LA MOMIA DE LA REINA MERESANJ.- Capítulo uno.-


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Menfis – 2445 a. C.-

El príncipe heredero Kauab se paseaba nervioso por los jardines de su residencia esperando el nacimiento de su primer hijo. Hetepheres, su esposa, se había puesto de parto en las primeras horas de la mañana, justo cuando el sol había comenzado a asomar en el horizonte. Este sería, sin duda, un buen augurio para el recién nacido. El sol fue alzándose en el horizonte mientras los gritos de su esposa se escuchaban por doquier seguidos de la voz tranquila de las comadronas que la asistían. Se había preparado a la futura madre convenientemente, es decir, anudando su cabello para que no estorbara y ungiendo todo el cuerpo con aceite con el fin de relajarla. Durante este proceso se fue invocando a algunos dioses, como Isis, Neftis, Heqet y Mesjenet, cuya misión era facilitar el nacimiento.



Hetepheres estaba sentada en cuclillas sobre los ladrillos mágicos, los que representaban a las cuatro diosas principales: Nut, la grande, Tefnut, la mayor, Isis, la bella y Neftis, la excelente. Apretó con todas sus fuerzas mientras las contracciones empujaban a su hijo hacia el exterior. La cabeza del bebé se hizo visible en la vagina, momento en el que las comadronas colocaron sus manos entrelazadas las unas a las otras formando una red caliente y humana para recibir al bebé; ellas eran las representantes de la diosa buitre Nejbet, que con sus garras sujeta fuertemente a su presa, sin dejarla caer, y que era la protectora del Faraón. Mientras el bebé nacía, las comadronas recitaban fórmulas mágicas para protegerlo, y en el instante en el que la neófita cayó entre sus manos, cortaron el cordón umbilical y lavaron y ungieron convenientemente a la pequeña. La madre, siguiendo la tradición, enseguida pronunció el nombre de Meresanj en voz alta para conminar a los malos espíritus a seguir en las sombras. Kauab, impaciente por tantas horas de espera, se personó en el pabellón del nacimiento para conocer a su primer descendiente. La habitación estaba decorada con columnas en forma de papiros, y con adornos copiando plantas trepadoras, también aparecían representaciones de Bes, el enano músico, y Tueris, la mujer hipopótamo, ambos dioses protectores del parto. El aposento pretendía evocar el momento en que Isis dio a luz a Horus, escondida en la espesura de papiros, para salvarlo de las fuerzas negativas que pretendían impedir el nacimiento del dios.

parto en egipto


Con una gran sonrisa su esposa le mostró a la pequeña que lloraba desconsoladamente muerte de hambre. Inmediatamente la mujer se la puso al pecho mientras llamaban a la nodriza.

            ─Se llama Meresanj, “la que ama la vida”, le he dado el mismo nombre de mi tía y mi abuela que viven ya en el mundo de los difuntos. ¿Te parece bien, esposo mío?

El hombre afirmó con la cabeza cogiendo a la niña entre sus brazos y meciéndola con ternura. Era preciosa, presentando un rostro con un ligero color tostado. Parecía muy espabilada mirando con mucha atención con los ojos oscuros, muy abiertos, como si tuviera mucha prisa por conocer a los que la rodeaban y hacerles mil preguntas. Su padre pensó que si superaba la barrera de los cuatro años, edad en la que moría una gran mayoría de los niños, llegaría a ser una doncella bellísima, igual que su madre, y muy importante para la corte.

            ─Hathor y Tot son sus protectores, ha nacido bajo su influencia. Soñé anoche con ellos y me hablaron de un futuro muy prometedor para nuestro primer vástago.

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Kauab escuchó impresionado las palabras de su esposa, después puso su mejilla totalmente rasurada junto a la de su hija y le canturreó al oído:

            ─¡Bienvenida mi amada Meresanj! Muy pronto serás Hija del Rey, Esposa del Rey y Grande del cetro. Que los dioses que te han tomado bajo su protección no te abandonen nunca y antes de dejarla en brazos de la nodriza le ató al cuello un talismán de protección.

La casa de muros de adobe encalados y de amplias estancias abiertas a un precioso jardín, pronto se llenó de juguetes: muñecas de madera, pelotas de cuero, carracas, cubos y toda clase de mobiliario y vestidos para las muñecas.

En todos los rincones se pusieron jarros de leche para que las serpientes se sintieran atraídas hacia la bebida y allí ovilladas y con el estómago lleno, olvidaran esconderse entre ropas y utensilios de la casa.

serpiente


La niña creció sana y resultó ser muy despierta. Aprendió a leer y a escribir, a tocar el arpa y a cantar viejas canciones infantiles. Pero lo que más le gustaba por aquella época era navegar. Su padre mandó construir para ella una barca para que se moviera, junto con su niñera, por los estanques de la casa, en los que se bañaban peces de mil colores y venían preciosos pájaros a beber y bañarse en sus aguas.

