Solo en mi hogar sentía la efervescencia del último ocaso de diciembre, teniendo como telón de fondo los edificios de mi barrio, y el sonido familiar que acompañaba ese instante inigualable con sensación de fin del mundo: bullicio de gentes trasegando de un lugar a otro, petardos, ruidos de coches pasando sin cesar y los recuerdos pesando en mi ánimo igual que el plomo. Se podía percibir en el ambiente una alegría enlatada llena de esperanza, aguardando estallar a la medianoche.
Mis padres habían fallecido recientemente y mis primos, cercanos en distancia y lejanos en afecto, flecos de lo que quedaba de la familia, poseían su propia camada con la que celebrar tan hogareños festejos. Huérfano de afectos, triste y en pijama, me dispuse a leer un rato antes de meterme en la cama, con el fin de abstraerme de tan singular y bullicioso evento.
En todas las Nocheviejas anteriores había sido testigo mudo del último lapso de tiempo, marcado por el reloj justo a las doce de la noche, según algunos videntes, considerado el momento puntual en el que se borraban las fronteras del pasado, presente y futuro. Y en esta ocasión también lo fui, pero algo especial ocurrió. Con la primera campanada del reloj se abrió una nueva puerta en el muro, justo al lado del vestidor, y apareció mi padre en batín y fumando su inseparable pipa. El humo de la cachimba con aroma de chocolate lo llenó todo. Sin pensarlo dos veces, me lancé a su encuentro lleno de indescriptible júbilo. Cuando llegué a su lado, mi estatura había menguado considerablemente. Con suma agilidad trepé a su regazo junto con mi osito Sam que fue uno de mis mejores amigos de la infancia. Mi padre me acunó entre sus brazos antes de comenzar la narración de mi cuento favorito. Su cadenciosa voz, tan amada y mil veces recordada, me sumió en aquel mundo maravilloso de Nunca Jamás, perlado de niños voladores y hadas de mil colores. Cuando Peter Pan se disponía a luchar con el Capitán Garfio, me quedé dormido arrullado por piratas y tesoros, pulpos y tiburones.
La luz del sol de la mañana me despertó, colándose sin permiso hasta el fondo del cuarto. Observé con gran desencanto que no existía ya puerta alguna en la pared. El encuentro con mi progenitor había sido un sueño de nochevieja, un anhelo mil veces deseado. Abatido, me encaminé al gran butacón donde momentos antes aquella silueta tan querida había reposado. Pude ver en la mesita mi viejo cuento de Peter Pan, manoseado, desgastado y envejecido de leerlo mil veces. Mis ojos se abrieron asombrados, junto al libro, en el cenicero, se apoyaba la humeante pipa de mi padre.
¡Atentos a ese momento! ¿Quién sabe las puertas que se pueden abrir en un instante? ¡Feliz año para todos vosotros!
María Teresa Echeverría Sánchez