PREPARANDO EL COBERTIZO – (Cuento navideño)

PREPARANDO EL COBERTIZO .– Está incluido en el libro ilustrado “CUENTOS DE ESCARCHA Y MAZAPÁN” publicado en Amazón. (Para seguir el enlace, pinchad en la fotografía). (Lo encontraréis en libro y en versión para kindle).

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Cuentos escarcha y mazapán


I
Araña tejía con frenesí. Unos días atrás, antes de la primera helada del otoño, había notado que un poderoso motor, hasta ahora desconocido para ella, se había puesto en marcha dentro de su acorazado tórax, obligándola a no estar quieta ni un segundo, atareada con hacer que su casa resultara lo más acogedora posible. Estaba convencida de que algo había tenido que ver la lluvia de estrellas caída recientemente sobre su establo, bañándolo todo de una luminosidad de plata que refulgía especialmente por las noches. Lo que ella ignoraba era que en ese humilde tendajo iba a tener lugar la primera Navidad del mundo.
Araña habitaba en un destartalado cobertizo de paredes de adobe y paja que poseía un espacio regular, permitiendo en cada época del año resguardar a todo tipo de animales, así como a pastores y caminantes. El recinto se cerraba con un gran portón de madera podrida, dividido en dos hojas medio desvencijadas a las que le faltaban varios trozos, dando la impresión al primer vistazo, de ser una boca mellada gigantesca. Aun así las puertas seguían cumpliendo su función y se solían atrancar al anochecer cuando los animales se recogían para dormir. El suelo de tierra batida, estaba cubierto en su totalidad de heno. Colgados de la pared aparecían toscas herramientas de agricultor, tales como un rastrillo, una horquilla o una escoba de recias raíces. En uno de los rincones, un pesebre se mostraba siempre lleno de forraje para acoger al ganado. El techo, construido a dos aguas y agujereado en una esquina, se hallaba sostenido por seis vigas de madera macizas que se entrecruzaban de lado a lado, constituyendo un recio esqueleto sólido y vetusto. La pared de poniente presentaba una oquedad en su centro que hacía las veces de ventana, no solo permitiendo la ventilación del interior sino que consentía que el invierno y el verano se colasen, sin pedir permiso, nada más llegar al ruinoso recinto.
No lejos del establo se levantaban los restos de lo que, en su día, fuera una vivienda, quedando como mudo testigo de su pasado un hogar de ladrillos de adobe con una delgada chimenea que, todavía, se mantenía en pie, en la que el viento silbaba extrañas melodías de aire.
Estas edificaciones semiderruidas se encaramaban en la cima de una suave colina desde donde se divisaba un pueblito de casas blancas como la sal y techumbres moriscas. La villa se engalanaba con algunos patios de palmeras datileras en los que se reunían los vejetes y la chiquillería al amor del sonido cristalino de unas cuantas fuentes, alimentadas por un río de aguas de plata que venía serpenteando desde las montañas distantes, más allá del desierto. Aunque el arroyo no era muy ancho ni profundo, se ornamentaba con un puente de recios tablones de madera por donde cruzaban los pastores con sus rebaños y arribaban los forasteros de tierras lejanas.
Araña tenía la rara certidumbre de que el cobertizo era suyo. No existía obstáculo que ella no pudiera rodear, atravesar o saltar agarrada a su hilo como una gran volatinera. Recorría cada rincón a su antojo y la totalidad del establo formaba su territorio. Era un ser de carácter generoso que compartía su hogar no solo con los huéspedes ocasionales, sino con otros tantos que vivían allí durante todo el año, respetando cada uno el espacio del vecino. Sin ir más lejos, en la viga más alta, muy cerca del boquete del techo, se acomodaba un nido de lechuzas. Los dos polluelos de algodón blanco eran muy pedigüeños y armaban una gran escandalera a todas horas exigiendo su pitanza. La abnegada madre lechuza, de precioso plumaje gris y ojos enormes y amarillos, se pasaba la noche cazando ratones que, como buenos roedores, siempre estaban dispuestos a comer lo que encontrasen, en este caso era el grano de unos sacos de trigo olvidados en el zaguán hacía décadas. Completaban la vecindad unos cuantos murciélagos, negros como la tinta china, acomodados en el techo aprovechando la zona más sombría, colgados boca abajo como los chorizos en el secadero. Dormían de día y salían a comer por la noche con un bullicioso batir de alas, para regresar al amanecer y decorar el resto del día la desvencijada techumbre con sus oscuros cuerpos suspendidos en el vacío.
Pero los invitados preferidos de la tejedora, los que siempre eran bienvenidos a cualquier hora y momento estacional, no podían ser otros que los insectos: moscas, escarabajos, mariposas, avispas…Ella no hacía ascos a ninguno ya que todos formaban parte de su exquisito menú.
Araña era muy vieja, había vivido ya unas cuantas primaveras. Su cuerpo rollizo de color pardo oscuro, fuerte y coriáceo, llevaba adosadas unas largas patas erizadas de poderosas púas que la permitían ejecutar un sinfín de movimientos. Toda su figura estaba cubierta de una pelusa dorada de cerdas flexibles que en la zona de la cabeza se asemejaba a una cresta. Su vista era estupenda y nunca perdía un detalle, gracias a sus ocho ojos que movía sin pestañear teniendo cada rincón del granero vigilado. Era un ejemplar raro y longevo, seguramente único, y ella lo sabía.
