LOS SECRETOS DEL JARDÍN ESCONDIDO- (Un relato de hadas y seres mágicos)

Incluido en el libro “Relatos inquietantes de la nube II” (Para descargar en el kindle y también en formato libro de papel)

relatos inquietantes de la nube (II)


He reducido el mundo a mi jardín y ahora veo la intensidad de todo lo que existe. (José Ortega y Gasset)

LOS SECRETOS DEL JARDÍN ESCONDIDO

La herencia.-

Hacía unos cuantos años que mi madre, ya muy anciana, había muerto, dejándome huérfana y sin familia. Como fui hija única disfruté de muchos caprichos y del amor incondicional de mis padres a manos llenas, aunque a veces echaba de menos el compartir juegos, pensamientos y travesuras con otros niños. Los escasos primos que tuve murieron a edades muy tempranas. Por este motivo me extrañó encontrar una carta en mi buzón, por la que fui informada de la reciente muerte de mi tía abuela. En mi mente se encendió una pequeña luz.

Recuerdo que mi madre hablaba de su tía, aludiendo a una mujer bastante estrafalaria y consentida, lo cual influyó sobremanera en la educación erudita que recibió, a petición propia, y en su pertinaz soltería, hechos que se salían totalmente de los cánones de su época que condenaban a la mujer a ser esposa, madre y una pieza más de mobiliario en la casa de su futuro marido.

La tía Úrsula, inquieta y curiosa, después de leer montones de libros, de aprender varios idiomas y de hacer ejercicio todas las mañanas, corría como un gamo por las extensas propiedades de mis bisabuelos, dijo que se marchaba a la India. La madre se opuso llorando, siendo presa de un ataque de histeria que la mantuvo en el lecho por bastantes días; el padre accedió de inmediato, igual que hacía con cualquiera de sus deseos. Sólo puso una condición, la de llevar una señorita de compañía, tal y como mandaban las normas del decoro, requisito que demoró considerablemente el viaje, ya que ninguna de las candidatas presentadas estaba dispuesta a sobrepasar las fronteras europeas.

Por fin, una viuda, conocida de la familia, accedió a desempeñar el puesto de escolta femenina. Entre las dos mujeres surgió una estrecha amistad a pesar de los veinte años que se llevaban. La tía Úrsula encontró sin proponérselo su alma gemela. Lucrecia, apenas transcurridos unos días desde el entierro de su marido, se enteró del viaje que preparaba la joven Úrsula y de su deseo de encontrar urgentemente una acompañante. Ante ella vio la oportunidad que su corazón ansiaba desde que era una niña, viajar.

Las dos mujeres vivieron durante ocho años en Bombay, aprendiendo varios dialectos de la zona y recorriendo esas tierras de cabo a rabo, a pesar de verse envueltas en varias contiendas bélicas de aquellos años. Úrsula ni siquiera retornó para el entierro de sus padres, a los que no volvió a ver nunca desde su partida.

Después de la India, vino China, luego África y más tarde embarcaron para Cuba. Allí murió la asidua y muy querida compañera de la tía Úrsula que, ante la irreparable pérdida, se encontró muy sola. Este hecho terriblemente doloroso, avivó la pequeña llama de la nostalgia que todavía pervivía en su interior, e hizo que se replanteara el retorno a su patria. Meses después así lo hizo.

Su regreso fue muy sonado, siendo la comidilla de la ciudad durante meses. Vino cargada de cientos de cajas y de mucho dinero, asunto que disparó las envidias de familiares y conocidos igual que si alguien hubiera encendido un cohete. No había conversación en la que no se le echara en cara su comportamiento alocado durante todos esos años vividos en el extranjero, y se la conminaba a poner su fortuna a cargo del entonces cabeza de familia. La tía Úrsula se rio de todos y de todo, e hizo lo que le dio la gana, comenzando por distanciarse de tan selecta sociedad que la quería atar y amordazar lo mismo que a una esclava. Se alejó de toda la familia, física y espiritualmente. Compró varias propiedades en diversos puntos de la geografía hispana, pasando largas temporadas en cada una de ellas. Una década después, los años, según versión de su familia, o lo que fuera que pensara, le aquietaron el espíritu eligiendo una de estas residencias como lugar permanente. Vendió las demás posesiones y se recluyó en dicho lugar del que no salió nunca, puesto que sus huesos, según decía la carta, descansaban enterrados en la finca.

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La tía Úrsula fue olvidada, ella tampoco hizo nada por evitarlo, rompiendo todo contacto con la familia. Al correr de los años, los cada vez más escasos familiares la dieron por muerta, relegando su recuerdo al olvido.

Otro dato que leí en la carta y que me dejó sin respiración fue el siguiente: mi pariente había fallecido a la edad de 120 años. Pensé que la vista me fallaba y lo releí varias veces ¡No podía ser posible! ¡Los seres humanos no vivían tanto! ¡Seguro que este  informe estaba equivocado!

Como única pariente viva de la tía Úrsula, me convertí en heredera de una propiedad enclavada en un recóndito valle navarro cerca de la selva de Irati. La extensión de la misma era gigantesca, poseyendo terrenos de labranza, caballeriza, jardines, piscina, pista de tenis e invernadero. Un lujo jamás imaginado ni en mis más locos anhelos.

Llamé por teléfono al gabinete de abogados que me había escrito para darme la buena nueva. Me confirmaron la avanzada edad de mi tía en el momento de su fallecimiento y la perfecta disposición física y mental de la que había disfrutado hasta el mismo instante de su muerte, acaecida unas semanas atrás. Me quedé estupefacta ante este hecho sin parangón, estado en el que seguí cuando escuché cierta información. Tuve que hacer un gran esfuerzo para seguir conversando con la persona que me notificaba sobre la última voluntad de mi pariente, siendo ésta la de ser enterrada en un rincón de sus tierras bajo el secretismo más absoluto. Dicho enclave seguiría estando oculto incluso para mi persona, su propia heredera.

Todo lo relacionado con mi desconocida pariente era de lo más extraño, no obstante, para una simple secretaria de librería, el hecho de convertirse en millonaria de la noche a la mañana borró cualquier recelo, y en pocos días dejé mi puesto de trabajo, me despedí de mis compañeros y amigos para trasladarme a la otra punta del mapa. Cerré mi minúsculo piso, pobre en comodidades y rico en una buena colección de libros, para tomar posesión de mi nueva casa.

El viaje resultó agradable y pronto me encontré ante la verja de mi mansión, antesala de un lugar más parecido a un sueño que a la realidad. En la estación de ferrocarril fui recibida lo mismo que una condesa, en olor de multitudes. Y aunque no eran muchos los que aguardaban mi llegada, a mí me parecieron suficientes para sentirme importante. Entre el chófer y el mozo de las maletas, se encontraba el orondo dueño del bufete de abogados que había atendido las finanzas de mi pariente difunta. Se presentó haciendo una cortés inclinación de cabeza y salpicando el suelo de sudor. El hombre parecía estar bajo una constante ducha invisible, que trataba de atenuar con un enorme pañuelo tan empapado como él mismo. Un coche nos trasladó hasta la misma puerta de la casa, en la que me esperaba el ama de llaves, única compañía que toleró Úrsula en la casona.

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La fotografía que recibí por correo de la casa, no hacía justicia a la belleza que emanaba de cada línea de su delicada arquitectura. Esbelta, señorial, elegante y algo decrépita, mi nueva morada me recibió con una mirada de superioridad en sus increíbles balconadas de ojos de cristal. La mansión se encontraba asentada en lo alto de una suave colina, desde la que se divisaban unas inmejorables vistas hacia un pequeño pueblo por el lado norte, por el sur, se adosaba a un tupido bosque que se perdía en la distancia de las montañas.

Descendiendo de la colina por un encantador caminillo bordeado de azaleas, se hallaba un jardín de pérgolas y fuentecillas, al más puro estilo francés, alfombrado de césped esmeralda y salpicado de hayas longevas que atrapaban entre sus raíces un gran lago en el que se movían, al cadencioso ritmo de la brisa, unas cuantas barquichuelas.

Edurne, el ama de llaves, tan rolliza y coloradota como agradable, salió de la casa para saludarme muy efusivamente:

            —¡Es usted el vivo retrato de su tía abuela! ─Exclamó la mujer con entusiasmo─ ¡Espero que todo lo encuentre a su gusto! ¡Si no es así, dígame lo que quiere cambiar y me amoldaré, encantada, a sus costumbres!

De momento me limité a sonreír como una tonta y a dejarme llevar de un lugar a otro por el solícito notario. Cuando terminamos de visitar todos los terrenos, ya era hora de almorzar. Por fin pude entrar dentro de mi nuevo hogar y echarle un buen vistazo. Una amalgama de objetos se encontraba expuesta en el gigantesco comedor. Durante la exquisita comida, prácticamente no hablé, dedicada por completo a la contemplación de todo lo que colgaba del techo y de las paredes: cuadros, banderas, tapices…

Después de tomar un café, mi cicerone me llevó a matacaballo por todo aquel palacete, en el que pude admirar una sala hindú, ornamentada exclusivamente con mobiliario y adornos traídos de aquellas lejanas tierras y otra china, llena hasta los topes de pinturas, porcelanas y muebles orientales lacados en mil colores. Los dormitorios no se libraban de la influencia viajera de mi antepasada, de los diez que pude admirar elegí sin dudarlo el más espartano, y mucho más acorde con mi personalidad. Allí mandé subir mi equipaje.

            ─¡Ha elegido la antigua habitación de Úrsula, qué casualidad!

Se me atragantó el té con pastas, al escuchar las palabras de mi acompañante. Cuando comenzó a anochecer, el hombre se despidió y por fin me dejó sola. Me levanté del sillón para vislumbrar desde la cristalera, los últimos rayos de sol antes de esconderse en el horizonte. Y allí le vi por primera vez en toda la hermosura del atardecer. Su enorme silueta se acercó cadenciosamente hacia el lago, bebió con tranquilidad grandes tragos, luego irguió su testa en la que lucía una esplendorosa cornamenta y dirigió una mirada hacia la balconada. Aunque parezca irreal, me dio la impresión de que me observaba con interés. De repente, una multitud de pequeñas luces voladoras le cercaron por completo haciéndole resoplar de embeleso. Nunca había visto a las luciérnagas comportarse así, conectadas unas a otras. Durante unos segundos el animal y los insectos parecieron sumirse en una interesante conversación.