A veces iba a palacio a ver al Faraón Jufu (Keops), su abuelo, un hombre taciturno, serio y malhumorado que la observaba con el ceño fruncido, mientras repasaba sus ademanes y sus ropajes:

            ─¡No cantes! ¡No rías enseñando los dientes! ¡Que en tu rostro no se refleje sentimiento alguno! ¡Serás la esposa de un rey, cuida tu comportamiento!

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Ella sabía muy bien la razón de su mal humor. Una de las esclavas con quien jugaba le había informado de los rumores que corrían por las calles de Menfís: Con la construcción de la gran pirámide, Jufu había vaciado las arcas del estado al tener que contratar tanta mano de obra y el pueblo se sentía oprimido por sus impuestos. La pirámide estaba preparada para acoger el cuerpo del faraón para toda la eternidad. Las gentes, hartas de pasar hambre, comentaban que cuando muriera iban a entrar en la pirámide y le robarían todo su ajuar e incluso destruirían su cuerpo para evitar que morara en el más allá. A oídos del viejo Jufu había llegado también estas palabras y con el terror y la preocupación pintados en su rostro de anciano, hizo prometer a sus hijos y familiares que le enterrarían en otro lugar, a salvo de la ira del pueblo.

En esas visitas a palacio también hablaba con su futuro marido y tío Jafra (Kefren). La costumbre señalaba los trece o catorce años como edad ideal para convertirse en esposa y madre de familia. La niña miraba a aquel muchacho, diez años mayor que ella, con respeto y admiración. Sabía cazar, tirar con arco, montar a caballo y ya había matado su primer león. El joven saludaba con educación a la pequeña y a sus padres pero no se paraba mucho rato a conversar con ella, y la visita terminaba con lágrimas porque parecía que los dioses se habían vuelto en su contra y siempre sería una niñita en la que su prometido nunca se fijaría.

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Meresanj iba a menudo al templo a orar a Hathor y a Tot, pidiéndoles que hicieran pasar el tiempo más deprisa para salir del mundo de la infancia. Pero prometido y dioses quedaban olvidados cuando se encontraba con sus muñecas. Esas sí que sabían escuchar con atención, sobre todo Najti que ostentaba un hermoso pelo negro de lino trenzado. Estaba articulada y la podía sentar a su lado, cambiar de vestido, bañar y maquillar. En años sucesivos fue olvidando a Najti, que fue sustituida por plumas de aves, pigmentos y papiros. De la mañana a la noche se puso a dibujar todo lo que la rodeaba: pájaros, niños jugando, plantas acuáticas, mariposas y abejas. Toda su actividad física se paró, al pasar tantas horas sentada por los rincones observando y pintando todo lo que veía, por lo que su dieta preferida a base de dátiles y tortas de trigo con miel hizo que su peso aumentara considerablemente. Hetepheres la miró alarmada viendo aquellas redondeces extremas y estando próxima una visita de su futuro marido; de este modo decidió quitarle lo pinceles y haciéndola acompañar de un grupo de esclavas la puso una rutina de ejercicios y paseos que en pocas semanas normalizó un tanto su aspecto. La actividad la sentó de maravilla pegando un gran estirón y, en ese instante, justo cuando iba a cumplir los doce años, apareció su primera menstruación y su vida comenzó a cambiar. El dibujo quedó abandonado, no solo por la prohibición de su madre, sino porque había encontrado algo que la absorbía totalmente, estas nuevas pasiones eran la música y el maquillaje. Aprendió mil canciones con sus amigas, cada una experta en un instrumento, y así pasaban los días entre melodías de arpa, sistro, pandereta, argul y qanum, suspirando por sus futuros galanes y lanzando baladas de amor a los cuatro vientos.

Enterado Jafra de que su prometida se había convertido en mujer, hizo un viaje ex profeso para visitarla y concretar los planes de esponsales.

Merensag


Cuando la vio aparecer en el patio llevando un ceñido kalasiri en color rosado que se pegaba a sus curvas como una segunda piel, la mandíbula se le abrió del asombro.

            ─¡Estás bellísima Meresanj! ¡Eres como una aparición de Isis!

Se acercó a ella y la cogió la mano para depositar un beso en sus dedos. El corazón de la muchacha latió desbocado. El mundo a su alrededor se esfumó, solo existía Jafra y sus ojos tan oscuros como la noche. Toda la tarde la pasó junto a su amado escuchando su charla y sus planes de matrimonio. A todo dijo que sí para gran satisfacción de sus padres, porque en su hogar tenía fama de ser bastante obstinada. La ceremonia de esponsales se celebraría en la intimidad en el próximo mes cuando el Nilo alcanzara su máxima subida.