Sus apetencias eran de lo más simples para una araña, siendo la predilecta, sin dudar un segundo, la de comer un suculento insecto, aunque también había otra actividad con la que disfrutaba y la hacía sentirse mucho más grande de lo que en realidad era. Ésta consistía en trepar por la abertura del techo y pararse a contemplar el paisaje, posando su mirada multifacética en cada dirección para no perderse un detalle. Adoraba observar los cambios de estación, no sólo cuando arribaba el otoño que pintaba los árboles de ocre, sino también la primavera que derretía el hielo y calentaba el corazón.
Por las noches solía asomarse a ver reverberar las estrellas y se quedaba extasiada admirando la luna picuda y creciente durante horas. En esos instantes de intimidad absoluta, su oscura cabecita de flequillo dorado, revivía imágenes del pasado y analizaba sus recuerdos concienzudamente. Y ahí estaba admirando el éter, recostada en una teja, cuando sus ojos avistaron un sutil cambio en el cielo nocturno, un punto rutilante, dorado y flameante se destacaba entre el brillo de los demás astros, moviéndose a velocidad pasmosa dirigiéndose directamente al cobertizo, o eso le pareció a Araña. Según su experiencia de observadora, calculó que la estrella llegaría en apenas unas semanas. Este hecho, añadido al insólito brillo que presentaba el establo en el crepúsculo, la llevó a la conclusión de que un suceso sin parangón acontecería en los próximos días.
Se consideraba a sí misma un ser solitario dado que no tenía otras congéneres con las que disputar o charlar. Este hecho sí que se juzgaba inaudito en un cobertizo: Cada primavera se convertía en madre, portando los huevos sobre su abdomen durante meses, fertilizados por algún macho pasajero que se quedaba lo justo para cumplir su trabajo. Unas semanas después, los huevos eclosionaban y salían un montón de arañitas minúsculas que se dispersaban en todas direcciones, pero ninguna permanecía en el cobertizo, como si supieran que el sitio ya tenía dueña.
Araña recordaba que también estuvo a punto de irse con sus hermanas cuando era del tamaño de una cabeza de alfiler. Ellas la animaron a partir, a salir al exterior y dejar su lugar de nacimiento, a viajar encaramándose sobre alguna hoja que planeara en el viento o suspendiéndose de las crines de los caballos o de las vacas, para dirigirse a tierras desconocidas. Recordó el momento justo cuando unas semillas con alas pasaron por su lado. Pero no fue capaz de dar el salto que la hubiera permitido abandonar el tendajo. Presintió que su sitio estaba allí, y ahí seguía, esperando no sabía el qué ni a quién.
Tantos años de hilar y experimentar haciendo hebras de todos los grosores y de diferentes calidades, la habían convertido en la tejedora más hábil de varios kilómetros a la redonda. Sabía cómo sacar de su abdomen los hilos más finos y suaves o por el contrario, bastos y resistentes. También era muy ducha en la técnica de crear hebras pegajosas que se volvían invisibles, formando una red en la que quedaban atrapados montones de insectos. Cuando los encontraba pegados en su trampa de seda, primero los paralizaba con veneno, después los iba envolviendo con filamentos como a las momias, y así se quedaban bien atados entre sus hebras engomadas, simulando pequeños paquetes de comida del supermercado. Para finalizar su tarea de trampera, se los llevaba a la despensa, situada en su viga favorita, de donde los iba consumiendo según sus apetencias. Como cazadora no tenía parangón y esa actividad la fascinaba.
Durante el tiempo que había permanecido habitando el tendejón, fue testigo de multitud de hechos e historias que tuvieron lugar unos metros más abajo y que Araña visualizó con todo lujo de detalles desde su palco particular, donde dormía, comía y, a veces, sonreía con una mueca traviesa de tejedora pizpireta. Tuvo que reconocer que en sus primeros años se limitó a ser una mera espectadora, y aunque contempló situaciones que la hicieron pensar, no despertaron la sensibilidad de su interior. No como ahora, que sentía los latidos de un corazón que nunca creyó poseer.
II
Perdida en multitud de reflexiones, mientras observaba una puesta de sol desde la techumbre del cobertizo, rememoró la primera fiesta de la que fue espectadora. Ocurrió durante su primer invierno. Soplaba un viento cortante que se colaba por cada hueco del cobertizo, convirtiéndolo en una especie de frigorífico natural. Ella se resguardaba en el agujero de una de las vigas donde la corriente de aire no se hacía notar. Un jaleo atronador la despertó de su letargo cuando las puertas del edificio se abrieron dejando entrever una tromba humana de risas y hachones encendidos. El cobertizo se iluminó como por arte de magia y un hombre extraordinariamente fuerte sacó un gran cuchillo de un envoltorio de trapos: era el matarife, como supe poco después.
En la parte de afuera, donde se situaba el antiguo hogar, surgió una fogata que crepitaba alegremente, consumiendo troncos y ramas de madera a una velocidad pasmosa, mientras los hombres se apiñaban a su alrededor. Y allí apareció el protagonista de la fiesta, el cerdo, enorme, sonrosado y totalmente aterrorizado. Sus gritos de fiera acosada se perdían en la lejanía. Entre un grupo de gañanes sujetaron al gigantesco animal, recostándolo sobre la tierra. El matachín se acercó blandiendo el afilado machete que hundió en el cuello del verraco. Este aulló de espanto mientras por su garganta se le escapaba la vida a chorros, llenando la tina de líquido escarlata. Con su último estertor terminaron de llenar el cubo de sangre y se dispusieron a dejar que el precioso manjar cuajara antes de cocinarlo. Se abrió el cerdo en canal, se sacaron las tripas y se vació completamente de vísceras. El bofe y el hígado se trocearon y con gruesos trozos de manteca y cebolla se condimentaron en una sartén. El bicho fue dividido en trozos que se llevaron a la hoguera donde los más avezados requemaron las duras cerdas de la piel.