La irrupción del ama de llaves en el saloncito para encender la chimenea, me distrajo momentáneamente de lo que acontecía en el lago. Cuando volví a mirar ya no había nadie, ni luces ni herbívoro en las inmediaciones. Después de cenar retorné al mirador para observar la densa oscuridad que envolvía la propiedad, apenas rota por alguna que otra luz solar, apostada en el caminillo de acceso a la casa. Me pareció vislumbrar un enjambre de pequeñas luces, surgido de algún rincón de la casa, dirigiéndose en loca carrera hacia el bosque. ¿De qué lugar de la mansión podrían salir tantos insectos juntos? Me pregunté intrigada.

Dueña y señora del lugar.-

En días sucesivos hubo tal ajetreo en la casona, que los del pueblo cercano, situado a cuatro kilómetros, pensaron que desmantelaba la propiedad para venderla al mejor postor. Ejerciendo de secretaria competente, puesto que había ocupado los últimos quince años de mi vida, di muestras de mi habilidad llamando a numerosos museos que, de inmediato, se interesaron por conocer las colecciones que no habían visto la luz hasta ahora. Recibí cuantiosas visitas a las que mostré una gran cantidad de objetos que debían de constituir, al primer vistazo, un tercio del total de todos los enseres y cachivaches que se guardaban allí. La mansión estaba tan atestada que apenas pude colocar mis escasas pertenencias. Me deshice de los elementos que no me gustaban tales como tapices apolillados, banderolas ennegrecidas, armaduras, ropajes hindúes, chinos, japoneses y africanos. Entre las piezas más valiosas se encontraban unos jarrones de porcelana gigantescos, muy lejanos a mi concepto del buen gusto, que doné generosamente a uno de los museos. Tenían un valor tan excesivo que solo unos pocos coleccionistas hubieran podido satisfacer el cuantioso importe, pero no quería perder el tiempo entre ofertas y contraofertas, unas negociaciones que habrían retrasado su salida de mi casa. También vendí una colección de guerreros de ébano y marfil que me observaban con ojos amenazadores de madreperla y cornalina. Me deshice de pieles de cocodrilo, cebra e hipopótamo. Olían horriblemente y su solo vistazo me atenazaba el espíritu. Deduje que pertenecían a una de las épocas de la indómita Úrsula en las que le dio por cazar todo lo que se le ponía a tiro. Menos mal que no debió de durar mucho, a juzgar por las escasas pieles que hallé.

Cuando los camiones abandonaron mi propiedad atestados de mercancías, bajé al sótano a echar un vistazo. Al igual que el resto de la casa se encontraba abarrotado. Había que ir desembalando objeto por objeto para decidir su destino. Al clarificar los salones de la mansión pude admirar el mobiliario tan extraordinario que rellenaba las paredes. No entendía de maderas pero consultando a un experto averigüé que la mayoría eran de roble, aunque algunas piezas estaban hechas en nogal, olivo y cerezo. Se veían bien cuidadas y con una abundante capa de cera protectora. Las vitrinas exponían colecciones de cucharillas, abanicos, rosarios y temas marinos. Respeté el nácar, las estrellas de mar, los corales y las ofiuras, pero todo lo demás se fue camino de algún museo. ¡Lo que daba de sí toda una vida de viajes!

Los muebles vacíos pronto exhibieron muchos de los artículos rescatados en el sótano: figurillas de cristal, instrumentos musicales, pequeñas tallas de madera…todo aquello que se me hacía agradable a la vista.

Después de un mes agotador de remodelar y adaptar el entorno en el que estaba viviendo, decidí tomarme unos días de asueto, disfrutando de la tranquilidad de aquellos maravillosos jardines que, por cierto, fue lo único que no toqué de la propiedad…o eso creía yo.

Una mañana bajé a desayunar temprano. Edurne, mujer encantadora y eficiente, me cuidaba igual que a un miembro de su familia. La vi venir a toda velocidad con un gran tarro de metal entre las manos:

─¡Niña, mire lo que he encontrado! ─Dijo con cierto temor─ Me tendió el recipiente como si le quemase. ─Doña Úrsula lo pedía todas las mañanas a la hora del desayuno. Nunca supe qué había dentro hasta hace unos instantes. Estaba limpiando las estanterías de la despensa y esto ha aparecido detrás de una caja de galletas─

anemonas Monet


Abrí la tapa del recipiente con cierto reparo. Un aroma de azúcar y canela lo impregnó todo. La mujer me acercó un plato para que volcara el contenido. Y así lo hice. No podía dar crédito a lo que veía allí: pequeños cráneos del tamaño de un huevo de codorniz se mezclaban con descarnadas cajas torácicas, huesecillos de brazos y piernas junto con algunos trozos semejantes a hojas caramelizadas. El olor era embriagador y decidí hacer caso a mi instinto probando un trocito de aquello. El sabor era delicioso, ofrecí al ama de llaves una porción. Las dos sonreímos encantadas. Deduje que aquellos dulces debían de ser un regalo muy preciado para mi difunta tía abuela. Edurne volvió a la cocina visiblemente tranquilizada y yo picoteé algo más de aquellas delicias que se deshacían en la boca. Sentí unas ganas terribles de ponerme a trabajar. Y así lo hice durante tres horas, lo mismo que una máquina a todo gas. Luego noté cierto cansancio y me fui a sentar un rato en el jardín, no antes de hacer un viaje a la cocina.

Edurne siempre tenía alguna tarta preparada para mí. Probé un sinfín de ellas, a cual más exquisita: de melocotones, frutos rojos, arándanos, moras, peras, castañas…A mitad de la mañana solía acercarme a la cocina a cortar un buen pedazo de pastel y acompañarlo con un vaso de leche helada con canela. Y eso hice. Con mi bandeja bien surtida busqué un rinconcito a la sombra de un serbal, y comencé a deleitarme con los dulces. Después de dos bocados, me entró mucho sueño. Me quedé profundamente dormida hasta que escuché la campanilla de la comida. Cuando abrí los ojos, la tarta había desaparecido del plato y la leche del vaso. Miré por todas partes pero no vi a nadie. El jardinero se encontraba trabajando cerca del lago, muy ocupado plantando rosales. Los demás empleados se iban al amanecer para trabajar las tierras y llevaban los caballos a pastar a la montaña. No salía de mi asombro. ¿Quién había tenido la desfachatez de tomarse mi comida?

Pronto olvidé este hecho y proseguí, en días sucesivos, con mis labores de quitar trastos de la casa hasta que llegué al corazón de la mansión: La biblioteca, lugar al que Úrsula concedió la máxima importancia. Por supuesto esta zona quedó exenta de mi afán reestructurador. Se encontraba magníficamente surtida y me ofrecía la posibilidad de cumplir uno de mis mayores anhelos: leer un libro en plena naturaleza sin ser molestada por ruido alguno. Y eso hice. Después de desayunar bajaba al lago para sentarme en una manta, recostando la espalda contra unos de los robles, y allí me perdía entre las páginas de un libro o en la contemplación fascinante de la quietud de unas aguas que reflejaban las luces y sombras del entorno, siempre acompañada de un trozo de pastel. Me acostumbré a compartir el dulce con la persona u animal que, aprovechaba mis distracciones para comer o beber lo que dejaba en el plato. Nunca pude atrapar al ladrón. El libro absorbía toda mi atención y cuando levantaba la cabeza, la comida había volado.

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Una de esas mañanas algo me distrajo de mi lectura. Un ciervo colosal se acercó cadenciosamente hacia el roble donde me ubicaba. El animal se paró a unos cuantos pasos de mi manta y clavó sus ojos en los míos, como si me reconociera. Fue un momento bello y de común unión. No me levanté para no asustarlo y estuve allí observándolo mientras se paseaba por la orilla del lago y mordisqueaba unas cuantas plantas. Bebió agua y con un leve mugido se despidió, dirigiendo sus pasos al bosque que quedaba a espaldas de la casa. El ciervo volvió algunos días más tarde. Yo le esperaba en el mismo lugar, debajo de mi gigantesco roble que crecía cerca de unas flores silvestres. El animal comió cada campanilla y bocado de diente de león con deleite y se acercó hasta los límites de la manta. Con cuidado aparté una de las esquinas para que siguiera comiendo. Así llegó a mi lado. Levantó la cabeza y me olió. Subí la mano muy despacio para acariciarle; toqué su testa cubierta de pelo duro. Emitió unos ruidillos de complacencia. Le hablé, igual que se habla a los perros o a cualquier mascota, con cariño, contándole cosas que él parecía entender. Escuchó todo lo que le dije con sumo interés, asintiendo de vez en cuando, mostrando su total acuerdo. Me puse en pie para despedirme. El tamaño de la bestia era gigantesco, parecía un caballo percherón. Lentamente se acercó más y frotó su hocico contra mi mejilla, luego se alejó despacio, despareciendo enseguida.

Una noche después de cenar, desde mi cristalera, observé al ciervo regresar hasta el lago. Pude ver cómo surgía, desde un punto de las caballerizas, un río de luces que se movieron hacia el animal. El herbívoro resplandeció contento y su silueta punteada de motitas iridiscentes reverberó en el lago. No pude apartar los ojos de aquella escena mágica hasta que las luces retornaron por donde habían llegado. El ciervo desapareció en la noche. Decidí investigar aquello. Cogí una linterna y mi abrigo, la temperatura bajaba considerablemente a la caída de la tarde. Me dirigí a los establos,  lugar de la casa donde los insectos luminiscentes se habían esfumado. En algunos de los habitáculos los caballos resoplaron al ver la luz de la linterna. Les hablé para calmarlos y me dirigí a la pared del fondo. No sabía muy bien qué era lo que debía buscar, así que dirigí el haz de luz a la piedra del muro, escudriñando cada rincón. Lo que encontré extraño fue la ausencia de baldas en esa pared gigantesca. Era raro que no hubiera algo colgado como en las otras. Empujé con fuerza cada una de las rocas, intentando que se movieran hacia algún lado. Agotada por el esfuerzo me senté en la paja y apagué la linterna. Pensaba que la imaginación me había traicionado con la escena del lago, cuando atisbé una gran luminosidad por una de las ranuras del muro. Al acercarme, en las tinieblas vi el contorno de una puerta. Busqué un picaporte o un mecanismo para entrar. Al fin mis dedos tropezaron con un saliente en la piedra que cedió bajo la presión. Empujé la pesada puerta con todas mis fuerzas. El exceso de luz me cegó momentáneamente. A medida que mis ojos se fueron haciendo a la luminiscencia, pude adivinar qué era aquello…

 El jardín escondido.-

Si hubiera tenido que hablar con alguien en ese momento, me habría resultado del todo imposible. La sorpresa paralizaba cada centímetro de mis músculos por completo. La retina ya acostumbrada al entorno, captaba las imágenes más bellas que nunca pude imaginar que existieran. El pequeño edén debía tener un tamaño aproximado al que ocupaban las cuadras. Se encontraba rodeado de los altos muros de la casa que justo en esas paredes no presentaban ninguna ventana. Una puerta de recia madera se encastraba en el muro del oeste. ─¿Cómo no fui capaz de encontrarla cuando inspeccioné la casa? ─Me pregunté mientras intentaba ubicar la oquedad en la mansión. Un roble gigantesco presidía lo que parecía el centro del recinto. Cada rincón de su corteza se encontraba plagado de diminutas puertas y ventanas en tonos pastel, a cual más encantadora, que se asemejaban a la residencia de unos cuantos duendes. Un riachuelo casi seco cruzaba la propiedad, entrando y saliendo entre las piedras de las paredes. Rodeaba en su goteo incesante a un cenador de helechos y madreselva que escondía una escalera en su interior. Algunas flores languidecían entre los parterres resecos, ocupando la mayor parte del patio.

