocasiones puntuales, sino por el halo de autoridad que emanaba de su persona como un aroma propio. A ella no se le mentía, no hacía falta porque era capaz de comprender tus miserias. Y nadie te libraba del castigo si era justo. Pero también podías ir a llorar a su delantal hasta cansarte; la abuela esperaría en silencio el tiempo que hiciera falta y luego te haría reír con una broma de las suyas. Esa autenticidad me dio la certeza de que se podía contar con ella. Lo capté aún antes de conocer su pequeña gran historia.

Dionisia nació en el campo, mujer y pobre. Toda una condena en aquellos años. Enjuta, huesos fuertes de campesina, nariz aguileña y piel requemada, nunca fue hermosa. Pero sus grandes ojos oscuros, tan llenos de fuerza que ni la vejez pudo velarlos, irradiaban algo especial que  te  hacía olvidar el resto. Quedó huérfana de madre a los doce años y su padre se volvió a casar con una viuda que trajo como dote cinco hijos. Pobre Dionisia, forastera en su propia casa.
Se casó muy joven con uno de sus ?hermanastros? porque era la única forma de escapar. Abortó cuatro varones, una maldición para cualquier familia del campo porque los hombres son brazos para la tierra y significan abundancia futura. Pero ella no creyó que la solución estuviera en amuletos ni oraciones; anduvo un día entero cargando una cesta con dos pollos hasta el pueblo más cercano, buscó al médico y un año más tarde nació su primera hija, a la que siguieron otras tres. Dionisia tiene mal de ojo, decían las vecinas, no pare más que hembras. Pero ella mostraba con orgullo a sus niñas y decía: ?éstas no doblarán el espinazo como vosotras?.
Y una primavera lluviosa se despeñó el carro por un terraplén embarrado atrapando a su padre y a su marido. Dionisia quedó sola, con cuatro hijas pequeñas y una cosecha por recolectar. Así que enjugó sus lágrimas y trabajó en el campo como una bestia, con las chiquillas a la sombra de un árbol y durmiendo más de una noche al raso, agotada y sin fuerzas para volver a casa.
Como pudo, vendió la cosecha y las pocas tierras, la casa y los animales. Jamás había salido de su comarca pero entendió que allí no había más futuro para sus hijas que malvivir como jornaleras y esperar que algún bruto quisiera compartir con ellas su miseria.
Resolvió ir a preguntarle al cura cuál era la  capital en dónde podía ganar más dinero. El hombre, tras rogarle en vano que no fuera sola a la ciudad, tan llena de peligros y pecados, y reñirla por cabezota y díscola, acabó diciéndole a regañadientes que seguramente en Barcelona. Ella no quiso pensarlo: hizo un hato con algo de ropa, cosió la bolsa del dinero al interior del refajo y con sus cuatro pequeñas marchó rumbo a aquel mundo incógnito del que sólo conocía retazos por alguna moza que había servido en la capital.
Trabajó duro para conseguir un  piso minúsculo en las afueras, casi en tierra de nadie. Se empleó como lavandera, limpió en una clínica los fines de semana y cosió ropa para el vecindario en las pocas horas libres. Contaba mi madre que aún tenía humor para hacerlas reír con las historias divertidas que desgranaba a todas horas y, cada domingo, prepararles un chocolate antes de ir al trabajo.

Dionisia lo consiguió: sus  hijas aprendieron oficios y se casaron con hombres decentes. Pero la vida nunca se cansa de ponernos a prueba y llegó la guerra civil; los cuatro yernos tuvieron que ir al frente y sólo uno regresó. La abuela cargó de nuevo a la familia sobre sus hombros y en aquellos días de escasez  ayudó a conseguir  comida para sus hijas y nietos a fuerza de ingenio, coraje y caminatas. Todas las anécdotas que mis tías y mi madre fueron contándome dibujaron a la mujer que yo ya intuí de niña. En cambio, a Dionisia no le gustaba hablar de sí misma y esquivaba el tema diciendo:  ?Muchacha, lo pasado, pasado. Y sólo tienes que creer en Dios y en ti, porque esas dos cosas sí son verdad?
Me acuerdo con ternura de la sonrisa que le bailaba en la cara cuando me veía entrar, de sus épicos golpes de genio, sus gachas indigestas, su afición por los westerns de la tele, la forma en que voceaba al hablar por teléfono, no muy convencida de que la oyeran por aquel cuerno del demonio.
La suya parece una historia anodina, sin pena ni gloria. No era más que una mujer de pueblo que aprendió a leer torpemente tras mucho insistirle al cura para que le enseñara las letras. Que contaba en duros y reales con agilidad sorprendente y de memoria. Una mujer de la que me avergoncé a veces cuando iba a recogerme a la escuela con el pañuelo negro atado a la cabeza y la eterna toquilla?
Con los años he llegado a sentirme orgullosa de ella precisamente por eso, porque nunca renegó de sus orígenes pese a la insistencia de todos. ?Con educación y respeto se va a todas partes,- solía decir-, no hace falta más.?
Y porque siempre tuvo el coraje de no rehuir nada y la dignidad de aceptarlo todo, serenamente.  Sin enseñarme, me enseñó mucho.

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