LA MOMIA DE LA REINA MERESANJ – Capítulo cinco.


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Menfis 2420 a C.-
El valle de Gizeh se hallaba hermoseado por la nueva pirámide, mandada erigir por Jafra, muy cerca de la Jufu, su hermano y antiguo faraón. La reciente construcción era algo más pequeña que la anterior, aunque al estar apoyada en una elevación de terreno y habiendo sido diseñada con los ángulos más agudos, daba la sensación, al primer vistazo, de ser mayor que la de su antecesor. El revestimiento de caliza blanca pulida vestía al monumento en su totalidad. El extremo más alto, el que apuntaba directamente al firmamento, se había revestido de oro para atraer los rayos solares y bañarla de luz desde que amanecía hasta que la noche lo dominaba todo.
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La pirámide sería la última morada del faraón y se encontraba ya lista para acogerle en cuanto partiera al mundo de los muertos. El rey la contemplaba con embeleso, le llenaba de una inmensa paz conocer el lugar en el que su cuerpo pasaría el resto de la eternidad. Desde la cúspide del cerro en el que se encontraba el faraón también podía admirar La Gran Esfinge, el guardián de piedra gigantesco, monumento portentoso que había sido levantado hacía unos años y llevaba el rostro del padre de ambos faraones, muy querido por el pueblo al que adoraban como a un dios más. La Gran Esfinge se realizó esculpiendo un montículo de roca caliza situado en la meseta y no se hallaba demasiado lejos de las dos pirámides. La escultura presentaba el cuerpo de un león y estaba pintada en vivos colores: rojo el cuerpo y la cara, y el nemes que cubría la cabeza del animal con cabeza humana, estaba decorado con rayas amarillas y azules, tal y como lo diseñara su amada esposa Meresanj.
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Se entretuvo un momento en este sentimiento de gozo, aunque resultó breve al recordar la amenaza terrible que se había cernido, pocos días antes, sobre su persona. Una conjura para asesinarle que había salido a la luz gracias a la inestimable ayuda de su esposa Meresanj, la viva imagen de la diosa Isis, la gran madre. Una mujer que parecía irse fortaleciendo con los años ─Pensó con ternura─ En plena madurez resultaba muy atractiva, no solo por el aspecto físico, sino debido a su gran sagacidad.
Por eso no tuvo ninguna objeción en aceptar sus consejos con referencia a la designación de cargos en el gobierno y la administración del país, habiendo nombrado a sus hijos mayores Duanre y Nebemajet, chatys del reino, representando al faraón en dos de las provincias más importantes de Egipto. Eran muchachos despiertos y con una gran formación en administración y conocimiento de las leyes. Maat les iluminaba para repartir justicia en su nombre allá donde fueran.
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Pensó en Menkaura, su primogénito, que ya tenía edad suficiente para reinar, aunque habría de esperar a su fallecimiento para sucederle. Jafra trataba de domar el carácter un tanto impetuoso del futuro faraón que ya le aliviaba en muchas de las tareas de su rango. Ese día estarían los dos juntos presidiendo el juicio en el que se juzgaría al primer conspirador de aquella pandilla de traidores, que había resultado ser uno de los biznietos de Jufu.
El juicio contra Raneferef se celebraba en la sala más grande del edificio de la justicia donde el chaty de Menfis, gran sacerdote de Maat y mano derecha del faraón, impartía justicia. Allí se encontraba ya preparado, vestido con una túnica de lino blanco y luciendo el emblema de poder, un cetro en la mano derecha. Ante él se extendían los cuarenta rollos de pergamino en los que estaban transcritas las leyes. A su lado se encontraban sus consejeros y demás miembros del tribunal, además de los escribas encargados de levantar las actas. Siempre que terminaba un juicio el chaty debía rendir cuentas al faraón del mismo. Este alto tribunal, del que era el máximo representante, redactaba las leyes bajo su dirección. En este momento se oyeron las trompetas que anunciaban la llegada de Jafra y su primogénito. Todos los altos dignatarios y el resto de los sirvientes se postraron en el suelo en señal de respeto a la imagen viviente del dios Horus.

