Lo doméstico

Hoy es 8M y, como llevo haciendo varios años, estoy en huelga. Huelga relativa, porque las autónomas ya se sabe, pero huelga al fin y al cabo. Suelo hacerla, además, de brazos caídos y de consumo, es decir, no hago nada durante todo el día ni compro nada durante todo el día para no obligar a trabajar a las mujeres que no pueden hacer huelga y tienen que estar en tiendas y restaurantes por decreto.

Pero ayer tuve una discusión conmigo misma mientras pensaba en cómo gestionar la huelga y en qué iba a hacer y en la conveniencia o no de ir a la manifestación que sí se celebra en mi ciudad. Porque mientras pensaba en cómo disfrutar del día y aprovecharlo al máximo, pensé que podía preparar unas galletas.

“Tengo los ingredientes, hace días que quiero hacerlas y mañana voy a tener tiempo”, argumentaba una parte de mi cerebro. “¿Qué parte de HUELGA no has entendido?”, le respondía airada la otra. Estuve rumiando un rato, que ya sabéis que yo soy de reflejos lentos, y pensando en las tareas domésticas, en la carga mental y en todas esas cosas. Y en cómo, cuando celebramos el día de la mujer trabajadora, buscamos a mujeres que hayan destacado en lo suyo, que sean referentes y ejemplos para todas, sin darnos cuenta de que el mayor ejemplo quizá estuviera en casa.

Ojo, no os precipitéis con las conclusiones (me las imagino volviéndose sólidas en un matraz aforado y cayendo al fondo), el trabajo de visibilizar a todas las mujeres que han sobresalido en la ciencia, la literatura, la política, el cine o el campo que sea es indispensable. Necesitamos todos y cada uno de los referentes femeninos que podamos tener, porque esa es la única manera de que las niñas sepan que pueden ser lo que les dé la gana, que no hay límites para su ambición ni sus sueños, eso no os lo voy a discutir.

Pero pienso que desdeñamos lo doméstico, que ha quedado relegado a la queja (totalmente pertinente, por otro lado) de que somos nosotras las que seguimos limpiando, fregando, ordenando la ropa y acordándonos de cuándo le tocan las vacunas al niño. Lo doméstico ha quedado reducido a las desagradables tareas de mantenimiento de la casa, desde tirar la basura hasta lavar a fondo el inodoro. Trabajos que, siempre que podemos, externalizamos porque nos parecen muy engorrosos.

Sin embargo, la sombra de la domesticidad es alargada y no se limita a eso. Nuestras abuelas y todas las mujeres que estuvieron antes que ellas no solo hacían la comida y fregaban el suelo, sino que eran auténticas maestras de la gestión y la asignación de recursos. Me atrevo a decir que eran las grandes anticapitalistas y ecologistas de la época y que, si el mundo está tan mal ahora, es porque les hemos dado la espalda a todas sus enseñanzas.

Ahora que ya me prestáis atención dejadme que me explique. Lo doméstico, la gestión de un hogar, va mucho más allá de pensar qué se cena hoy o cómo sacar manchas de grasa de la ropa. Esas mujeres que vinieron antes que nosotras tenían conocimientos increíbles que ahora se tienen que recoger en libros porque la mayor parte de la gente las hemos olvidado. Y, muchas veces, me río sola cuando incorporamos una nueva forma de hacer algo en casa, que nos parece más ecológica porque es sencillamente volver a cómo hacían las cosas las mujeres hace años.

No, no me engaño, ya sé que entonces no era algo que las mujeres escogieran, sino lo que se esperaba que hicieran. Y sé que era un trabajo desagradecido y duro, sin todas las comodidades que tenemos ahora. No es que crea que las amas de casa o las mujeres pobres convertidas en criadas de casas bien sean el ejemplo a seguir, pero sí que creo que nos timaron cuando nos sumamos a la fuerza de trabajo, nos hicieron creer que nuestros conocimientos y nuestras capacidades no servían para nada y que teníamos que cambiar. Y nos hicieron creer que todo lo doméstico no tiene ningún mérito ni ningún valor, que cualquiera puede hacerlo.

Pero todas esas mujeres sabían, por ejemplo, plantar cosas. Y tenían en el patio o en el huerto unos tomates y unas lechugas, o unas hierbas aromáticas, que no tenían que comprar nunca envueltas en plástico, porque ahí estaban. Y ellas entendían de las épocas y de cómo funcionaba el huerto, sabían qué se podía comer o cultivar en cada estación y sabían también de conservar las sobras, de hacer cocina de aprovechamiento, de guardar alimentos en botes, de hacer mermeladas y guisos y de aprovechar las hojas de las zanahorias y de los rábanos. Sabían de costura y punto, de remendar y reaprovechar todo lo raído y gastado.