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De improviso, multitud de luces me rodearon de la cabeza a los pies. Lo que había tomado por luciérnagas, resultaron ser un enjambre de seres alados con cabeza, tronco y extremidades, en los que se incluían dos pares de membranosas y trasparentes alas. Los entes voladores exhibían la más encantadora de las sonrisas mientras era sometida a un completo escrutinio.

            ─¡Has regresado!─ Dijo uno.

            ─¡Por fin estás aquí!─  Dijo otro.

            ─¡Te hemos echado tanto de menos!─ Cantaron a coro unos cuantos.

Antes de que pudiera decir una sola palabra, quedé absolutamente cubierta de cuerpos brillantes que extendieron sus bracitos todo lo que pudieron para tratar de abrazarme. Un agradable calorcillo trepó por mis mejillas, mientras, con sumo cuidado, moví los brazos intentando observar más detenidamente a los seres que me cubrían.

Los diminutos rostros presentaban diversas tonalidades, los había rojizos, azulones, verdosos, blancos, rosados, dorados, plateados, irisados, lilas. Los mismos colores de las caritas se extendían por brazos y piernas que sobresalían de unas vaporosas vestimentas. Las alas lucían igual que pequeños neones de plata y oro. No eran insectos sino pequeñas muñequitas voladoras. Entre el enjambre de cuerpos se abrió rápidamente un pasillo por el que avanzaba un hada, muy seria y digna, llevando en su cabeza una tiara de luces de plata. Llegó volando hasta quedar suspendida a la altura de mis ojos y me observó por espacio de unos minutos. El silencio lo llenó todo.

            ─¡Es evidente que no eres Úrsula! ¡Qué tremendo parecido guardas con ella! ¡Una joven y la otra anciana! La mirada es la misma, llena de calor y confianza.

            ─¡Soy Lucrecia, su sobrina nieta! Úrsula hace unos meses que murió.

            ─¡Oh, qué terrible pérdida para las hadas! ¡Me extrañaba tanto que no se ocupara ya de nosotras! ¡Siempre tomando mil precauciones para que nadie sospechara de nuestra existencia!

Los seres dejaron de tocarme pero no se alejaron de mi persona. Cerré la puerta de la cuadra para salvaguardar la intimidad del lugar. No sentía ningún temor, estaba convencida de que me encontraba viviendo un hermoso sueño que luego recordaría con anhelo. Me dirigí al cenador y tomé asiento en un tocón. Las hadas me siguieron y se dispusieron alrededor. En sus rostros se pintaba la curiosidad y la alegría de mi visita.

            ─Es evidente por tu cara de sorpresa que no conocías la ubicación de este lugar. Te contaré la historia de cómo llegamos aquí. Procedemos de Cuba. Hace miles de años comenzamos a habitar los densos bosques que cubrían prácticamente todo aquel territorio allende los mares. El hombre fue destruyéndolos a medida que necesitaba cultivar la tierra. Nos vimos empujadas a una recóndita región de bosques y selvas donde todavía podíamos subsistir. Alguien descubrió nuestra existencia y el más preciado de los secretos: el poder de nuestros huesos. Hechiceros de todas las partes del país venían a cazarnos. ─Un escalofrío recorrió la espalda del pequeño ser─ Luego nos mataban. En el momento de nuestra muerte, nos convertíamos en polvo, dejando atrás solo el esqueleto. Pronto descubrieron que la consumición de nuestros huesos les mantenía jóvenes y podían vivir muchos años más que cualquier otro ser humano. Empleaban este ingrediente en sus ceremonias de vudú y en todo lo relacionado con ritos esotéricos. Cuando Úrsula nos encontró sólo quedábamos con vida dos de nosotras.

Mientras la frágil reina se tomaba un respiro y un sorbo de agua, aproveché para aclarar mis dudas.

            ─¿Cómo habéis conseguido ser un grupo tan numeroso?

            ─Porque tuvimos la ayuda inestimable de tu antecesora para perpetuar nuestra especie. Tenemos un ciclo vital de cuatrocientos años. Para que nazca una de nosotras, primero hay que poner en la tierra una base de nuestros propios restos, bien triturados, luego tierra y por último hay que plantar rosales y azaleas, violetas y narcisos. Nacemos de ellas y también nos procuran el polen que necesitamos igual que hacen con los insectos, por ejemplo las abejas. Es nuestro principal nutriente. Ahora mismo estamos pasando una época de penuria. Casi no ha llovido y las plantas se han marchitado. Gracias a los trozos de pastel y a la leche con canela que nos procurabas, hemos podido sobrevivir.

¡Vaya, había dado por fin con los ladrones de comida! Sonreí complacida.

            ─Tengo en mi poder un gran frasco lleno de huesos de hadas que perteneció a Úrsula. Esta mañana he comido un puñado de ellos. Espero no haber hecho algo diabólico.

            ─Trajo a este país una buena colección de ellos. Entre las tres logramos rescatar un buen montón de esqueletos para que nuestra especie tuviera un futuro en estas tierras. Para eso necesitábamos, aparte de la complicidad de Úrsula, sobre todo, que estuviera en excelentes condiciones físicas para que pudiera protegernos. Ella también tomaba una ración de huesos cada día en el desayuno. Sospecho que decidió dejar esta dieta, seguro que tenía sus razones. En lo alto del cenador solía pasar muchas tardes escribiendo. Me consta que ahí podrás encontrar muchas respuestas.

            ─¡Lo leeré, sin dudarlo! Pero ahora decidme cómo puedo resultaros útil.

            ─¡Necesitamos comida y agua fresca! Úrsula venía a regar el jardín casi todos los días; plantaba los rosales y otras flores para que tuviésemos comida suficiente. Algunas noches salíamos del reciento. Podemos cambiar nuestro tamaño, haciéndonos más pequeñas, así la gente que nos ve piensa que somos luciérnagas. Pero no somos capaces de volar distancias largas y con tan poca comida, es casi imposible llegar hasta el gran lago de fuera.

            ─¡Erais vosotras las que hablabais con el ciervo!

            ─¿Nos viste? ─Preguntó asombrada─ ¡Pero si tuvimos mucho cuidado!

Me levanté de mi asiento y me dirigí hacia la puerta que había descubierto en uno de los muros. Después de unos instantes de forcejeo, logré abrirla. Daba a un pequeño cuartito en el que había pequeñas herramientas de jardín, abono, semillas de flores y una gran manga riega conectada a un grifo. Me dispuse a regar el jardín. Las hadas chillaban presas de una excitación sin límites. Tenía que ir con cuidado para no pisarlas o aplastarlas. Se duchaban, chapoteaban, salpicaban y gritaban. Cuando terminé, cogí las semillas y las planté en los parterres, poniendo un buen chorro de abono en una regadera con agua, regué todo aquello a conciencia. Recogí todo y abrí la otra puerta del trastero, la que comunicaba con alguna parte de la mansión. ¡No podía creerlo, al cruzar el rellano me encontré dentro de uno de los armarios de mi dormitorio! El que había pertenecido a Úrsula anteriormente.

Volví al jardín, siempre perseguida por las hadas juguetonas, subí las escaleras del cenador para descubrir el rincón favorito de mi antepasada. Un rústico despacho compuesto de una mesa con cajones y una cómoda silla parecían esperar a alguien, porque en el momento que entré en el reducido habitáculo, se iluminó completamente. Hallé un grueso diario en uno de los cajones, así como una preciosa estilográfica. Salí de allí con mi tesoro entre los brazos. La reina de las hadas me esperaba a la salida para seguir con la charla.

            ─Úrsula estaba disponiendo nuestra mudanza.

            ─¿A dónde?─ Pregunté sorprendida.

            ─A un rincón del bosque, pero no sé más. El ciervo conoce el lugar. Estuvo con Úrsula en varias ocasiones. Estoy convencida de que el diario te informará de todo esto. Ella decía que aquí no estábamos seguras.

Hice una excursión a la cocina para llevar provisiones a los famélicos seres del jardín. Preparé una gigantesca jarra de leche con azúcar y canela, y la acompañé de la tarta que Edurne había preparado para el desayuno. Así pertrechada llegué al roble donde dispuse la tarta en pequeños pedazos y serví la leche en vasos del tamaño de un dedal. Todas se pusieron a comer alegremente, como hacían a cada instante. Eran los seres más jubilosos y optimistas que había conocido a lo largo de mi vida. Me juré que haría lo imposible por proteger a estos entrañables entes. Amanecía cuando dejé el jardín escondido y me acurruqué en la cama. Debía dormir algunas horas para estar lúcida y poder continuar la obra que Úrsula no había podido llevar a cabo. El diario relumbró con luz propia mientras los ojos se me cerraban de sueño…

Buscando un refugio para las hadas.-

Dormí hasta bien entrada la mañana. Las horas que descansé estuvieron cuajadas de imágenes extrañas. Soñé que el diario de Úrsula, colocado en la mesilla de noche, de repente se abría emitiendo un poderoso resplandor, haciendo que las letras resaltasen en el papel igual que si estuvieran escritas con fuego. A la par que mis ojos desgranaban los renglones, una voz cálida iba repitiéndolos en voz alta. A medida que las palabras iban adueñándose de mi mente, dejé de ver las páginas de las memorias de mi pariente,  y vislumbré con toda claridad cada hecho que la narradora describía con pelos y señales. Asomada a esa ventana mágica pude observar de primera mano, toda la vida de Úrsula, desde su infancia hasta su último apunte. La vi crecer ante mis ojos, dejando atrás su tiempo de potrilla indomable para convertirse en una indómita jovencita con sed de viajar. Conocí a su amiga del alma, la joven viuda que la acompañara en su trayectoria de trotamundos, y las escolté en su periplo, viviendo mil aventuras, ya escritas hacía décadas, que me permitieron conocer en profundidad los sentimientos y pasiones que habitaban en mi tía abuela. No tenía nada que ver con las mujeres de su época; ella decidía lo que había que hacer en cada instante, sin la más mínima duda.

hada enamorada


La seguí en el rescate de algunos niños raptados por piratas; cacé animales salvajes que asolaban las pequeñas aldeas de la selva. Fui testigo de las numerosas escuelas que Úrsula abrió para educar a las futuras generaciones, de las cuales muy pocas prosperaron. La admiré en su incesante búsqueda de un tesoro escondido en la jungla. Crucé varios desiertos, subí y bajé picos y mesetas hasta que, por fin, las letras del diario acompañadas de esa voz tan apasionada, me condujeron a Cuba.

