NOCHEBUENA (cuento corto de Francisco García Oblanca)

Hoy quiero compartir con todos-as vososotras-os este cuento corto que ha escrito mi cuñado, algún día y espero que sea pronto publicara su recopilatorio de cuentos cortos y sus maravillosos escritos.

Con el os deseo a todos-as una maravillosa Nochebuena y Navidad que venga cargada de SALUD y ponto volvamos a abrazarnos

TODAS LAS NOCHEBUENAS

Era veinticuatro de diciembre y mientras en los hogares las familias se afanaban en preparar la cena para esta extraña Navidad, yo acurrucado en la cama en posición fetal, era incapaz de contener el llanto. Tras dormir, no sé cuánto tiempo, desperté abotargado y me dirigí a la cocina con la esperanza de encontrar a mi abuela enfrascada en la elaboración de la cena. Sólo hallé el vacío, el silencio y una sombría soledad que comenzó a corroer mis entrañas con una pena culpable. Yo los había matado. Mi inconsciencia me había arrebatado a los seres que más amaba: mis abuelos. Ellos me habían criado tras la muerte de mis padres en accidente, siendo niño. Los adoraba, eran mis grandes referentes. Me habían educado en la responsabilidad y en el trabajo. Todas sus enseñanzas las tiré por la borda aquella noche para no aparecer como un bicho raro entre mis compañeros.

Cuando lo hice me veía cargado de razones para asistir a aquella maldita fiesta. Al salir eché de menos la mascarilla, la había perdido en algún momento. Pasé la semana siguiente rezando para que mi estupidez no tuviera consecuencias, pero las tuvo. Diez días después ambos estaban ingresados. Al poco fallecieron. Mi vida se derrumbó; comencé a purgar en uno de aquellos infiernos de culpa que relataba Dostoievski en sus novelas. No era para menos, había matado a las dos personas que más adoraba. Seguro que era culpa mía, en mi casa apenas entraba nadie más. Los remordimientos me hicieron plantearme incluso el suicidio: no sonaba mal quitarme de en medio para dejar de arrastrar una vida y una culpa que pesaban demasiado. Pasados unos días, intentando agarrarme a un clavo ardiendo, se me ocurrió que tras la cuarentena nadie me había hecho una PCR de esas para ver si tenía anticuerpos, así que me la hice en un laboratorio privado y aún estaba a la espera de unos resultados que no acababan de llegar. Con esta segunda o tercera ola, todo funcionaba fatal. ¿Qué importaba ya? Para mi estaba claro: yo había llevado la muerte a mi casa.

Volví a la cama con la esperanza de que el mundo, conmigo dentro, desapareciera del mapa. La suave voz de mi abuela me despertó: “Anda Nin, ven conmigo” Nin era su apelativo cariñoso, abreviatura de Juanin. Al abrir los ojos allí estaban los dos, mi alegría se desbordó y me agarré con fuerza a la mano de aquellos adorables seres, que resplandecían como las vírgenes de los cuadros, y juntos nos elevamos. En pocos segundos estábamos en el salón de casa celebrando dichosos la Nochebuena de dos mil diecinueve. Disfrutamos de la escena durante unos minutos y luego, sin decir una palabra, volamos de nuevo para llegar al mismo lugar, sólo que en otro año distinto.

Esa Nochebuena estaban mis padres y yo era un niño que cantaba villancicos, acompañado de una pandereta, mientras cuatro maravillosos seres me hacían los coros. Luego, en apenas otro vuelo, todo se cubrió de tristeza: el salón ya no parecía el mismo. Ahora éramos dos adultos y un niño los que intentábamos celebrar una Nochebuena con la pena de la muerte de mis padres pegada a nuestras espaldas. Volamos de una celebración a otra y, mucho después, llegamos a mi habitación donde me arroparon como cuando era niño y sentados, cada uno a un lado de la cama, mi abuela comenzó a hablar:

Mi querido Nin, no nos gusta verte sufrir y a tus padres tampoco. Ellos hubieran querido venir a ayudarte, pero sólo a nosotros, que aún somos unos recién llegados al Más Allá, nos ha sido concedido poder acudir a consolarte en esta noche tan especial. Juntos hemos hecho un largo peregrinaje por las Nochebuenas de tu vida para que recuerdes que, aunque algunas sean tristes y otras alegres hay que celebrar cada una de ellas porque La Natividad se produce en todas y eso las hace igual de importantes. Eres un buen muchacho con un corazón bondadoso. Cometiste un error, es cierto, pero va en nuestra naturaleza humana que esas cosas puedan pasarnos, lo importante es reconocer nuestros fallos, afrontar las consecuencias, sean cuales sean, y seguir adelante aprendiendo de los errores cometidos. No tienes la culpa de lo que pasó, no te atormentes. Recuerda que tanto tus padres como nosotros estaremos en tu corazón y nunca te abandonaremos, nuestro amor te acompañará siempre allá donde vayas porque te queremos por encima de todo.

El persistente sonido del timbre me sobresaltó. Al abrir la puerta descubrí a una linda muchacha cuyos hermosos ojos bailaban alegres por encima de la mascarilla:

Hola, soy del laboratorio. No sé si te acuerdas. Tus pruebas se han retrasado un poco y por eso he decidido acercártelas, para que no tengas que seguir en la incertidumbre hasta el lunes.

Te lo agradezco mucho, sobre todo por tomarte la molestia en días tan especiales como estos.

¿Puedo pedirte un favor? ¿Te importaría compartir conmigo el resultado? No me gustaría quedarme con la intriga después de traértelas hasta aquí.

La miré un poco extrañado por la petición, pero procedí a abrir el sobre. Al ver aquel “negativo” mi corazón saltó de júbilo, y en ese momento de alborozo me abracé a ella como si fuera un condenado a muerte al que acaban de indultar. Al deshacer el abrazo me disculpé; ella dijo que no tenía importancia y, tras unos segundos de vacilación, se alejó escaleras abajo. En una pequeña fracción de tiempo reaccioné y salí corriendo hasta alcanzarla:

Perdona, ya que has sido tan amable creo que lo mínimo que puedo hacer es invitarte a un café o a una copa.

Vale. Ya sabes dónde trabajo. Normalmente salgo a las seis.

Nos despedimos con un “hasta pronto” y corrí hacía mi casa para volver a saltar de alegría nada más cerrar la puerta. El negativo de las pruebas era una noticia fabulosa, pero el sí de la mensajera tampoco estaba nada mal.

(Francisco García Oblanca)


Fuente: este post proviene de Cecilia de la Fuente, donde puedes consultar el contenido original.
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