LOS MINIÑOS – (Un cuento de brujas) – Segundo y último capítulo.-

Los cuatro Rompientes subían por una de las calles admirando el sonido del silencio que soplaba, desde los montes, alientos con aroma de pino, mientras las brujas trataban de reconducir a la familia hacia una de las bifurcaciones de la villa. Las fantasmagóricas mujeres, calvas como son todas las brujas, y con horribles verrugas en sus ganchudas narices, castañeteaban los dientes en señal del esfuerzo colectivo por empujar a los visitantes hacia sus dominios. En varias de las bocacalles se instalaban los antiguos hornos semicirculares, adosados a las casas como un habitáculo más. Las brujas allí amasaban sus dulces hechos con harina de trigo, miel y almas de niños o, en su defecto, robaban la de algunos animales, sobre todo gatos. Había algunos de estos espíritus pinchados con clavos en la pared, secándose para así potenciar su sabor y aroma o todavía retorciéndose -igual que un insecto atravesado por una aguja- hasta perder el hálito de vida que les caracterizaba.

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Para atraer a cualquier infante u robarle su bien más preciado las hechiceras empleaban a los miniños, fabricados con mininos vaciados de su espíritu y rellenados con almas robadas de tiernos chiquillos que embelesaban a nuevos visitantes. No debían dejar ningún cuerpo sin alma, las arpías eran muy prácticas en sus manejos, y conocían el hecho de que el pellejo se desinflaría igual que un globo y no serviría para nada.

En ese instante la familia pudo oír el lloriqueo de un bebé, eso le pareció a mamá Rompientes, pero a papá le sonó a maullido felino y a los dos pequeños a gritos de niños jugando alborozados. Hacía allí se encaminaron todos ellos resultándoles imposible sustraerse a tan interesante cebo. Al volver el recodo de la calle los padres se quedaron de una pieza al descubrir una enorme cabeza calva a ras de suelo. La testa de piedra presentaba dos orejas a los lados, una de ellas destrozada de alguna patada, se hallaba de espaldas, embutida en el muro en una especie de hornacina de cuatro lados. Este hallazgo intrigó enormemente a los papás Rompientes que se estrujaban el cerebro en busca de una explicación coherente.

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            ?¿Quién iba a decir que Clodomira nos echaría una mano? Tan rrrreticente a dañar a los niños, tan sssosa y llorosa y tan…poco bruja. Se merece lo que le hicimos.

Unos sonidos espantosos surgieron de la cabeza calva de piedra, rumores que flotaban en el viento y no hicieron más que atraer la atención de los padres Rompientes, inclinándose afanosamente sobre aquel despojo pétreo y soltando en su empeño las manos de los infantes.

Paty y Sam se quedaron quietos sin saber qué hacer. Unos cuantos gatitos se habían hecho visibles en uno de los rincones de la callejuela. Los miniños redoblaron su griterío para atraer a los pequeños.



Una de las brujas comentó:

            ?Quizá deberíamos dejarlos marchar, éstos no son iguales a otros niños que vienen por aquí y tampoco tenemos tanta hambre. Acabamos de zamparnos media docena de almas de cabras montesas.

            ?¡No compares, por favor! El sabor de un alma pura no tiene nada que ver con la de una cabra. Es tan suculenta y dulce que no hay paladar en la tierra que se le pueda igualar. "La inocencia y la fe sólo en los niños se encuentran repartidas", ya lo dijo Dante; y antes de que se estropee nosotras la hacemos desaparecer.. en nuestros estómagos. ?Contestó una de las hechiceras.

            ?¿Tienes escrúpulos, querida? Quizá debamos hacerte el tratamiento de Clodomira: Separar tu cabeza del cuerpo de un solo tajo. Se llenará todo de un gran charco de sangre negra como la tinta y durante días se preguntaran los forasteros qué cloaca se ha roto en el pueblo. Tu testa se transformará en piedra de inmediato y se hará visible a los humanos para que puedan darte puntapiés, como lo hacen con ella continuamente los que pasan por este callejón. Además al estar de espaldas, a ras del suelo, nunca sabrás en qué instante alguien se acercará, no podrás verlos, solo sentir sus pisadas y golpes y tu única visión será el nicho que te acoge. Llevaremos tu cuerpo a los montes, enterrándolo muy hondo para que se pudra. Así estarás durante unos cuantos lustros, hasta que estés más muerta que viva. ¿Sigues pensando en que debemos dejarlos marchar?

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La bruja no volvió a rechistar a las demás, sino que con más ahínco golpeó a los miniños para que redoblaran sus llamadas. Paty y Sam se fueron distanciando de sus padres, primero dieron un paso y volvieron la cabeza para ver a papá y mamá muy concentrados en aquel cráneo gigantesco. Luego dieron otro, y para cuando saltaron al tercero ya no miraron hacia atrás sino a los mininos. Llegaron a aquel rincón y el tiempo se detuvo.

Las brujas introdujeron en la boca de los niños sus uñas negras, afiladas y gigantescas, y de un ligero tirón se hicieron con el alma de Sam, enseguida la reemplazaron con una de minino. Con Paty resultó más trabajoso pues la cría se resistía a abrir la boca; cuando consiguieron enganchar el alma de la pequeña oyeron los pasos de los Rompientes acercándose a toda velocidad. Antes de que las sombras de los padres se cernieran sobre las cabezas de los niños, las brujas tiraron del alma de Paty con energía, ésta se rasgó por la mitad y solo consiguieron un buen pedazo. Enseguida remendaron el espíritu de la cría con el de un gato.