Las mujeres con las manos rojas de sangre lavaron las tripas en el río de escarcha, y se rieron diciendo chascarrillos mientras sus ateridas extremidades se congelaban junto con el agua que tocaban. Deshuesaron cada trozo del cerdo, menos patas y paletillas que curaron con salmuera y que, poco después, colgaron de una viga.
Araña se acercó a inspeccionar ese alimento desconocido que las gentes habían dejado tan a su alcance. Se paseó por cada trozo, impregnándose las patitas de restos de sal. Aquello olía raro y nada apetitoso, no gustándole en absoluto. Y sacudiéndose de arriba abajo llenó todo de hilos de seda como si a los jamones les hubieran puesto fundas de lujo. Volvió a su rincón desde el que continuó observando la celebración que tenía lugar a sus pies.
Mientras las mujeres picaban y guisaban la carne para, más tarde, embutirla en las tripas del animal, los hombres comían las asaduras y bebían vino para librarse del intenso frío que amenazaba con congelarlos a todos, mientras cantaban tonadas populares que acompañaban golpeando los panderos de piel de oveja y las sartenes ya vacías. El viento también se sumó al jolgorio soplando fuerte por la chimenea produciendo espantosos rugidos de fieras salvajes que aterrorizaban a la chiquillería.
A la caída de la tarde, cuando el sol comenzó a ocultarse y el último chorizo fue embutido, se dio por terminada la matanza de aquel año. Todos aquellos personajes, igual que vinieron, similares a un huracán de ruido y fuego, así se alejaron llevándose con ellos los chorizos, los cantos y los jamones. Se negaron a dejarlos en el cobertizo, lugar ideal para su curación, por temor a los ladrones, tan numerosos en aquellas tierras como variopintos, existiendo los de dos piernas o de cuatro patas, igualados en astucia y picardía. No todos los chorizos volvieron a la villa, los ratones habían observado a la tejedora realizando su inspección de los novedosos manjares, y aprovecharon la oportunidad de llegar a la comida cuando unas cuantas hebras semitransparentes, fuertes como el acero, se descolgaron hasta ellos. Treparon por las mismas en un santiamén, haciéndose con un sustancioso botín. Desde ese momento admiraron a la habitante de la viga central nombrándola “ama del establo”, un título muy celebrado entre aquellos animales. Todo un honor para Araña si hubiera entendido el lenguaje de los roedores.
El solitario testimonio que quedó de la fiesta del cerdo fue la fogata que, igual que un mudo espectador, se fue apagando poco a poco y murió durante la noche entre extraños pitidos de la chimenea. Y así Araña aprendió su primera lección: No había nada que uniera más a los hombres que una gran celebración con música, canciones, y, sobre todo, gran cantidad de comida y bebida para compartir.
III
Unas jornadas después recordó otra vigilia memorable de su juventud acaecida hacía muchas primaveras: En plena noche cuando la escarcha embarraba los caminos, aparecieron dos individuos portando un farol y hablando quedamente entre ellos como si se contasen secretos:
─¿Estás seguro de que vendrá? ─Preguntó el más alto.
─Sí, lo hará. Estate preparado ─Contestó el más gordo.
─¿Y dónde me escondo para que no me vea?
El hombre gordo se puso a dar vueltas por el cobertizo en busca de un sitio en el que su amigo pasase desapercibido.
─Mira, ese rincón, detrás de esos sacos, ahí no podrá verte.
El más alto se hizo un muro de sacos y probó a esconderse. Satisfecho con el resultado, se dirigió al tipo gordo:
─¿Y por qué tenemos que matarle? ¿Y si acudimos al alguacil y se lo contamos?
Contestó el compañero en tono fastidioso:
─Porque si no lo hacemos él acabará con nosotros. Es un mal tipo, ya lo conoces, y muy vengativo. No podemos decir nada a nadie, tiene parte del pueblo comprado, no nos harían caso.
Pasaron lentamente los minutos mientras el más alto de los dos, paseaba de un lado al otro del zaguán muy intranquilo:
─No sé si seré capaz de hacerlo
El gordo le miró irritado:
─¡Lo harás! Piensa en tu hija, en mis pequeños, en el daño que nos causará si no terminamos con él de una vez.
Ya no hubo más diálogo entre los hombre porque en la lejanía se escucharon los cascos de un caballo cruzando el puente de madera. Inmediatamente el hombre alto se escondió detrás de los sacos de trigo y el gordo se sentó en un fardo de paja simulando una tranquilidad que no sentía. La puerta del cobertizo se abrió estrepitosamente dejando entrever la silueta de un hombre enorme, a la par que una descomunal tormenta dibujaba en el cielo culebrillas de fuego.
─Vaya sitio que has elegido para la cita. El lugar ideal para hacer desaparecer a alguien sin dejar rastro ─El gigante sonrió enseñando unos dientes amarillentos entre los cuales brilló uno de oro.
─Espero que hayas traído todo el oro que os pedí a tu socio y a ti, porque si no es así, habrá graves consecuencias, horribles diría yo. Vuestras familias sufrirían los resultados de tan descomunal tacañería ─Y prorrumpiendo en estruendosas carcajadas ahogó el estampido de un trueno.
─Sí, lo he traído pero tenemos que hablar. Este es el último pago que podemos hacerte sin arruinarnos. Te has quedado con las ganancias ahorradas de todos estos años. No tenemos más. Hemos vendido hasta el último cordero para pagarte. ¡Déjanos tranquilos!
