Así que siempre he estado en guerra abierta contra él. Lo he maltratado con dietas espartanas, tortura en forma de ejercicio diario y todo el abuso verbal que os podáis imaginar, dentro de mi cabeza.
Me sé la teoría. Mi cuerpo es mi templo y hace cosas maravillosas por mí. Ha creado la vida de tres adolescentes huraños, pero cariñosos y me permite tejer, pasear y darlo todo en los conciertos. Pero saberse la teoría no es lo mismo que creérsela.
Siempre me lleno la boca con el feminismo, pero la realidad es que soy un producto del mundo en el que vivo. Y en ese mundo las mujeres valemos según nuestro atractivo. Atractivo que va muchas veces ligado a nuestro peso, el tamaño de nuestras caderas y cómo nos queda el bikini.
Así que pasé un montón de años obsesionada con eso. Mi vida sería mejor si adelgazaba o si subía escaleras hasta tener los glúteos como una piedra. Spoiler alert, nunca jamás ocurrió. Seguí en guerra, seguí frustrada, seguí teniendo vergüenza de que me vieran mis amigos en bañador.
Comprar ropa era una de las peores torturas. Por tener que escoger talla y querer ser, desesperadamente, una 38 en lugar de una 44. Por no poder ponerme lo que todo el mundo llevaba. Por tener que ver todas mis imperfecciones una y otra vez en el probador.
Sin embargo, empezar a tejer y a coser no tuvo nada que ver con eso. Fue más bien porque son tareas que cuadran perfectamente conmigo. Por su ritmo, por ser tareas domésticas (que defenderé a capa y espada hasta el día que me muera) y por esa parte friki de saber cómo se crean volúmenes o cuáles son las matemáticas detrás de esas actividades.
Empecé a tejer y a coser porque me relajaba y me desestresaba.
Pero luego llegaron los bonus. De repente podía alterar un patrón para que se ampliara un poco en la cadera. O en la parte de arriba de los brazos. Podía alargar una camiseta. Podía darle unos centímetros más al trasero de ese pantalón. Y me hacía lo que me daba la gana. A rayas o lunares. Del color que me apetecía.
Empecé a ver lo que cosían y tejían otras personas. Lo que les quedaba bien según su cuerpo, lo que modificaban para que la ropa se adaptase a ellas. Y hacerme la ropa empezó a parecerme una forma de resistencia, una manera de quejarme (porque soy una quejica).
Todos nos vestimos. Y es un acto aparentemente trivial que esconde un montón de cosas. Gestión de la tela y de los residuos, elección de materias primas, emplazamiento de las empresas, gestión del personal. Y también consumismo y necesidad de renovar el armario, cantidad de prendas. Me empecé a plantear cosas que no me había planteado nunca cuando hacía la ronda de tiendas habitual cruzando los dedos para que algo me entrara y me quedara bien.
Y tomé una decisión. Dejé de comprar ropa para torturarme y empecé a hacer ropa para mí. Para mi forma, mi peso y mis gustos. Teniendo en cuenta las cosas que son importantes para mí. Preocupándome de lo que uso y de cómo lo uso.
No te voy a engañar, en algunos sentidos, las prendas hechas a mano no son tan diferentes a las prendas compradas. Sigo teniendo que escoger una talla, a veces más grande de lo que me gustaría. Sigue habiendo patrones de prendas que no me quedan bien o que me quedan mucho peor de lo que le quedan a la estupenda modelo de la foto. Pero ahora entiendo por qué. Y puedo hacer algunas modificaciones y algunos cambios. O decidirme por una opción mejor.
Si hubo algo que me ayudó a dar ese paso, a entender que podía hacerme responsable de mi ropa, fue el Me Made May. Un mes en el que una se compromete a usar la ropa que se ha hecho, según sus posibilidades. Puedes comprometerte a usar una prenda a la semana o a usar todas las prendas todos los días. Lo importante es usar lo que te has hecho y pensar en lo que necesitarías hacerte.
Ponerte un reto e intentar cumplirlo va a hacer que disfrutes de tu ropa más que nunca. Te animo a hacerlo.