Esas mujeres, de toda clase social, de cualquier ideología, tenían el conocimiento ancestral que, sí, gracias al patriarcado, siempre ha sido cosa de féminas. Y que, desde que nos incorporamos al trabajo productivo, tenemos tendencia a desdeñar y a ningunear, porque, pobrecillas, no podían realizarse siendo sencillamente amas de casa. ¿Cómo iban a ser mujeres importantes si no aportaban nada a la sociedad?

Pues esos conocimientos ancestrales, esas prácticas que se transmitían entre generaciones, esas charlas en la cocina o alrededor de la mesa camilla mientras se bordaba, remendaba y cosía tienen un valor incalculable. Lo doméstico, todas esas pequeñas tareas diarias que ellas repetían y dominaban, era la manera de no caer en el despilfarro, de no comprar por comprar. Eran conocimientos que casi hemos perdido y que nos damos el lujo de minimizar.

Aquí se mezclan tantos temas que darían para muchos párrafos, pero quiero quedarme con una idea. Este modelo de consumo exacerbado, de reverencia a las cosas de usar y tirar, de rapidez y comodidad lo tenemos porque nos hemos olvidado de lo doméstico. Porque ya no sabemos hacer nada de lo que antes se hacía en casa. Porque no sabemos conservar, porque tiramos alimentos, porque nos molesta fregar, porque no sabemos arreglar. Porque nos han enseñado que no tenemos tiempo para lo doméstico. Y porque han querido que rechacemos frontalmente todos esos conocimientos que tenían las mujeres que vinieron antes.

Nos han inculcado que las tareas feminizadas son menos importantes, igual que los trabajos feminizados o los sectores feminizados. Y hemos olvidado el valor de todos esos conocimientos generales de gestión y optimización del tiempo y los recursos que han tenido desde siempre las mujeres. Mujeres que han sido las encargadas, además, de transmitir conocimientos y cultura.

Muchas veces me siento dividida cuando se habla de feminismo, porque la domesticidad es muy importante para mí. Gran parte de mi ocio pasa por plantar verduras, hacer conservas, coser o tejer. Y durante mucho tiempo me sentí culpable de que así fuera, porque pensé que eso menoscababa la lucha de las mujeres por conseguir el lugar que les correspondía en el mundo. Pero ya no. Porque creo que no hay lucha feminista que no sea inclusiva, que no celebre la diversidad de las mujeres y su derecho a hacer lo que quieran. Que no entienda que los conocimientos que las mujeres nos hemos ido transmitiendo tienen un valor incalculable y nos enseñan a cuidar el planeta y lo que tenemos.

Y pienso en el poema Los nadies, de Eduardo Galeano. Y en esos versos que dicen que los nadies no hacen arte, sino artesanía. En ese limbo creo que nos hemos quedado las mujeres. En el de que nuestros conocimientos no son importantes, como si el ritmo de las estaciones no lo fuera, como si saber guardar la abundancia del verano para el peor momento del invierno no tuviera ningún valor. En el de la palmadita en el hombro y el comentario condescendiente, porque saber coser un botón no tiene importancia. Nuestros conocimientos no son tales, son anécdotas, tonterías que puede aprender cualquiera.

Lo repito. Las mujeres han sido siempre las grandes luchadoras por el planeta y contra el capitalismo, aunque no lo supieran. Aprovechándolo todo al máximo, trabajando con las estaciones, gestionando cada recurso de la mejor manera. Y reivindico nuestro derecho a seguir siéndolo. A disfrutar de la domesticidad sin que se nos mire por encima del hombro. A que nos gusten algunas labores sin que por eso seamos menos feministas ni menos productivas.

Muchas veces pienso que seguimos midiendo el mundo con una vara masculina que poco tiene que ver con lo que las mujeres consideramos importante. Y creo que el feminismo tiene que pasar necesariamente por ahí. Por el respeto a las mujeres que hicieron grandes cosas y por el respeto a las grandes mujeres que hicieron cosas pequeñas. Por volver a poner en su sitio todo ese acervo cultural del que nosotras somos las depositarias y que vamos transmitiendo a las siguientes generaciones. Porque podemos hacer lo que tradicionalmente han hecho los hombres y tenemos que reivindicar nuestro lugar ahí, pero también tenemos que defender el valor de lo que tradicionalmente han hecho las mujeres, que es igual de importante.

Así que hoy estoy muy orgullosa de todas las mujeres que vinieron antes. Y de algunas mujeres mayores, de pueblo, a las que tengo la suerte de conocer, que siguen trabajando con las estaciones y aprovechándolo todo al máximo, que entienden el valor del trueque y de la comunidad, y que son mi modelo ecologista y anticapitalista.

Estaban buenísimas. Las he hecho de chocolate.

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