El gigante sacó un puñal de su faja y antes de que el gordo reaccionara, le asestó un pinchazo, no muy profundo, en uno de los costados y, hubiera seguido con el martirio de los aguijonazos si sus ojos, totalmente cegados por un repentino torrente de sangre, chorro que debería haber caído en la paja, y que, sin embargo, brotó de la herida del hombre gordo lo mismo que un pequeño surtidor encaminado directamente a su cara. El agresor se mostró bastante sorprendido por el resultado de su tormento y, mientras se limpiaba la sangre con un pañuelo, siguió amenazando a su víctima.
─Yo decidiré cuando os dejo tranquilos, si alguna vez os… dejo, ja, ja…-Prorrumpió en estentóreas carcajadas agarrándose la barriga y limpiándose la sangre del rostro. Justo detrás de él surgió el hombre alto portando un gran cuchillo. El momento ideal para hundirlo en la espalda del gigante era ése, pero el atacante se quedó petrificado, no siendo capaz de asestar el golpe mortal. El truhán, que parecía tener ojos en el cogote, se dio la vuelta para atrapar al individuo que temblaba totalmente paralizado con el arma en la mano. La paliza que tuvo lugar a continuación fue terrible aunque no llegó a ser mortal porque las balas de heno del cobertizo parecían haber cobrado vida propia y amortiguaban las caídas de los dos desgraciados moviéndose incesantemente. El bandido después de golpear a los chantajeados durante un buen rato hasta que quedó extenuado, y bastante extrañado por no haber podido acabar con las vidas de aquellos mequetrefes, le arrebató la talega de oro al más grueso y se dirigió hacia la puerta. Maltrechos, con los ojos hinchados por los golpes y goteando sangre, el hombre gordo y el alto vieron al gigante abrir el portón. Ya en la salida se volvió y les gritó lleno de rabia:
─¡Vuestros hijos me conocerán en fechas muy cercanas! ¡Y no me olvidarán jamás os lo garantizo! ¡Ya me ocuparé de ello!
Era tal la injusticia que se llevaba a cabo con esos dos hombres que, en ese momento, Araña deseó con toda su ansia que el bribón obtuviera su merecido.
Una gran risotada detuvo al maleante en medio de la lluvia, o quizá fuera el viento gritando su nombre, nunca lo supo, pues en el instante en el que se volvió a observar las maniobras de los heridos intentando ponerse en pie, un rayo le alcanzó de lleno. Su cuerpo carbonizado se convirtió en una pavesa andante y rugiente. En pocos segundos no quedó nada de él. Las cenizas se las llevó el viento como si nunca hubieran existido.
Araña decidió no asomarse a ver la tormenta pues había aprendido dos estupendas lecciones ese día: La primera, que los rayos eran más peligrosos que los hombres, lo acababa de ver. Desintegraban a cualquiera por muy grande, temible y fuerte que pareciera. Y la segunda, era referente a sus anhelos; últimamente sus deseos se hacían realidad y esto la sorprendió gratamente.
IV
En otra velada, hallándose tendida sobre la techumbre del tendajo, observaba a esa insólita estrella de cola plateada, aumentando de tamaño en el cielo de otoño, Araña rememoró, así mismo, el día en que una loba con su camada se instaló en el establo buscando cobijo.
A lo lejos se perdieron los ladridos de unos perros de caza que perseguían a la bestia. El río, no muy crecido en esa época del año, había permitido cruzar al animal y a los cachorros por un vado, haciendo que el agua hiciera de pantalla para enmascarar su olor y volviendo locos a los perros que corrían en todas direcciones intentando encontrar el rastro.
La loba, grande y de pelaje oscuro, husmeó el ambiente del cobertizo, encontrándolo totalmente aceptable. Dirigió a su prole hacia lo más profundo del zaguán y espero pacientemente a que los cazadores y sus perros se cansaran de perseguirlos. Y así ocurrió. Al día siguiente salió la loba a cazar, tenía que traer comida para la camada, si no morirían. No lejos de allí halló un conejo del que dieron buena cuenta sus tres retoños. Por la noche volvió a salir para alimentarse ella misma. No fue muy lejos, los pastores tenían los rebaños en los rediles y allí dirigió sus pasos. Un cordero le sirvió de cena, pero también suministró detalles a los cazadores de que su presa estaba cerca. Pasaron unos días y la loba decidió arriesgarse a salir para traer más carne a los pequeños lobitos. Un poco más abajo, en la falda de la colina, los cazadores la estaban esperando. Los perros acorralaron y atacaron sin piedad a la bestia que se revolvió contra los canes, dos de ellos quedaron fuera de combate al recibir multitud de dentelladas. Al final la loba cayó entre la jauría. Entre tanto, las horas pasaron y Araña observaba a los pequeños que deambulaban por el cobertizo, hambrientos e inquietos por la tardanza de su madre. Aunque la tejedora dejaba caer al suelo pequeños paquetitos de insectos, los cachorros no comieron nada en todo el día.
Atardecía cuando los dos machos encontraron una tabla suelta de la puerta por la que se colaron al exterior en busca de algo comestible. Poco a poco se alejaron del lugar perdiéndose en el monte. La hembra, pequeña y débil, se quedó en la puerta sin atreverse a seguir a sus hermanos. Sus aullidos lastimeros se escuchaban por todo el valle. Este sonido atrajo a dos individuos que participaban en la batida de la loba. Abrieron las puertas del cobertizo y se encontraron con una cría blanca como la nieve que gimió con terror.
─¡Qué extraño que solo haya un cachorro! ¡Las lobas suelen tener cuatro o cinco cachorros! ¡Busquemos por los rincones y acabemos con ellos de una vez!-
Y se pusieron a revolver el cobertizo de arriba abajo sin ningún resultado. La cría se había refugiado en un esquinazo y observaba sus andanzas con espanto.