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            ?¿Por qué os habéis soltado de la mano?? Preguntó mamá Rompientes.

            ?¡Porque nos ha dado la gana! ¡Estamos hartos de vuestras malditas órdenes!? Contestó Sam.

Los padres se miraron aterrados, ese no era su hijo, él nunca había dicho nada como aquello. La niña los miraba muda no solo de asombro, sino porque no podía articular una palabra, no lo hizo hasta muchos años después. También sus ojos permanecieron muy abiertos en un continuo sobresalto. Los Rompientes miraron alrededor para observar qué había alterado tanto a sus pequeños, pero no vieron a las brujas que manipulaban reverentemente los galardones obtenidos.

Las hechiceras enseguida se metieron en el horno de fabricar pan. Hicieron masa con harina, agua y miel. En el instante en el que los ingredientes se mezclaron bien, añadieron el alma de los niños, completando la mezcla con otras más que tenían colgadas de las paredes. Con la boca goteándoles de puro gusto, formaron porciones pequeñas y las metieron en el horno. Un aroma a pan recién horneado envolvió el villorrio en un instante.

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Mientras tanto, los papás arrastraban a sus hijos de la mano con miles trabajos, parecían que les hubieran crecido garras en los pies, y de este modo tuvieron que emplearse a fondo para llevarlos hasta el coche. Por el camino pararon para que los pequeños comieran algo. Fue la primera vez que se negaron a tomar otra cosa que no fuera leche. Los bollos, los bocadillos y las patatas fritas no las tocaron. Entonces los Rompientes sí se preocuparon de verdad. El viaje de regreso fue terrible, los hermanos se peleaban continuamente emitiendo gritos y arañándose el uno al otro igual que dos fieras salvajes. Por más que los regañaban los críos hacían oídos sordos a las reprimendas.

Lo peor estaba por venir. Cuando alcanzaron la casa, toda la vecindad supo que habían llegado, ya se encargaron los niños de delatar su presencia haciendo mil sonidos estruendosos que sacaban de quicio a todos los que les escuchaban. La madre Rompientes, persona muy juiciosa, juzgó que los pequeños estaban demasiado nerviosos para dormir e intentó darles un baño. Los chillidos fueron en aumento cuando el agua y jabón hicieron mella en la piel de los infantes. Lo único que bebieron antes de irse a dormir fueron unos vasos de leche. En la quietud de sus ronquidos, porque roncaban como dos posesos, los padres tuvieron la certeza de que Paty y Sam habían sufrido algún tipo de metamorfosis. Resolvieron que los llevarían al médico al despuntar el día, en la completa seguridad de que él los curaría.



A la mañana siguiente los niños se levantaron más normalizados, aunque Paty seguía sin hablar, pero desayunaron igual que hacían cada día, y la visita al galeno se postergó hasta un mes después cuando Sam mordió y arañó a un compañero de clase.

hermanos peleandose


La vida de aquella familia quedó tan alterada que nadie hubiera dicho que se trataban de las mismas personas que salieran una mañana de agosto de excursión. Los padres Rompientes, que eran buenos y pacientes, se armaron de valor y poco a poco se acostumbraron a aquellos hijos nuevos que tenían el porte de los antiguos. No había otra solución.

A lo que nunca se llegaron a acostumbrar fue a los maullidos ensordecedores que daba su hijo Sam algunos días de luna llena, en respuesta a otros que les llegaban de la calle.

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La madre Rompientes en su fuero interno pensaba que la culpa de todo aquello la había tenido aquel religioso que les había echado algún mal de ojo a los pequeños cuando visitaron el monasterio de El Paular. El padre, sin poner voz a sus pensamientos, tenía la convicción de que la visita a aquel pueblo oscuro había tenido algo que ver en todo aquello.

Nunca volvieron a ese siniestro pueblo, quedando en su memoria -Patones de Arriba- como frontera entre una vida feliz y familiar y una existencia sin apenas "vida", porque entre tanto sobresalto aquello ya no se pudo llamar así.

Moraleja: Vigilad muy estrechamente a los infantes; no sabemos qué clase de depredadores puedan acecharlos desde inocentes rincones o con cándidos disfraces. FIN.

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Nota de la autora: Patones de Arriba es un precioso pueblo de Madrid, pintoresco y oscuro porque es de pizarra, una piedra negra y brillante que atrae el sol. Posee una curiosa historia de tradición monárquica, pues tuvo un rey, como villa independiente, hasta hace pocos años. En la época de la invasión francesa por las tropas de Napoleón Bonaparte, esta villa se libró de estar bajo su jurisdicción simplemente por el hecho de hallarse escondida en tan escarpados montes; de este modo los invasores, que sabían de su existencia, juzgaron que no merecía la pena arriesgar tropa y víveres para doblegar a un puñado de pastores. En la actualidad la mayoría de las casas están dedicadas a la restauración. Aun así el pueblo no ha perdido su halo misterioso, ese que tienen las poblaciones aisladas en las montañas. ¡Os animo a visitarlo, os encantará!

María Teresa Echeverría Sánchez (Para ver el catálogo de mis obras pinchad en este enlace)



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