Viví el fin de su querida amiga, muerta repentinamente de unas fiebres que la abrasaron por dentro y por fuera. El dolor tan profundo que aquella muerte dejó en su ánimo, un agujero imposible de llenar. Para aliviar su tristeza salía a cabalgar, sola, desde el amanecer hasta que la noche teñía el horizonte de sombras amenazadoras. En uno de sus muchos paseos en los que se perdía por la selva, a riesgo de su propia vida, descubrió a las dos hadas entretenidas en hacer juegos de luces que, por cierto, hacían de forma singular, simulando diminutos estallidos pirotécnicos. Enseguida los dos entes salieron a su encuentro y le contaron su triste historia, atraídas por su apariencia sincera y por un halo invisible de pura confianza que la recubriera lo mismo que una segunda piel. Las vi a las tres trabajando afanosamente para desenterrar pequeñas osamentas, cráneos y fémures de hadas,  con el fin de rellenar unos cuantos frascos de cristal, elemento en el que se conservaban de maravilla. Los huesos milagrosos que, cuidadosamente mezclados con la tierra y las semillas, permitirían el nacimiento y, por tanto, el retorno de los seres alados.

Fui testigo del viaje de retorno a la patria, en el que Úrsula llevaba los dos entes escondidos en su bolso, procurándoles bizcochos, jugos de frutas y tostadas con mermelada para que sobrevivieran a la larga travesía. Después de la llegada a España, Úrsula invirtió su cuantioso capital en la compra de mansiones en varios puntos del extenso territorio, viviendo una temporada en cada una, y de ese modo  decidir el lugar idóneo en el que las hadas se encontrarían más felices y seguras. Estuve en el momento de la elección y compra de la mansión que yo habitaba en estos instantes, y fui partícipe del arduo trabajo de repoblar el pequeño jardín de seres alados. El tiempo transcurrió a velocidad pasmosa, y Úrsula fue envejeciendo imperceptiblemente: una pequeña arruga en la frente; unas cuantas canas en el pelo; se suavizó la fiereza de sus ojos; su estatura encogió un poco. Aparte de estos pequeños cambios, el paso del tiempo no parecía afectar en demasía a su destreza física que se mostraba inagotable.

En otra escena del diario, aparecieron dos tipos mal encarados, grandes como castillos, merodeando la casona. Mi pariente, muy preocupada, los observaba desde el mirador a oscuras. Poseía una visión más que excelente, agudizada, sin duda, por la dieta de huesos de hada. Los hombres debían creer que una anciana viviendo con una sirvienta, podría ser presa fácil para un robo. Se había extendido por ahí el rumor de que la vieja escondía un gran tesoro en un rincón de su mansión, después de que ciertas gentes que pasaron cerca de la propiedad, aseguraron haber visto algunas luces intempestivas moviéndose, de un lado al otro  de la propiedad, pasada la medianoche;  también habían escuchado murmullos y risas de seres fantasmales. Pero lo que más sorprendía a toda la vecindad era la cantidad de animales salvajes que campaban por aquellos enormes jardines igual que si estuvieran en su casa: venados, ciervos, zorros, puercoespines… este hecho no tenía explicación racional. Muchos aseguraron haber escuchado el ruido de picos y palas durante ciertas madrugada …Los rumores fueron aumentando con los años, a los que se añadió la imaginación y las palabras de unos pocos, que no hicieron otra cosa que inflar cualquier hecho que aconteciera en esa propiedad, transformándolo en antinatural.

 Aquellos sinvergüenzas que se movían en las sombras, queriendo adueñarse de tesoros imaginarios, fueron los primeros de una larga serie de malhechores que pretendieron hacer daño a Úrsula. Pero nunca pasaron de los intentos, ella tenía todo preparado para espantarlos. Se solía esconder en la copa de algunos de los árboles más tupidos desde donde disparaba pequeñas flechas con una cerbatana. La sustancia de la que impregnaba las puntas de las saetas era un potente alucinógeno que, a los intrusos, ladrones y vecinos cotillas, les producía horribles visiones que les perseguían durante horas. A lomos de un ciervo hostigaba a los fisgones hasta que desaparecían de la finca. Cuando recobraban el juicio, huían despavoridos. La mujer no se atrevía a contratar vigilancia extra, ante el temor de que se descubriera la existencia de las hadas.

Úrsula se preocupó ante el hecho de que sus tierras se hallaran tan cerca del pueblo, y tarde o temprano alguien se topara con alguna de sus mágicas amigas. Estos entes estaban hechos para vivir en la naturaleza, no para estar encerrados en un patio. Y así comenzó una búsqueda incesante por encontrar un rincón seguro para las hadas. Lo primero que se le vino a la cabeza fue localizar una persona que la ayudara en esta tarea, digna de toda confianza y que no se arredrara ante el hecho de admitir la existencia de ciertos entes mitológicos. Pero este pensamiento no prosperó. Ella no era un ser sociable por lo que no confiaba en nadie del entorno, y la lista de sus amistades era prácticamente nula. Tendría que hacer el trabajo, igual que hacía todo, sola. Sus paseos por los bosques, unas veces a pie y otras a lomos de algún ciervo, le sirvieron, al fin, para dar con la persona idónea para convertirla en su ayudante.

hada-bosque


Un día en el que se hallaba perdida entre la fronda, repentinamente se topó cara a cara con un hombre que parecía conversar con una presencia sumergida en el río, un regato no muy profundo que pasaba por allí. El individuo se encontraba tan concentrado en su tarea que no vio ni oyó a Úrsula. Ésta se quedó quieta, observando atentamente la escena que se desarrollaba ante sí. Los ojos se le abrieron de puro asombro al vislumbrar con toda claridad a una mujer desnuda, de larga melena del color del cielo, asomando entre la corriente del arroyo, y saludando muy educadamente al caballero en cuestión. Después de un rato de charla la extraña mujer, de la que se vislumbraba un torso de nácar con unos senos perfectos que movía graciosamente incitando al individuo a perder la cabeza. Minutos después, se despidió de su acompañante sumergiéndose en las aguas para no emerger más.

Aunque Úrsula no acertó a escuchar con nitidez lo que aquellos dos hablaban, se percató al instante de que esa ninfa desnuda no era humana. Decidida se acercó para hablar con el individuo.

            ─¡Buenos días, caballero!

El hombre pegó un respingo ante la irrupción de la visita inesperada.

            ─¡Buenos días! ¿Se ha perdido?

            ─¡No, ni mucho menos! ¡Voy con un buen guía! ─Dijo señalando al ciervo. El individuo puso cara de asombro al descubrir la montura.

            ─¡Es un ciervo! ¡Jamás hubiera pensado que se dejara montar por un humano! ¿Lo ha domesticado, verdad?

            ─¡No, es un ser salvaje! ¡Me hace el favor de llevarme mucho más rápido que si caminara! Además él no se pierde y yo, seguramente, lo haría.

            ─¡Es increíble!

            ─También lo es su amistad con la lamia.

            ─¿La ha visto?

            ─Si, cuando hablaba con usted.

            ─Le rogaría que no contara lo sucedido aquí. Soy maestro y ya conoce a la gente del pueblo, enseguida te tachan de loco o de brujo. Me echarían de mi trabajo ¿comprende?

            ─No se preocupe su secreto está a salvo conmigo. Pero a cambio me gustaría que me prestara su ayuda…

            ─¡No faltaba más! La ayudaré en lo que me pida.

            ─Necesito encontrar un lugar recóndito, bien pertrechado de flores y muy resguardado de cualquier caminante extraviado. No sé si existe el paraje que acabo de describir, caballero.

El hombre se quedó pensando unos instantes hasta que por fin dijo:

            ─Creo que conozco un sitio como el que usted acaba de detallar. Si tiene tiempo, puedo conducirla hasta allí. Tardaremos unas horas, está lejos.

            ─No lo crea, teniendo el transporte adecuado verá cómo llegamos en un periquete.

Úrsula habló con el ciervo. El animal mugió varias veces en unas cuantas direcciones. Entre la espesura apareció otro ejemplar de su misma familia que se acercó trotando sin demostrar el menor recelo. El hombre, encantado de vivir una aventura sin par, encabezó el grupo a lomos de la bestia recién llegada. A gran velocidad recorrieron parte de los montes hasta que se internaron en una zona boscosa y muy empinada. A lo lejos se escuchó el rumor de un manantial.

Los árboles crecían tan juntos que la luz del sol apenas traspasaba el follaje. La marcha se hizo mucho más lenta y llegó un momento, en el que los animales fueron incapaces de penetrar en el interior de aquella maraña palpitante. El individuo y la anciana se bajaron de sus monturas y caminaron hacia el murmullo del agua. Tuvieron que gatear los últimos metros hasta que alcanzaron un gran claro. Una hermosísima pradera cuajada de flores albergaba en su seno a un lago del color del cielo. Un arroyo alimentaba la extensión de agua, precipitándose hacia allí en una espumosa catarata. Era un paraje tan bonito que los dos se sentaron a contemplarlo sin decir palabra. Los insectos iban y venían muy atareados, probando un poco de cada flor. El aroma del bosque lo llenaba todo.

            ─Este es el lugar, sin duda alguna ─Dijo Úrsula ─¡Las traeré aquí!

            ─ ¿A quién va a traer, si no es mucha indiscreción?