─¡Habrá que matar a ésta! ─Dijo uno de los individuos señalando a la lobita con la mano.
Araña deseó con todas sus ganas que aquellos hombres no atraparan a los cachorros huidos y que no hicieran daño a la cría que se escondía detrás del pesebre.
─¡Voy fuera a rastrear a los otros, encárgate de ésta! ─Uno de los hombres salió mientras el otro se acercó poco a poco al cachorro que gimió aterrorizado aplastándose contra las tablas de la pared. Agarrándolo por el pellejo de la nuca lo alzó hasta la altura de los ojos. El cazador observó unos hermosos ojos azules llenos de pánico. El bicho gemía de miedo sin parar. El individuo sacó su cuchillo y se dispuso a acabar con la vida del animal. En ese instante la luz del atardecer, roja y plateada, iluminó el pelaje albo de la lobita. Ante tan increíble espectáculo el cazador fue incapaz de acabar con un animal tan hermoso. Acurrucó al cachorro en sus brazos mientras rebuscaba unos mendrugos de pan y carne seca que llevaba en el morral. La lobita husmeó la comida intranquila, la probó y el hambre se impuso con toda su pujanza. Cuando el compañero asomó la cabeza por el portalón, el cachorro lamía las últimas migas de la mano del individuo.
─¡Ni rastro de los cachorros! Pero bueno, ¡Tenías que matar a la cría, no darle de comer! ─Exclamó contrariado.
─Y ahora ¿Qué vas a hacer con ella?
─La llevaré al monte, con las ovejas ─Exclamó el hombre.
─Pero se las comerá cuando crezca, es su naturaleza.
─La enseñaré a respetarlas ¡Ya verás cómo se convierte en una excelente guardiana del rebaño!
Allá se fueron los hombres cargando al cachorro que, sintiéndose seguro, se quedó dormido entre los brazos de su salvador.
Araña meditó sobre lo que había observado desde su atalaya. Qué extraños eran los hombres, unas veces capaces de matar salvajemente sin escrúpulos y otras, en cambio, sentían piedad por sus víctimas. No lo entendió, ella todavía no sabía de sentimientos, solo de comer, mirar las estrellas y de no desear matanzas innecesarias en su cobertizo.
V
Otra de sus muchas noches en vela, posada en la techumbre de la construcción, un lugar ideal para cavilar sobre sus experiencias aprendidas a lo largo de la vida, teniendo el marco incomparable del firmamento titilando por los brillos de los astros, evocó un nuevo episodio que tuvo lugar en una madrugada parecida a aquella, que olía a invierno y a nieve.
Tres soldados se colaron en el cobertizo huyendo de la escarcha que caía suavemente en el campo. Iban vestidos con brillantes corazas y unas capas de piel. Sus cascos reverberaban en la oscuridad del zaguán. El soldado de más rango, el que lucía un hermoso penacho rojo y una capa de lana púrpura comentó:
─Deberíamos encender un fuego o moriremos congelados. Aquí hace tanto frío como ahí fuera.
─Comandante, creo que hay unas cuantas linternas con sebo suficiente para que duren toda la noche. Si encendemos todas a la vez y nos ponemos alrededor de ellas, entraremos en calor. No podemos encender fuego aquí dentro, ardería toda la paja y el cobertizo entero en un segundo.
Y así lo hicieron, juntaron los cinco faroles, los encendieron y se sentaron lo más cerca de ellos que pudieron. Al rato notaron un calorcillo agradable y se permitieron unos momentos de risas y confidencias.
─¡Menos mal que no tenemos que luchar esta noche! ¡Seguro que esta madrugada nos quedamos sin enemigos, porque por la mañana ya estarán todos congelados! ─Y prorrumpieron en atronadoras carcajadas. Mientras se enjuagaban las lágrimas entre hipidos, el portón se abrió de golpe dando paso a tres guerreros enemigos ataviados con grasientas corazas de cuero y metal. En un segundo la lucha se volvió encarnizada, pero no lo suficiente como para acabar los unos con los otros. Durante la finta se hicieron cortes diminutos respectivamente, dando la impresión de no querer matarse. Al fin, agotados los seis contendientes quedaron tendidos en el suelo respirando entrecortadamente. Cuando recuperaron el resuello, el comandante del gran plumero rojo dijo:
─Creo que todos estamos agotados de luchar durante tantos días. ¿Qué os parece si nos lo jugamos a las tabas? Los que pierdan se convertirán en prisioneros de los ganadores automáticamente.
La idea fue aceptada de inmediato. ¿Quién no hubiera deseado un rato de juego y charla al amor de un foco de calor en una noche como aquella? Uno de los bárbaros sacó una botella de licor de lagartija que todos bebieron encantados. Hablaron de los compañeros perdidos en las batallas, de las tierras en las que nacieron, lejanas e inalcanzables, y de sus sueños. Los bárbaros perdieron la partida y se rindieron considerándose prisioneros del ejército invasor. Echaron un sueñecito por turnos, y ya llegada la mañana el jefe del plumero encarnado comentó:
─Si quisierais escapar, seguramente no lo advertiríamos hasta pasadas unas horas, estamos tan cansados que tenemos el sueño muy profundo ─Dijo el oficial de más rango, poniéndose a roncar teatralmente. Los bárbaros entendiendo el mensaje que les enviaban los durmientes soldados, salieron velozmente del cobertizo y cruzando el puente se dirigieron en busca de su ejército. Los otros tres soldados, momentos después, abandonaron el tendajo y tomaron la dirección contraria a los fugitivos, encaminándose hacia el territorio ocupado por su ejército.
