Un día apareció en su pradera un bosque encantado, frondoso y muy extenso, y oyó una música dulcísima que emanaba de lo más profundo de la floresta.
De inmediato esa canción la hizo saltar y volar y decidió coger su mochila para seguir el rastro de la melodía que la llamaba sin cesar.
Atrás dejó la casa envuelta en nubes y el riachuelo que cuando despertaba siempre quería lamerle los pies, con tres peces de colores, salpicando en el recodo su única gota de agua porque temía gastar el caudal haciendo locuras de río bravo.
Mariquitina se internó en el bosque. Al principio todo eran flores y frutas olorosas e incluso halló una plantación de conejos níveos que ponían nombre a las cortezas antes de roerlas.
Según pasaron los días la canción adorada cesó y el sol se escondió entre la tupida vegetación. Mariquitina no se dejó arredrar, el bosque le había hecho una promesa de amor y llegaría hasta el final.
Muchos días de caminar le llevó alcanzar el centro de la fronda, y ¿qué descubrió?… Un enorme árbol que olía a descomposición, que poseía una boca en la que exprimía corazones de ternura que ella había ido dejando por las sendas como señal de su amor. Y no sólo eso, también oyó cómo masticaba un ser vivo mientras sus hojas lo asfixiaban.
Lloró amargamente su terrible error y salió corriendo de aquel desatino, antes de que el árbol también la devorara.
Volvió a su pradera, que le pareció más hermosa que nunca. Se construyó un puente para evitar el río cobarde que seguía sus pies como alma en pena, y continuó su vida sin sobresaltos, y yendo de excursión a la montaña, donde volaba su cometa y, de paso, saludar a las águilas.
El bosque desapareció igual que había llegado. Sólo un enorme cerco amarillo recordaba su breve estancia.
Feliz tarde Mariquitinas mías, y mucho cuidado con esos bosques esmeraldas que cantan, su corazón suele tener tenebrosas sorpresas.
Teresa Echeverría