La mujer se quedó unos instantes dubitativa, observando al individuo hasta que, al fin, se decidió a contestar:

            ─¡Ah! ¿No se lo había dicho? ¡A las hadas que habitan mi jardín!

Justo en ese instante, el sonido del aspirador del ama de llaves me sacó de mi bonito sueño. Sonreí complacida. Ya conocía el lugar al que debía llevar a las hadas y a la persona que iba a ayudarme con mi nueva tarea.

El ataque.-

En pocos días las semillas plantadas en el jardín de las hadas, crecieron a una velocidad pasmosa, convirtiéndose en unas plantas frondosas y cargadas a reventar de capullos a punto de abrirse. Aunque no era la dieta más idónea para ellas, seguí alimentando a los seres alados a base de zumos de frutas, leche azucarada con canela, bizcochos y pasteles, mientras las flores terminaban de abrirse.  Una mañana encontré los parterres cuajados de rosas, narcisos, margaritas, nomeolvides y un montón de especies más. Fui testigo del nacimiento de unas cuantas hadas envueltas, cual diminutos paquetitos, entre los estambres de ciertas flores, seres liliputienses al principio, no más grandes que una mosca. ¡Eran tan hermosos y deslumbrantes!

Comenzaron a alimentarse con el néctar de las flores, sustancias mucho más acordes para su salud, y dejé de llevarles los dulces que últimamente sustraía a escondidas de la cocina. Suponía que Edurne debía de estar muy sorprendida ante mi hambre descomunal. Todos los días hacía una tarta que no tardaba en desaparecer ni un instante.

Seguí leyendo el diario de mi tía abuela durante el día y, por la noche, la voz de mi pariente me iba narrando los hechos allí anotados, adornados con todo lujo de imágenes. Mientras era testigo de los desvelos de mi tía por salvaguardar la vida de las hadas, en mi mente se escondía la siguiente pregunta: ¿Por qué había dejado de tomarse los huesos de éstos seres que la daban un vigor sin igual, dejando a las hadas totalmente abandonadas a su suerte?

En las últimas páginas del diario describía sus salidas al bosque, unas veces acompañada de Gabriel, el maestro, y otras en solitario. La ilusión con la que iba construyendo casas de cortezas de árbol en aquel claro esmeralda allí donde la laguna, que reflejaba el cielo, ponía ese toque musical entre notas de agua, preparando con esmero el traslado de los pequeños seres que habitaban su jardín.

En una de sus excursiones se perdió entre unos senderos humeantes cubiertos de maleza y hojas muertas. El olor de la podredumbre le llenó los pulmones. Se sentía observada por varios pares de ojos malévolos que susurraban quejidos inhumanos, intentando asustarla y echarla de allí. A partir de ese momento se extravió varias veces, como si alguien o algo se empecinaran en verla vagar cansada y descompuesta entre esa extraña maleza. Tuvo suerte porque en estas ocasiones fue rescatada por un ser gigantesco que se escondía entre la fronda y aparecía cuando más agotada se hallaba y, gracias a sus silbidos, los cuales iba siguiendo, fue capaz, en todo momento, de encontrar el camino de regreso. Siempre dejó un trozo de bollo o media barra de pan para aquel ser que tan bien se portaba con ella y del que solamente conocía su inmensa silueta peluda.

hada en tela de araña


Uno de esos días, el ciervo que montaba fue atraído hacia un lugar inhóspito del bosque. El sol hacía décadas que no se asomaba entre el ramaje. La humedad y la niebla cubrían el suelo hasta las rodillas. El animal se paró en seco, confundido, en medio de aquel lodazal. Úrsula se apeó de su montura y trató de moverse hacia algún lado. No pudo. El barro le inmovilizaba las botas. Gritó con toda su alma pidiendo socorro hasta que se quedó ronca. Después de estar allí durante unas cuantas horas, aparecieron de la nada un grupo de ancianas, feas y arrugadas, con la piel del color de la tierra oscura. Iban vestidas con cortezas y trajes de hierbas entrelazadas. La ayudaron a salir de allí sin muchos miramientos, tanto a ella como al ciervo, y los llevaron hasta la boca de una cueva.

              ─¡Por qué te empeñas en traer a nuestros bosques unas criaturas que no han nacido aquí? ¡No las queremos!

La mujer se quedó boquiabierta ante tan extraña perorata. ¿Cómo sabían de sus intenciones? Llegó a la conclusión de que las conversaciones en los bosques no eran privadas, miles de orejas escuchaban todo y a todos, y cientos de ojos observaban cada movimiento que se producía en el entorno. ¡Había que ir con mucho cuidado!

            ─¡Las hadas están en peligro! -Gritó Úrsula ardorosamente─ Si son descubiertas los hombres las mataran. Tienen que refugiarse en un entorno de agua, luz y sol. Proceden de la selva, no podrán sobrevivir  mucho tiempo encerradas entre cuatro paredes. ¡No entiendo qué tenéis contra ellas! ¡Ni siquiera las conocéis!

            ─Este bosque  pertenece a todos los que lo habitamos desde tiempo inmemorial. No hay sitio para extranjeras. No las queremos. ¡No regreses nunca más por aquí! Tampoco aceptamos tu presencia. ¡Eres peligrosa para la supervivencia del bosque!

             ─¡Estáis equivocadas! Las hadas con criaturas encantadoras. Ellas atraen la luz, la alegría, son portadoras de vida.

            ─¡Justo por eso las odiamos! Romperían el equilibrio de nuestra floresta. No nos gusta la luz, ni la alegría. Aquí reina la tierra en descomposición, el humus que el bosque necesita. ¡Te hemos avisado! ¡Mantente lejos de aquí!

Las viejas brujas, arrugadas y arrogantes, despacharon al ciervo y a su amazona en un santiamén, sacándolos fuera de sus dominios de oscuridad. A partir de ese encuentro Úrsula perdió la energía que la caracterizaba. Desde mi ensoñación observé el cambio radical que se operó en la mirada de mi tía. Las luces que bailaban inquietas en sus ojos, súbitamente se apagaron. Perdió el apetito y una honda tristeza anidó en su pecho. Fui testigo del desfile de personas, muy pocas por cierto, que en algún momento de su vida habían tocado su corazón de ésta u otra manera. ¡Los echó tanto de menos! Su tiempo hacía décadas que había caducado. ¡Qué ganas tenía de seguir a todos aquellos que habían partido ya!

Llegué a la última página del diario, justo en el instante en el que mi antepasada había decidido morir. Aunque no la conociera personalmente, una gran pena me inundó, y me juré que terminaría el trabajo que ella había emprendido con tanto ardor.

Esa noche dormí mal, entre terribles pesadillas. Antes del amanecer abrí los ojos, presa de un temor que no me dejaba respirar. Rápidamente me vestí y atravesé el armario en dirección al jardín escondido. El espectáculo que hallé era desolador. El vergel había sido bombardeado con bizcochos desmigados, ahora de aspecto verdusco y maloliente, en cantidades ingentes. Multitud de hadas yacían en el suelo presas de terribles dolores y convulsiones. Un pequeño grupo, en perfecto estado, trataba de socorrer a sus compañeras.

            ─¿Qué ha ocurrido, reina Bell?

            ─¡Nos han envenenado! Lanzaron los dulces por encima de la tapia y enseguida muchas de mis compañeras los comieron, no haciendo caso de mis voces de atención.

La reina tenía el rostro descompuesto, lleno de lágrimas. Ante mis ojos varias hadas se desintegraron dejando tras de sí unos restos renegridos y de olor pútrido. Salí a toda velocidad hacia la cocina. Hice una olla de manzanilla con azúcar y volví al encuentro de las moribundas. Con un cuentagotas fui administrando la infusión a las que todavía vivían. Después de unas cuantas bocanadas del líquido azucarado, comenzaron a vomitar. Poco a poco fueron sintiéndose mejor. Seguí administrándoles el remedio hasta que recuperaron el color irisado que las caracterizaba. Después recogí en una gran bolsa los restos de bizcocho y los cadáveres de los seres que habían fallecido. Dejé al cuidado de la reina la administración de la poción, mientras me dirigía al exterior con mi bolsa al hombro. Hice una hoguera y quemé todo aquello. Un humo negro y denso subió hacia el cielo. ¿Quién habría hecho algo así? ¡Tenía que proteger a las hadas! Pero ¿cómo debía proceder? ¡Necesitaba ayuda urgente!

Buscando protección.-

Mientras terminaba con mi tarea intentando no dejar ningún rastro que revelara la existencia de los seres alados, fui dando vueltas en la cabeza a todo lo que había leído en el diario de mi tía. Sentí la mente revolverse inquieta ante la realidad que estaba viviendo; nunca antes me había planteado la existencia de entes que no fueran humanos. Qué lejos vi mi trabajo en el despacho de abogados. En el tiempo que llevaba en aquella casona, el universo conocido se había vuelto del revés.

Fui a la cocina, cabizbaja y meditabunda. Edurne ya se había levantado y trajinaba en la de un lado al otro.

            ─¡Buenos días Lucrecia! ¿Tienes hambre? Ahora mismo preparo café ─Me miró con cariño y sus ojos se pararon, preocupados, en las ojeras violáceas, en mi aspecto cansado y deprimido ─Si quieres te sirvo el desayuno en el porche, desde allí puedes contemplar el lago y las praderas.

            ─¡No, gracias! Prefiero quedarme aquí charlando contigo. Hoy necesito compañía.

La mujer me contempló extrañada y no dijo más, mientras ponía la mesa para las dos. Guardamos un extraño silencio, hasta que Edurne se levantó como movida por un resorte:

            ─¡He olvidado traer el tarro de los huesecillos de azúcar!

─¡Gracias, pero no hace falta, no voy a comer esos dulces! No me apetecen.

Solo pensar en el origen de los mismos me revolvía el estómago.

            ─¿Hay algún tarro más, similar en su contenido, en la despensa?

─El cuartito es muy amplio, con muchos recovecos, tendría que registrar todo a fondo. A veces hallaba a tu tía recolocando las baldas, pero nunca me dijo nada al respecto.

─Si encuentras más envases parecidos, con los dulces que ella solía desayunar, los sacas a esta mesa. A saber cuánto tiempo llevan allí metidos. Seguro que los productos están echados a perder.

─¿Quieres que haga otra tarta que no sea de almendra? Parece que no te gusta. Lleva ahí varios días y me extraña porque últimamente las devorabas.

─¡Claro que me gusta de almendras! Hace unos días, compartía los dulces con los animales que bajaban de la selva, ya sabes, un ciervo y algún otro más, y ahora no, creo que no es el alimento más idóneo para los animales.