Araña apenas pegó ojo en toda la noche observando a unos y a otros, anhelando con todas sus fuerzas que no hubiera derramamiento de sangre entre aquellos militares. Cuando todos desaparecieron por el gran portón, pensó que los soldados pese a ser fieros asesinos, ávidos de sangre, riqueza y gloria, también se cansaban de la guerra y de su olor a muerte.
VI
En días sucesivos antes de caer en el letargo nocturno y de vigilar a la estrella errante que ya presentaba en la distancia una hermosa cola de polvo de oro, solía revisar en su cabeza los retratos de aquellos que, a través de los años, habían pasado por su hogar. Esa madrugada una imagen quedó congelada en su pensamiento, la de aquella golondrina que la amó igual que a una madre.
En los primeros años que habitó en el tendajo, un nido de golondrinas se sumaba a los vecinos existentes en el recinto. Se hallaba ubicado en la esquina de la primera viga con la pared. Estaba construido de saliva y barro y habitado por una pareja de pájaros que atendían cada primavera a su nidada. En aquellos días los pollos aún no habían nacido y la pareja se turnaba en mantener calientes los huevos. Una mañana el macho no regresó. La hembra quedó sola al cuidado de los futuros pájaros y no se alejaba mucho de los huevos por temor a que se enfriaran, comiendo lo que encontraba a pocos metros, gusanos y algún que otro insecto.
Una tarde, después de una gran tormenta, una culebra de gran tamaño se coló en el recinto, detectando inmediatamente su comida favorita: huevos de pájaro. La ladrona se puso en marcha trepando por la viga hasta llegar al nido. La golondrina defendió valerosamente su posición privilegiada, pero según pasaba el tiempo sus fuerzas se iban agotando. Extenuada, cayó en las fauces del ofidio que la tragó en un segundo, y lo mismo hubiera hecho con los huevos si la lechuza que habitaba en la esquina contraria, no hubiera decidido servir culebra de cena a sus crías. Allá quedaron los huevos solos y perdiendo calor por momentos.
Los ratones que eran bastante espabilados para los asuntos de encontrar comida, fueron los primeros en aparecer y llevarse el primer huevo. Y como no fue suficiente para tan extensa familia, poco después, regresaron a por el segundo. Araña que observó a los ladrones trajinando con los huevos, movida por un ataque de curiosidad, se acercó al nido. Arrinconado en su lecho de hojas, encontró el último huevo, más pequeño que los demás. Con sumo cuidado lo envolvió en varias capas de seda y suspendiéndolo de un grueso hilo se lo llevó a su almacén. Ya decidiría qué hacer con él más adelante. Nunca había poseído nada tan esférico y suave al tacto. Estaba tan admirada con su nueva adquisición que se quedó dormida pegada a él.
Unos curiosos ruidillos la despertaron horas después, para entrever un agujero en el huevo por donde salía un pico. Araña se alejó alarmada encaramándose a una madera hasta que el pollo logró salir del cascarón. La primera imagen que se grabó en la retina del polluelo de golondrina fue la de Araña y sus ocho ojos observándole intensamente. La cría abrió el pico amarillo como un embudo y comenzó a emitir un ruidillo chillón. Tenía mucha hambre. Araña analizó la situación fríamente. Tenía dos opciones: La primera, dejar morir al pollo de inanición entre gritos y chillidos espeluznantes. La segunda, dar de comer al pájaro hasta que creciera y se alejara de allí. Descartó la primera porque no quería muertes innecesarias en su hogar y solo le quedó un camino a seguir, el de la crianza del pequeño. Quizá en esos instantes le apetecía hacer algo distinto para variar y la tarea de educadora prometía ser entretenida. Comenzó a traer los insectos que tenía en la despensa y que pasaron a formar parte del menú del pollo, acabando con todas sus reservas. Araña cazaba sin descanso. Recorrió todo el cobertizo sembrándolo de trampas invisibles y pegajosas. Cuando terminó de instalar la última, comenzó a recolectar los insectos atrapados.
El pichón engullía con fruición todo aquello que Araña le llevaba. Con tan buena alimentación, el pollo creció en pocos días e hizo sus primeros intentos de volar, cayéndose repetidamente de la viga. Araña con una paciencia infinita, rescataba al pollo y lo remolcaba nuevamente hasta la traviesa que le servía de guarida. Fueron días duros para ella, con tanto trajín su cuerpo adelgazó considerablemente. Llegó un momento en el que el pájaro fue capaz de comer por sí mismo y revolotear por el alero del cobertizo. Pasaron algunas semanas y Araña instó al pájaro a marcharse con sus congéneres. El pollo no quería abandonar a su madre adoptiva y se resistía a unirse a los suyos. Una mañana, al fin, el ave no pudo resistir la llamada de las bandadas de pájaros que sobrevolaban la colina. Después de lanzar una última mirada de despedida en dirección a Araña, se elevó en el cielo, perdiéndose entre las nubes de golondrinas que trinaban felices de ser libres.
Araña respiró aliviada. ¡Qué duro era ser una madre pájaro! Cuando sus hijas nacían no necesitaban que ella las alimentase, enseguida eran capaces de apañárselas solas. A partir de ese momento, cada primavera que oía a las golondrinas regresar, no podía evitar dirigir su mirada al cielo, quizá en busca de aquella que se fue.
VII
Después de evocar, recapitular y revivir múltiples escenas de su extensa existencia, se encontró una noche de diciembre, de nuevo, vigilando el astro gigantesco que prometía una llegada inminente.