Al día siguiente la joven fue al templo a agradecer a los dioses su favor. Como sacerdotisa de las deidades tenía acceso hasta la sala donde las estatuas de los dioses eran visibles. Se postró y habló primero con uno y luego con el otro. Era como debía hacerse para que no tuvieran celos los unos de los otros. Los dioses eran así, muy parecidos a los hombres, pero mucho más poderosos.

Cuando se disponía a marcharse oyó una voz atronadora y profunda que parecía sonar dentro de su cabeza y que habló en estos términos:

            ─Estás bajo mi tutela desde tu primer aliento y siempre te protegeré, en esta vida y en la que te espera en el más allá, Meresanj, la que ama la vida.

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La muchacha se volvió sorprendida. La estatua de la diosa vaca, gigantesca y arcaica, se mostraba resplandeciente igual que si el sol hubiera anidado dentro de ella. A su lado Tot con cabeza de ibis asintió complacido.

Londres, año 1883.-

londres


La ciudad del Támesis se hallaba enfebrecida con la nueva moda importada de las colonias de África y que hacía furor en las capitales europeas entre las que destacaban París y Berlín. Se trataba de las reuniones seudocientíficas en las que se traían momias egipcias para desenvolverlas delante de un público que quería observar de primera mano aquellos cuerpos ancestrales que se habían conservado milagrosamente al correr del tiempo. El morbo se desataba ante esta clase de espectáculos en el que el cuerpo de un ser humano, que se había preparado para toda la eternidad, era invadido y profanado, en la mayoría de los casos, produciendo su destrucción en poco tiempo. El respeto por aquellos cuerpos milenarios era casi nulo. Algunos tímidos defensores intentaban disuadir a los realizadores del macabro evento aduciendo razones morales para interrumpir esa clase de prácticas, pero al final podía más la curiosidad, unas veces científica y otras no tanto, respondiendo a un impulso malsano que movía miles de libras, y que marcaba el compás de aquel macabro concierto.

vendedor de momias


El doctor Kensington llegó a su hogar situado en una céntrica calle de la capital. Al abrir la puerta con la llave, fue interceptado por su hija Dana que apareció corriendo a su encuentro:

            ─Me acabo de enterar de que has adquirido una nueva momia. Padre, te ruego que la dejes descansar en paz, eso es lo que pedimos siempre cuando enterramos a nuestros muertos ¿no?

            ─Ya empezamos otra vez. Te he explicado mil veces que una momia no es igual que uno de nuestros parientes o amigos que están en el cementerio. Son individuos de civilizaciones desaparecidas y para conocer sus secretos debemos analizar e investigar todo lo relacionado con ellos, incluidos sus cuerpos.

            ─Pero ellos solo querían estar enterrados por toda la eternidad, es su última voluntad y estamos rompiendo todo eso. Nos estamos riendo de sus creencias, de sus dioses, de su inmortalidad… No te extrañe que alguno de ellos se enfade con nosotros.

            ─¡Eso son supercherías! ¡No hay maldiciones de dioses que jamás existieron y de individuos que murieron hace más de mil años! ¡Razónalo, hija! Y ¡Déjame hacer mi trabajo! Te recuerdo que gracias a él has podido estudiar en París estos años y vives igual que una princesa.

La muchacha se calló y, súbitamente, pegó un respingo subiendo los escalones hacia su cuarto a toda velocidad, dejando un rastro de frufrú de sedas y guedejas de cabello rubio. El hombre suspiró y colgó el sombrero en el recibidor. Se quitó el abrigo y dejó el bastón en su sitio. Sacó del bolsillo de su chaleco el reloj y vio que casi era la hora de la cena. Se dirigió hacia el comedor. Enseguida le asaltó el sabroso olor de la sopa y sus jugos gástricos comenzaron a trabajar. Con tanto trajín había olvidado tomar el té y estaba hambriento. Esperaba que su hija bajara para la cena; desde que muriera su esposa nada había sido igual en aquella casa. Los años transcurridos desde aquel fatídico día no habían aminorado el dolor que sentía en su pecho. Lo único que le sacaba de esos afligidos pensamientos era su ansia de investigar. Desde que visitara Egipto, hacía cinco años, un extraño sentimiento de curiosidad se había adueñado de él. Había desenvuelto innumerables momias desde entonces, pero ninguna le producía tanto placer como la que acababa de adquirir. Ésta era de sangre real y eso no tenía comparación con las demás. Se trataba del cuerpo de Meresanj, la esposa del faraón Jafra, más conocido como Kefrén. Aunque ya era de su propiedad, todavía no había podido verla porque la tenían que enviar desde Egipto, y eso tardaría unas cuantas semanas. Una impaciencia malsana se apoderó de él mientras sorbía lentamente la sopa y una extraña imagen de mujer se formaba en su imaginación… CONTINUARÁ.

sarcofago




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