El ama de llaves me miró a los ojos mientras me hablaba con tono de preocupación.

            ─¿Ya has conocido al ciervo? Lo amaestró tu tía, lo utilizaba como montura, igual que a un caballo. Era extraño verla corretear por ahí a lomos del inmenso animal; se internaba en el bosque donde pasaba horas.

La mujer calló durante unos instantes, perdida en imágenes del pasado.

            ─Edurne, imagino que estos bosques tendrán muchas leyendas y personajes fantásticos, cada lugar los tiene sin duda, pero no sé nada de las típicas historias de la Selva de Irati.

            ─¡Son relatos para niños! Se cuentan en las largas tardes de invierno, al lado de la chimenea, cuando la nieve y el frío hace imposible los juegos en la calle. Los principales protagonistas son las Lamias, mujeres que tienen aletas de pez y que habitan en las fuentes y ríos. Se peinan sus largos cabellos con peines de oro. Suelen ser amables con los hombres ─Y la mujer rió mientras se desprendía de la vergüenza en la voz, igual que si hablar de todo aquello estuviera prohibido en una conversación para adultos─ El más conocido de todos los mitos es, sin duda, el Basajaún, el señor del bosque. Un ser gigantesco cubierto de pelo, con forma humanoide. Ayuda a la gente que se pierde entre la fronda. Antiguamente los pastores le dejaban trozos de pan en señal de reconocimiento. Los duendes también existen en estos bosques, son bastante traviesos y a veces, malvados. Iratxo es, sin duda, el peor de todos ellos. Puede hacer que te pierdas por caminos angostos y que vagues entre los árboles hasta que mueras de extenuación. No podemos olvidarnos de las brujas, villanas y ruines; son mujeres centenarias que habitan los bosques desde el principio de los tiempos. Odian a los hombres profundamente; son las que más temen los niños, ya sabes, pueden volar en escobas y entrar por la chimenea para llevárselos. Por eso, si te has fijado en las casas del pueblo, en lo alto de la chimenea tienen colocados los espanta brujas, que consisten en unos tejadillos enrejados para evitar que, cualquiera de ellas, pueda colarse por ahí. Antiguamente, y quizá ahora también, cuando llegaba la noche, antes de acostarse, entre las cenizas del hogar, se ponían las tenazas de atizar el fuego en forma de cruz para alejar a los seres malévolos.

Me hizo gracia la mezcla de las creencias ancestrales y paganas con las cristinas. Pero no me reí. Sentía la cabeza como una auténtica jaula de grillos.

Ante el silencio de la mujer, supuse que ya había terminado de enumerar a todo el tropel de criaturas mágicas que se conocían en la zona. Me atreví a preguntarle:

            ─Edurne, ¿tú crees en todos estos especímenes del bosque?

            ─¡Claro que no! Son cuentos para los críos, nada más que eso. Aunque no viene nada mal tener a mano un poco de eguzkilore, una flor parecida al cardo, muy abundante por aquí, que se suele colocar en las puertas de las casas para ahuyentar a los genios, brujas y otros espíritus malignos. Ya sé que no existen, que son pura fantasía, pero no está demás protegerse por si acaso…

            ─¡Quizá deberíamos colocarlas en todas las puertas! Porque esta casona tiene muchas, y como tú bien dices, por si acaso. Si tienes un momento, salimos a los prados y traemos unas cuantas y así tomamos un poco el sol.

            ─¡Me parece fantástico! Tiré todas las flores secas que había cuando murió tu tía. No quería dar una imagen demasiado supersticiosa del lugar a los herederos de Úrsula.

─De donde yo vengo, colocamos en las ventanas un ramito de hojas de olivo, bendecido en la misa del domingo de ramos. Así nuestro hogar se encuentra igualmente protegido del mal. Distintos dioses, costumbres diferentes, pero la esencia es sin duda, buscar la protección contra todo lo negativo. ─Comenté a Edurne camino ya de los prados.

Hacía una mañana espléndida y paseamos un rato antes de recolectar los cardos. Seguimos charlando de mil cosas y así descubrí que mi ama de llaves no tenía familia, que se encontraba igual de sola que yo misma. Poseía una filosofía muy simple de todo, lo cual facilitaba mucho cualquier conversación. Sabía escuchar estupendamente y en cada mirada y frase había una calidez especial. Aun así no me atreví a confiarle el secreto del jardín escondido. Algo me decía que cuantas menos personas lo supieran sería mejor para las hadas y también para mí.

Ya de regreso, pregunté al ama de llaves por Gabriel, el maestro que mi tía nombraba en el diario.

            ─¿Conoces a un tal Gabriel, un maestro que vive en el pueblo?

            ─¡Claro que le conozco! Mis padres eran vecinos de los suyos hace muchos años. Es un hombre un tanto extraño. Creo que no le gusta demasiado la gente y siempre vaga solitario por los bosques. Era uno de los conocidos de tu tía.

Esta última frase la pronunció con sincera preocupación, como si la amistad de aquel hombre hubiera sido una mala influencia para mi pariente.

Colocamos los cardos en las puertas, dando un toque campestre a toda la casa. Me llevé unos cuantos para ubicarlos en los muros del jardín escondido. Las hadas habían quedado diezmadas con el veneno. Enseguida se acercaron a saludarme, tal y como hacían siempre, alegres y llenas de energía. A Bell se la veía sería y taciturna en un rincón. Era la más vieja y sabia de todas ellas, y mostraba un rictus de honda preocupación por el futuro de su especie. Allí las dejé para dirigirme al pueblo.

Me salí del sendero encaminándome hacia el gran lago. Estaba precioso con el sol reflejándose en sus aguas. Oí un trote a mis espaldas. El ciervo me alcanzo antes de llegar a la orilla. Le saludé y él contestó en su idioma de mugidos. Le dije que le necesitaría muy pronto para una misión importante y respondió con un asentimiento de cabeza. Le ofrecí un puñado de diente de león y me despedí para alejarme en dirección a las casas que se vislumbraban nada más salir de la propiedad.

Siguiendo las indicaciones de Edurne, localicé la casa del maestro en un santiamén. Me crucé con varias personas por las calles y nos saludamos como si nos conociésemos desde siempre. Yo no era como mi antepasada, a mí me encantaba la gente y necesitaba su contacto. Llamé a la puerta que aparecía cerrada a cal y canto. No hubo respuesta. Insistí varias veces porque vi una sombra atisbando detrás de las cortinas de la ventana principal. Al fin, el enorme portón se abrió de par en par. Antes de que dijera nada, un hombre alto y fornido, con canas en el pelo y un gran bigote, me gritó desabridamente:

            ─Pero ¿Quién se ha creído que es para venir a aporrear la puerta de esta manera? ¡Fuera de aquí, si no quiere que la eche a perdigonazos!…

La entrevista con el maestro.-

No me arredré ante ese energúmeno que salió a mi encuentro con aire amenazador y de pronto, abrió mucho los ojos y se quedó entre pasmado y asustado.

            ─Soy la sobrina nieta de Úrsula.

Recobrándose de su mutismo el maestro contestó:

            ─Por un segundo he pensado que era su tía la que tenía delante de mí. Aunque fui testigo de su entierro, los ojos, a veces, nos confunden.

            ─¿Puedo pasar? Me gustaría hablar con usted.

El hombre, de mala gana, se hizo a un lado del vestíbulo para dejarme entrar. El salón estaba prácticamente a oscuras, excepto por una lamparilla de colores que iluminaba con decisión un sillón de orejas, de cuero negro, gastado y viejo. En el asiento se veía un libro cuidadosamente señalizado. En la penumbra adiviné las siluetas de un aparador de madera y una extensa biblioteca. Olía a cera para muebles. Una gruesa alfombra escondía, en gran manera, el entarimado del suelo. Las ventanas apenas dejaban pasar la luz, revestidas de pesados cortinajes. Pensé que el polvo campaba a sus anchas por la casa entre oscuridad, telas gruesas y poca ventilación. Tomé asiento sin que mi anfitrión me diera su permiso. El maestro frunció las cejas ante la posibilidad de que la charla se alargara más de lo que le gustaría, y tomó asiento a su vez en el sillón, retirando con mimo el ejemplar que estaba leyendo y reteniéndolo en la mano igual que si fuera un escudo.

            ─Ya veo que está ocupado y lamento interrumpir sus tareas, pero su nombre aparece en el diario que escribía mi tía, y he supuesto que quizá entre ustedes hubiera una buena amistad. Seguramente conocerá el hecho de que ella no tenía muchos amigos.

El maestro se tomó unos minutos para contestar, tiempo que aproveché para observarle intensamente. La luz de la lamparilla le daba de lleno en buena parte del torso y los pantalones. Debía tener alrededor de sesenta años. Era alto y fuerte, con una incipiente barriga que sabía disimular respirando hondo. El pelo, escondido por la penumbra, relumbraba con la claridad de las canas, peinado de cualquier manera. Un mechón le caía en los ojos, añadiendo un toque sensual y atractivo a aquel cascarrabias. Las manos cuidadas demostraban que era hombre intelectual, no acostumbrado a duros menesteres.

            ─¡No los tenía, ni yo tampoco! Y sobre su suposición de que nos unía una estrecha amistad, está muy equivocada. Coincidíamos algunos días en nuestros paseos por el bosque. A los dos nos gustaba caminar y explorar, pero nuestras conversaciones no eran de tipo social. Seguramente nos sentíamos a gusto en mutua compañía por el mutismo compartido. No llegué a conocerla bien, ni tuve el menor interés. Era un ser extraño, de mirada de anciana y con ademanes de adolescente.

            ─¿Nunca le hizo ninguna confidencia?

            ─Estaba interesada en descubrir lugares, según sus palabras, con encanto dentro de la foresta. Le enseñé algunos de ellos.

            ─¿Y no le hablo de cierto problema que debía solucionar? ¿De ciertas criaturas que habitaban en su propiedad?

            ─Si tenía problemas de alimañas, no soy la persona indicada para solucionarlos. Mi profesión es la enseñanza, no cazar bichos por ahí. Esa es la respuesta que le hubiera dado a su tía a las preguntas que acaba de hacer.

            ─Usted que conoce el bosque, ¿no ha visto alguna criatura extraña en sus innumerables excursiones?