A la zaga quedó el letargo del verano en el que Araña se halló sumida por el tórrido calor y los lanudos huéspedes que tuvo que soportar en las templadas noches de estío. Las ovejas hablaban y balaban sin parar, con un diálogo tonto y caprichoso, mostrándose tal y como eran, bobas. Después de que ellas se fueran, dejando un rastro de lana y bolas de excremento, para regocijo de los escarabajos peloteros, trajeron a una yegua preñada.
La nueva visitante, negra cual una noche sin luna, de mirada triste y lastimera, emitía de vez en cuando algún quejido de que algo no iba bien en su embarazo. Fue en ese momento de finales de verano, de ver penando a la yegua día tras día, cuando un leve tic se despertó dentro de ella, una inquietud que no conocía y que la arrastraba de una viga a otra vigilando intensamente el momento del alumbramiento.
En plena noche nació el potrillo entre nubes de agua y relinchos de agotamiento de la madre. La yegua debilitada por las largas horas del parto no podía mover ni un músculo de su cuerpo, ocupada como estaba en hacer acopio de fuerzas para levantarse. Araña observó que el potrillo apenas respiraba. Una alarma se encendió en su oscura cabecita, haciéndola abandonar su viga a toda velocidad y aterrizar sobre el cuerpo caliente y húmedo del recién nacido. Sin entretenerse ni un instante se dirigió hacia la nariz de la cría, introduciéndose por uno de los oscuros agujeros que la condujeron directamente hasta la tráquea ¿Qué podía impedir que el potrillo respirase? Se preguntó mientras corría rápida lo mismo que un rayo por la laringe de la cría, hasta que se dio de bruces con una pared delante de ella: un enorme muro de mucosidad taponaba la garganta del pequeño. Decidida a horadar la masa gelatinosa se lanzó contra ella con todas sus fuerzas. Una tenue brecha se abrió permitiendo que el oxígeno llegase a los pulmones del pequeño, pero no era suficiente para que sobreviviera, el potrillo necesitaba que la lengua de su madre le limpiara todas las secreciones que se agolpaban en la garganta y la nariz.
La yegua seguía echada sin mostrar el menor interés por el recién nacido. Araña se acercó enfadada y encaramándose al hocico del animal le aguijoneó con los quelíceros en la nariz haciendo que volviera a la realidad con un relincho de dolor. La yegua se levantó y fue a atender a su potrillo. En poco tiempo y bajo los atentos cuidados de Araña, todo volvió a la normalidad y los dos inquilinos durmieron tranquilos y sin contratiempos. Un buen día un hombre se los llevó y nunca más volvió a verlos. Esa fue la primera vez que sintió la tristeza y la nostalgia de la ausencia y anheló no estar tan sola.
Cubiertas 1

VIII
Las tormentas de principios de otoño trajeron al cobertizo a un grupo de ladrones. Venían contentos porque en la feria del pueblo, habían desplumado a unos cuantos incautos, atraídos, sin duda, por observar sus habilidades escondiendo una rana en uno de los tres vasos que movían a la velocidad del rayo. Mientras que varios hombres se distraían mirando en qué dirección iba cada recipiente, e intentando averiguar el vaso que contenía al batracio, el resto de los rufianes aligeraban los bolsillos de los allí presentes. Araña, desde su puesto de vigía encaramada a una de las vigas, fue testigo del reparto del botín. Un gran montón de monedas de oro creció en el centro del tendejón después de volcar un cúmulo de carteras y sacos. Se hicieron cuatro partes para cada uno de los canallas, mientras Araña se descolgaba muy despacio e iba robando pequeñas cantidades de monedas que, envueltas cuidadosamente en tela pegajosa, fijaba al hueco de una de las vigas.
Los ladrones se pasaron los días contando los montones de monedas una y otra vez, pues las cuentas no terminaban de cuadrar. Al final, como eran truhanes y pendencieros, pensaron que todos se robaban entre sí. Tuvo lugar una feroz pelea en la que se dieron de mamporros hasta caer rendidos. Cuando se recuperaron, sin mediar palabra entre ellos, abandonaron el lugar, cada uno por un sitio, arrastrando sus sacos de ganancias bastante aligerados por la tejedora. Araña disfrutó enormemente esos días, riéndose de los ladrones, no soportaba la estupidez fuera humana o animal y estos ladrones colmaban el grado de extrema imbecilidad. Quedó convertida en la tejedora más rica del mundo, pero este hecho a ella no la importaba, disfrutaba observando el brillo del sol reflejándose en aquellos círculos metálicos, tiñendo el cobertizo de luz y oro y, de este modo, continuó esperando y trabajando, igual que hacía siempre.
IX
Tres días más tarde, llegaron unos ancianos, un hombre y una mujer, los dos muy viejos y encorvados. A duras penas pudieron sentarse en los montones de heno y cuando lo hicieron, se dieron cuenta de que sin ayuda, quizá nunca lograrían ponerse en pie. No dijeron ni una palabra, tal era el grado de fatiga en el que se encontraban. Cuando las sombras se disiparon, con la luz de la luna colándose por las rendijas de la techumbre, sacaron de su bolsa unos mendrugos de pan que mojaron en un recipiente con agua para poder comerlos. Era tan triste verlos así, vencidos, que Araña no tuvo corazón para seguir observándolos. Se acurrucó en su hueco favorito y se durmió.