            ─¡Ya sé por dónde va, señora! Y no voy a seguirla el juego. Las leyendas que existen en esta parte de Navarra, son solo eso, cuentos para niños. Su tía era la que tenía fama de andar buscando extrañas apariciones, subida al ciervo galopando, igual que una loca, siempre recorriendo incansablemente los bosques, hablando sola, farfullando extrañas letanías. Así la encontré varias veces, parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas, desgreñada y gritando que la perseguían. Nunca vi a nadie. Aunque físicamente no aparentaba más de setenta años, usted sabe que era muy anciana. Un día me enseñó su partida de nacimiento, porque no podía dar crédito a sus palabras. Cuando murió acababa de cumplir ciento veinte años. ¡Eso es imposible en un ser humano!

Gabriel parecía no verme mientras relataba todo aquello. En sus ojos pude observar un gran desasosiego, incluso temor, mientras me hacía la siguiente confesión:

            ─¿Y su entierro? Di mi palabra de no revelar la ubicación de su tumba y los ritos que tuvimos que hacer para cumplimentar sus deseos. Pero usted es su sobrina y ha heredado todo, a saber qué sorpresas le aguardan en esa casa.

            ─¡Ya he tenido unas cuantas, no crea! Pero dígame ¿quién más estuvo en ese entierro? Prometo no molestar a esas personas, es sólo por curiosidad.

            ─El jardinero, el abogado y yo. Nos convocó a los tres en su lecho de muerte, le quedaba poco tiempo para fallecer. Estuvimos toda la noche con ella, junto con el médico, hasta que dio el último suspiro. El entierro se hizo al anochecer del siguiente día, sin testigos, solo nosotros tres. El lugar elegido estaba ubicado junto a una tapia que lindaba con el bosque. Nos fue muy difícil llegar hasta allí con el féretro, la fronda nos cerraba el paso a cada instante. El agujero se hallaba ya excavado en el muro y solo tuvimos que arrojarlo al fondo del mismo. Cuando la fosa estuvo llena, procedimos a vaciar en la misma, varios frascos de cristal, en los que se adivinaban huesecillos que parecían de pájaro. Volvimos a echar tierra encima y plantamos un rosal, siguiendo sus instrucciones al pie de la letra.

Me quedé pasmada al escuchar todo aquello. No sabía de qué modo tomármelo. El silencio llenó la gran sala. Al fin, el hombre viendo mi turbación preguntó:

            ─¿Quiere una copa?

            ─¡Sí, por favor!

Me bebí la copa de vino a pequeños sorbos que parecieron entonar mi mente sombría.

            ─Una última pregunta Gabriel, ¿mi tía nunca le habló de sus hadas?

            ─¿Hadas? Por aquí no hay de eso. Lo auténtico de la tierra son las lamias, duendes, el basajaún, las brujas y algún que otro fantasma, pero las hadas son intrusas en el folclore de la región. Si existieran, habría que echarlas de aquí. Este no es su territorio.

Cuando el hombre pronunció la palabra intrusas fui capaz de vislumbrar tal cúmulo de odio en su pronunciación que me dejó anonadada.

Me despedí del maestro abruptamente y con ganas de salir de allí lo más rápidamente posible. Cuando cerraba la puerta tras de mí, le oí murmurar:

            ─¡No venga a visitarme nunca más!

John_Atkinson_Grimshaw_-_Spirit_of_the_Night


Dando traspiés, por el vino que me acababa de tomar o por la información recibida, llegué a la verja de mi casa. Anochecía en esos instantes y la silueta del ciervo se dibujó nítidamente cerca del lago. Me miraba con mucha atención, parecía esperarme. Me acerqué a toda velocidad hacia él. Le vi allí, majestuoso, maravilloso, balanceando su pesada cornamenta, esperando que le hablara. Fui incapaz, él acercó su cabezota a mi mejilla y le abracé. Las lágrimas surgieron en torrente y lloré durante un buen rato. Tenía que sacar fuera la decepción de tener una pariente que estaba loca, que la cantidad de huesos de hadas ingeridos no solo habían ralentizado su envejecimiento sino que la habían trastornado la mente. Se había hecho un enterramiento al más puro estilo hada, sepultada entre montones de mágicos huesecillos. Me sentí tan decepcionada por haber creído a pies juntillas en su diario. Y luego estaba el maestro, ese hombre lleno de rabia y odio a la gente, a la alegría, a lo que le era desconocido. Parecía mentira que un estudioso como él llegara a ser tan obtuso. ¿Estaría también loco, igual que mi tía? Mi mente me dijo que sí, que su aislamiento le había trastornado hasta límites insospechados.

El ciervo estuvo a mi lado sin mover un músculo hasta que me calmé. Poco a poco recobré el dominio de mí misma. Tenía que sacar a las hadas de mi mansión cuanto antes.

            ─Te espero al amanecer, en este mismo sitio. Llevaremos una carga muy especial. Me tienes que conducir a un lugar del bosque, un sitio especial que hallaste con Úrsula. ¿Entiendes todo lo que te digo?

El animal afirmó con la cabeza emitiendo pequeños bramidos de asentimiento. Le acaricié la cabeza con cariño. Cadenciosamente se dirigió hacia el bosque, se paró varias veces para mirarme, le dije adiós y subí por el sendero hacia la casa. Olía a pescado al horno, la cena estaba casi lista. Me demoré unos instantes en mi habitación para dirigirme al jardín escondido detrás de la puerta de mi armario. Llamé a las hadas que, obedientes, se colocaron a mi alrededor.

            ─Mañana, antes del amanecer, partiremos hacia el bosque, en busca del lugar que Úrsula eligió para vosotras. Os esconderé dentro de una caja de zapatos, no quiero que vuestro fulgor os delate. Viajaremos en el ciervo que usaba mi tía para sus excursiones. Él es el único que conoce el camino. ¡Estad preparadas!

Deseé buenas noches a los cariñosos entes, que me abrazaron como solían hacer en cuanto me descuidaba, mientras la reina Bel y yo cruzábamos una mirada de temor.

Bajé a cenar con Edurne. Los guisos de esta mujer eran deliciosos. Aunque el hambre había volado con los disgustos, la sopa de verduras me sentó igual que un tónico vivificante.

            ─Edurne, mañana saldré temprano a dar una vuelta por el bosque. No hace falta que te levantes para preparar el desayuno. Ya me las apaño sola.

            ─¿Irás con el ciervo?

            ─¡Sí, sola no me atrevería! El conoce el bosque mejor que nadie.

Una sombra de preocupación se dibujó en el rostro del ama de llaves.

            ─¡Ah, se me olvidaba! He encontrado un montón de frascos más en la despensa. ¿Qué hago con ellos?

            ─Mañana cuando regrese de mi paseo, decidiré su destino. Gracias Edurne.

            ─No me gustaría que perdieras la razón como tu tía.

            ─¿Tú también piensas que estaba loca?

            ─No solo yo, todos los que la vimos alguna vez, montada en el ciervo, hablando sola y persiguiendo no sé qué seres que veía.

            ─Edurne, ¿alguna vez te habló de las hadas?

            ─¡Pues no! Además esos seres nunca han habitado nuestros bosques. No son de aquí. ─Y riéndose, comentó─ Si vinieran, se tendrían que ir más que deprisa, nuestros habitantes de los bosques se las comerían con patatas ─Y rio de buena gana.

En la soledad de mi habitación, después de dar un último vistazo al diario, pensé que no estaba segura de que el secreto de mi tía no hubiera trascendido. Alguien odiaba a los seres que vivían en mi jardín, tanto, que los quería muertos, y yo conocía a más de un candidato con esas características.

Cuando puse la cabeza en la almohada, una pregunta se perfiló en mi cabeza: ¿Por qué la tía Úrsula había tardado tantos años en buscar una ubicación en el bosque para las hadas?

La ciudad de las hadas.-

Apenas pegué ojo en esas horas. El desasosiego campaba a sus anchas con cada inspiración. Todavía la noche se mostraba oscura y fresca cuando me asomé a la ventana. El ciervo, puntual igual que un reloj suizo, se encontraba esperando en la cerca del lago. Cogí una caja de zapatos e hice varias perforaciones en la tapa. A continuación forré su interior con algodón, acolchando en lo posible el cartón, para evitar golpes a las futuras ocupantes.

Bajé a la cocina para preparar un café bien cargado. Comí un buen trozo de bizcocho de zanahoria con queso fresco y preparé una porción para llevar en el camino. Mientras desayunaba, observé los frascos de cristal que contenían huesos de las habitantes del pequeño jardín. Mi tía se había aprovechado de esos inocentes seres para lograr vivir los años que le había dado la gana. ¡Menuda bruja egoísta! ¿Siempre había sido tan taimada, o quizá la sustancia que ingería cada mañana la fue transformando poco a poco?

Estaba muy enfadada conmigo misma por haber confiado totalmente en una desconocida, por muy pariente mía que fuera, tanto, que la razón se encontraba adormecida, esperando el momento de funcionar. Y lo hizo durante aquella extraña excursión, ya lo creo que sí.

Subí a buscar a las hadas que, contentas con salir de su encierro, daban grititos de alegría mientras se acomodaban en la caja de cartón. Con ella en la mano me dirigí a las cuadras en busca de arreos para montar al ciervo. Encontré una silla preciosa con las iniciales de mi pariente, una manta, cabezada y bridas, todo cuidadosamente colgado de uno de los ganchos de la pared. Supuse que era el aparejo que ella utilizaba en sus salidas a la fronda. Hice varios viajes para llevar todo aquello hasta la cerca donde esperaba el animal. La caja de las hadas iba conmigo a todas partes, no me separé de ella ni un instante. No sabía si había ojos vigilando cada uno de mis movimientos.

El ciervo me ayudó sobremanera a colocar aquella colección de extraños artilugios en su sitio. Até la caja a la silla de montar, dejándola bien anclada para que aguantara la galopada que íbamos a emprender. Tuve que subirme a un tocón para montar en el ciervo porque en mi vida había hecho algo semejante y era poco diestra en encaramarme a lomos de ninguna bestia. Finalmente nos dirigimos hacia el bosque, mientras una tenue franja de luz se dibujaba en el horizonte.

Estábamos a principios del otoño y hacía mucho frío en aquella madrugada. Los colores de la Selva de Irati se mezclaban entre verdes, ocres y rojos. Aún quedaban gran cantidad de hojas en los árboles, no obstante, el suelo se encontraba totalmente alfombrado del revestimiento estival de varios de sus longevos habitantes. Íbamos rápidamente, pero sin dejarnos arrastrar por una carrera alocada, y nos alejábamos cada vez más de la civilización. Al rato de cabalgar comencé a sentir las piernas entumecidas por la postura. No me atreví a parar en medio de la fronda, me sentía constantemente vigilada por cientos de ojos.