De madrugada los viejecitos comenzaron a hablar en voz baja y Araña escuchó su triste historia: Tras contraer matrimonio, la pareja había arrendado unas tierras en las que, con ahínco, trabajaban noche y día para conseguir que las cosechas salieran adelante. Durante años lucharon contra las plagas, la sequía, las inundaciones y el desánimo. En esos intervalos nacieron sus tres hijos, fuertes y hermosos llenando su hogar de alegría y esperanza hasta que una guerra les arrebató todo lo que poseían, incluso a uno de sus retoños. Con los años recuperaron la alegría y los ahorros. Los hijos conocieron a dos lindas campesinas y se casaron con ellas. Las muchachas resultaron retorcidas y egoístas y poco a poco volvieron a los hijos en contra de los padres. Ya viejos y enfermos. un buen día los hijos, con el corazón endurecido por las palabras de sus esposas, les echaron al camino sin ningún remordimiento. Los ancianos desfallecidos por la caminata, llegaron hasta el hospitalario cobertizo, que vistió sus mejores galas de plata refulgente en su honor.
Araña sintió algo parecido a la piedad en su pequeño corazón y comenzó a pensar en cómo podría ayudar a la patética pareja. La luz del amanecer se reflejó en el oro tiñendo el tendejón de un resplandor maravilloso. Araña cogió unas cuantas monedas e hizo un atadillo con ellas y rápidamente las deslizó hasta ponerlas en sus manos.
Los ancianos al despertar, se percataron del inmenso tesoro que habían encontrado y se sintieron muy felices, pero la alegría duró poco; agotados y desfallecidos, no fueron capaces de moverse. Durante la siguiente noche la pareja murió, uno en brazos del otro. Araña lloró, por primera vez, lágrimas de seda y se dispuso a amortajarlos como mejor sabía. Tejió, con su hilo más duro e irisado, un resistente sudario que recubrió los cuerpos de los viejecitos. Cuando hubo terminado los veló durante horas y abriendo una pequeña grieta en la pared, permitió que la luz del atardecer templara sus cuerpos yertos. La tela de los envoltorios reverberó de la misma forma que si estuviera tejida de pequeños diamantes y, poco a poco, sus siluetas se fueron diluyendo en los rayos luminosos del atardecer. Con las últimas luces del día se volatilizaron los restos de los dos viejecitos en una nube que escapó por el agujero del techo rumbo a las estrellas. La huella de sus cuerpos quedó impresa en el heno, perfilada de hilos de seda. Araña estuvo unos días pensativa y triste porque jamás le había afectado tanto la muerte de un ser vivo.
Preparando el cobertizo

X
Esa noche subió al tejado y observó la gigantesca estrella de cola de oro a poca distancia del tendajo. La prisa encendió su cuerpo y se puso a trabajar a toda velocidad. Rellenaba las últimas grietas y oquedades del cobertizo de finísima y brillante seda. Subía, bajaba lanzándose como una acróbata de una pared a otra, rebotando en una viga, o en el techo, perdiéndose en mil cabriolas y piruetas para alcanzar el punto o la esquina que requería de su atención. Y así siguió hora tras hora, afanándose sin descanso, minuciosamente con sus patitas de vieja artesana y sin agotarse. Intuía que su pequeño y viejo hogar iba a ser escenario de algo maravilloso y mágico. Presentía que tenía poco tiempo para convertir su ajada y fría casa, lugar de encuentro de humedades, ventiscas y tormentas, en el hueco más acogedor y caliente de los alrededores.
Unos hombres trajeron nuevos inquilinos al tendejón, se trataba de una mula y un buey que tomaron posesión del rincón donde el heno se hallaba más espeso. Su calor animal se hizo notar en el entorno, templando en poco tiempo el ambiente. Araña los saludó en su lenguaje de suave siseo y para su sorpresa las bestias contestaron agradeciéndole su amabilidad. Y después hablaron los ratones, las lechuzas y los murciélagos. Parecía que todos habían encontrado un idioma común en el que se podían comunicar. La tejedora ya no se sintió sola, uno de sus anhelos más profundos se acababa de cumplir. Y como ama del cobertizo organizó a cada familia para que el hogar quedase lo más placentero posible.
Mientras Mula y Buey comían su heno, Araña comenzó a fabricar una pequeña manta. Utilizando su gran maestría puesta a prueba en años de experta cazadora, se la veía concentrada como jamás lo estuvo una araña. Hilos de oro y plata se entrelazaban formando grecas de una belleza incomparable. Primorosamente tejida y terminada, la prenda recubrió el pesebre. Ultimando los preparativos, envolvió varias luciérnagas a modo de linternas y las sujetó cuidadosamente entre las viejas vigas. Una tenue y cálida luz inundó el establo. Afuera sobre el tejado, la estrella de cola dorada se había quedado quieta, suspendida en aquel punto, agitando sus bordes a modo de cartel indicador de algún hecho maravilloso.
Al fin estaba todo el cobertizo preparado para recibir a los ilustres invitados que llegarían muy pronto. Araña se asomó por un resquicio de la puerta y su corazón dio un vuelco de emoción en su pecho quitinoso. A lo lejos, cruzando el puente, unas figuras se perfilaron en el ocaso con un halo de oro y escarcha. Un hombre tiraba de las riendas de un pequeño borriquillo en el que se encaramaba una mujer visiblemente embarazada. El silencioso grupo, con andar cansino de venir muy lejos, se encaminó directamente hacia el establo.
Araña supo el porqué de su destino, su espera había terminado y se sintió la más dichosa de las arañas. Comprendió que cada ser vivo tenía un gran trabajo que realizar en el mundo, que todos eran igual de importantes, incluso el papel que desempeñaba una pequeña araña de cobertizo. FIN
¡Feliz Navidad para todos vosotros! Que la Paz y el Amor estén siempre presentes en vuestras vidas.
Maria Teresa Echeverría Sánchez
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