Durante dos horas correteamos por senderos que mi montura conocía a la perfección. El último tramo resultó el más duró. Hubo que bajar un terraplén muy inclinado, pero el ciervo lo descendió lentamente, asegurando cada pata antes de dar el siguiente paso. Era un animal excelente, había que reconocer la ingente labor de mi tía en el entrenamiento del herbívoro.

El sol se encontraba en su zenit cuando arribamos a un calvero, muy extenso, que se dilataba hasta donde me alcanzaba la vista. El animal se paró, indicándome que aquel era el lugar que buscábamos con tanto ahínco. Bajé de mi montura y con la caja de zapatos entre mis brazos, hice una somera inspección del terreno.

En el centro del claro se divisaba un pequeño lago, alimentado por una catarata que nacía en lo alto de un risco. El prado presentaba una hierba esmeralda salpicada de cientos de florecillas silvestres. Observé que alguien se había tomado la molestia de hacer una pequeña muralla de flores protectoras, las eguzkilores. Estuve admirando la multitud de diminutas construcciones que se adosaban a los árboles, parecidas a casitas de pájaros. Estaban construidas con las cortezas de algunos de los ejemplares que crecían por el contorno y, aparte de resultar encantadoras, parecían muy confortables.

Abrí la caja esperando que las hadas salieran disparadas, riendo y gritando, pero el espectáculo fue otro. Presentaban un tono verdoso y respiraban con dificultad. ¡Se habían mareado! Previendo este incidente, saqué de mi mochila un vaso en el que vertí agua de la catarata y un sobre de azúcar. Con una jeringuilla, comencé a administrarlo, gota a gota, en la boca de los pequeños seres. En unos instantes se fueron recobrando del trance sufrido y se comportaron como tenían por costumbre, igual que una pandilla de mocosos en el recreo del colegio. Hubo zambullidas en el lago, vuelos rasantes en la catarata, y gritos de júbilo al encontrar el acomodo preparado.

Bell vino a agradecerme todo lo que había hecho por ellas durante el tiempo que me había ocupado de su  bienestar.

            ─El agradecimiento es tan infinito que no sé con qué podría recompensarte.

            ─No necesito regalos, de verdad. Saber que estáis bien aquí, es un premio más que suficiente para mí.

            ─¡Ah! Ya sé qué te podemos dar. Te guardaré unos cuantos huesos para que tu vida sea mucho más longeva que la de tu tía, así podrás visitarnos y vigilar que nadie nos haga daño.

            ─Gracias reina Bell por tus buenos deseos, pero no quiero restos de hadas. Moriré cuando llegue mi momento, no me gustaría sobrevivir a mi tiempo. Con respecto a vuestra seguridad, es un tema que me preocupa, pero seguro que cuando os conozcan los habitantes de por aquí, os apreciarán mucho.

El hada se quedó un poco sorprendida por mi rechazo hacia su regalo, pero no se enfadó, esa reacción no estaba en su naturaleza cariñosa e inocente.

Me senté a la orilla de la laguna, viendo los juegos de las nuevas inquilinas de la floresta. ¡Se las veía tan felices! Sentí una paz interior que hacía tiempo que no recobraba y mi cerebro, igual que movido por un resorte, se puso a trabajar.

¿Por qué una persona egoísta, antojadiza y loca, había hecho una labor tan intensa en ese lugar, demostrando un gran interés en acondicionar el calvero para que los seres alados estuvieran a gusto? E igual que las piezas de un puzle, todo cuadró en mi cabeza.

Me dispuse a verificar mi teoría y llamé al ciervo para emprender el camino de regreso. Antes de montar convoqué a las hadas para despedirme.

            ─Ansío con todo mi corazón que este lugar sea un maravilloso hogar para vosotras. No os preocupéis por vuestra seguridad, hay alguien que velará para que no os ocurra nada malo, os lo garantizo. No volveré nunca por aquí, pondría en peligro vuestra protección. Este debe ser un lugar secreto para todos. ¡Adiós, pequeñas, hasta siempre!

Las hadas me rodearon, apretando con sus pequeños brazos parte de mi anatomía. Compungidas, me despidieron mientras desaparecía montada en el ciervo. Ningún ser u animal visible o invisible nos estorbó en nuestro largo recorrido. Cuando arribábamos a mi propiedad, le pedí a mi montura que me llevara al muro donde se debía ubicar la tumba de mi tía.

Nadie se dio cuenta de nuestro regreso ya que no llegamos a salir de la fronda. Un terraplén cuajado de árboles y maleza llegaba hasta la misma pared de mi propiedad. Desde el sitio en el que me encontraba, unos metros más arriba, pude observar una parte de mi jardín escondido. Cualquiera que vigilara mi casa exhaustivamente se hubiera percatado de que escondía algo importante en ese vergel. Tuve que apearme de mi montura porque los dos no cabíamos en los espacios que la naturaleza dejaba en nuestro lento avance. Al fin alcanzamos el muro. Un gigantesco rosal, con flores del tamaño de coles ciclópeas, se extendía a lo largo de dos metros del mismo. Me agaché a tocar la tierra que parecía recién removida. Las enormes raíces se enterraban varios metros más abajo, sin duda, sustentadas y alimentadas por los huesos que habían pertenecido a mi pariente. Sonreí al comprobar que Úrsula había tenido éxito en su transformación. Un nuevo ente vivía en el bosque, el mejor protector que podían tener las hadas.

Mi tía había tomado una dieta especial de esqueletos molidos durante sesenta años, para convertirse en un ser como los que poblaban aquellos bosques. La ingesta de esas sustancias le había permitido ver a los demás habitantes de la floresta, los que vivían en la imaginación y en las historias de las personas. Conocía el odio que profesaban todos aquellos contra los intrusos y por eso no permitió la mudanza de las hadas hasta que estuvo segura de poder protegerlas.

Pero ¿Cómo sabría que yo me ocuparía de ellas cuando muriera? Jamás hizo indagaciones sobre la familia, y parecía tenerle sin cuidado conocer la supervivencia de alguien de su sangre. ¿Estaría al corriente de mi existencia?

Me despedí del ciervo. Le abracé igual que a un familiar. Había sido mi único amigo en todo lo relacionado con las hadas. Comprensivo, cariñoso y, sobre todo, eficiente.

            ─Vuelve al bosque y escóndete bien de los cazadores. No volveré a montarte. Eres un animal salvaje y así debes seguir. Ya has cumplido de sobra tu misión. ¡Sé feliz allá donde vayas, querido amigo!

El animal me contestó con ligeros relinchos, igual que solía hacer cada vez que le hablaba y, enseguida, desapareció en el bosque. Mientras me secaba unas cuantas lágrimas, llegué a la puerta de la casa. Edurne trajinaba en el salón, había descolgado las cortinas y se afanaba en limpiar la cristalera gigantesca.

            ─¡Hola Edurne! Ya estoy de vuelta. Creo que esta casa es demasiado grande para que la arregles tú sola. Estaría bien que contratáramos algo de ayuda ¿te parece?

            ─¡Una idea excelente! Tu tía no quería extraños rondando por sus tierras e hice lo que pude por mantener la mansión medianamente cuidada, pero era y es una tarea imposible para una persona sola.

Allí dejé al ama de llaves, ocupada con su trabajo y me dirigí al jardín escondido. La magia de sus ocupantes no se había desvanecido, perduraba en cada rincón. Me metí en el árbol que había servido de refugio a mi tía, subiendo las escaleras hasta alcanzar el confortable habitáculo. La primera vez que estuve allí, no realicé una exhaustiva exploración. Al encontrar en uno de los cajones el diario, me di por satisfecha. Ahora era el momento de registrar el lugar palmo a palmo. En los cajones no hallé nada de interés. Miré la mesa por todos los lados, en busca de algún rincón secreto. No hubo suerte. La pequeña estantería que se adosaba a la pared tenía tres únicos libros que abrí esperando tropezar con algún papel o una carta que explicara su interés por sus descendientes.

Agotada de tanto trajín, me senté con la cabeza entre las manos, intentando pensar. ¿Dónde escondería algo para que nadie lo encontrara?… Estaba claro que lo dejaría a la vista, disimulado entre otras cosas, pero no oculto en un cajón. Paseé la mirada por el recinto. Se hallaba decorado con hojas secas pegadas a la pared y con multitud de fotografías. En ellas aparecía mi tía en sus diversos viajes, acompañada de otra mujer, y también sola, posando muy sonriente. Había que reconocer el gran parecido físico que nos unía, si hubiera nacido en su tiempo, sin duda, nos hubieran tomado por gemelas. Una de las fotografías me llamó especialmente la atención, aunque estaba en blanco y negro, al igual que las demás, me resultó muy familiar. ¡Claro que lo era! Se trataba de mi despacho en la firma de abogados. Y la mujer que aparecía en la imagen no ese trataba de Úrsula sino de mí misma. Me habían retratado mientras trabajaba afanosamente en la corrección de unos papeles.  ¡Ella sabía de mi existencia! Seguro que fui investigada concienzudamente.

Emocionada con este nuevo descubrimiento bajé a la cocina a comer. La tarde la dediqué a contratar a unos albañiles para reestructurar mi habitación. Quería que el jardín escondido dejara de serlo y formara parte de las vistas espectaculares que tenía desde allí. Después de la cena, decidí ocuparme de los tarros de los huesos. Los fui echando en el fogón uno por uno. Al poco rato Edurne me llamó para que saliera afuera. Abrigándome bien me uní al ama de llaves, hallándola envuelta en una manta, en el lugar desde donde miraba pasmada la chimenea de la casa. Alzando la cabeza observé un humo malva que estallaba en mil luces con la misma intensidad de unos  pequeños fuegos artificiales. Estuvimos allí ancladas, vigilando el maravilloso espectáculo, hasta que la neblina de colores desapareció. Edurne volvió a la casa. Me quedé unos instantes rezagada, admirando el extenso jardín. Algo se movió en la floresta. Mi mirada agudizó su enfoque para descubrir la tenue luminosidad de una silueta arto conocida: una mujer de pelo de plata, a lomos de un gigantesco ciervo, me observaba desde la oscuridad de los árboles. Desapareció en un pestañeo, dejándome un regusto de sueño cumplido.

Al fin había visto con mis propios ojos a uno de los seres de las leyendas.


María Teresa Echeverría Sánchez (novelas, libros de relatos y literatura infantil y juvenil).-




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