Normalmente los juicios no los presidía el faraón, a no ser que fueran de alta traición, como el que se iba a desarrollar de inmediato. El reo, Raneferef, se hallaba ya en la sala sentado en una de las esteras con las manos y los pies atados con cuerdas. Lucía la cabeza sin peluca y un taparrabos de lino basto. A su lado aparecían todos los demás conspiradores, también sujetos con ligaduras, que serían juzgados junto con el cabecilla.
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Jafra estaba impaciente por terminar con todo aquello, pero debía respetar las leyes que él mismo había aprobado en sus años de mandato. Comenzaron los interrogatorios y la presentación de pruebas. Durante meses, el grupo de renegados había celebrado reuniones clandestinas en diversos lugares del desierto. Los criados y siervos declararon haber conducido a sus señores a esos encuentros fuera de la ciudad, en la negrura de la noche. Entre los acusados había mercaderes, escribas y altos dignatarios. Una de las sirvientas de Meresanj había escuchado a otras mujeres de su condición, comentar ciertas escenas y frases que juzgó sospechosas y ofensivas para la familia real. Informada Meresanj, de inmediato, había mandado seguir a varios de aquellos hombres, y después de escuchar los testimonios de sus espías, enseguida lo puso en conocimiento del faraón, que ordenó detener primeramente a cuatro de los sospechosos. En los posteriores interrogatorios que tuvieron lugar en las mazmorras, los detenidos habían delatado a todos los demás, confesando la fecha exacta en la que se cometería la infamia. Algunos jueces no parecían dar demasiada importancia a ciertos testimonios, mostrándose escépticos con las confesiones arrancadas a golpe de látigo de los insurrectos, y no ejercieron demasiada dureza en sus juicios y en las penas para los reos.
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El faraón, después de unas cuantas horas, harto de aquella pantomima representada entre tres de los jueces que pertenecían a las mismas familias que algunos de los acusados, ordenó que, de inmediato, se cortara la nariz y las orejas a los magistrados por no haber cumplido con su deber, siendo destituidos en sus cargos y quedando señalados de por vida ante cualquier ciudadano con las delatoras mutilaciones físicas. Después decidió que a los demás conspiradores se les cortara la lengua y fueran enviados a trabajos forzados a las minas de oro y plata hasta que murieran en ellas. Al cabecilla le impuso una pena lenta y terrible: sería vendado de arriba abajo, e introducido vivo en un sarcófago de piedra, y el mismo, enterrado en medio del desierto. Con este dictamen se cerró el caso que causó hondo pesar en el ánimo de la corte. Muchos de aquellos castigados eran familiares de unos y otros, habitantes de la capa social más alta, los más próximos al faraón. El solo pensamiento de esos horribles castigos, les parecía intolerable porque a los reos se les privaba, al dejar sus cuerpos sin momificar, de la oportunidad de una vida en el más allá. Durante días no se habló de otra cosa en los hogares egipcios; en las calles un silencio terrible se asentó entre las gentes que ni se atrevían a hablar más que en susurros. Poco a poco el paso de los días ejerció de bálsamo en la memoria de las gentes, hasta que la rutina se volvió a imponer en la ciudad.
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Meresanj, ya en plena madurez, solía pasar muchas horas en compañía de su madre que era una anciana, pero todavía conservaba suficiente vitalidad para hacer vida social y visitar las dependencias de su hija con asiduidad. La reina pensó largamente en sus vástagos: había tenido cinco hijos, cuatro varones y una niña, la última, la más amada y consentida, tanto por su parte como por la de su padre, Schepsetkan, que acababa de cumplir nueve años, era la viva imagen de su progenitora, bella, lista y divertida. El faraón la había elegido como esposa de su primogénito. En tres años la muchacha estaría preparada para ejercer el papel para el que se le estaba educando. Al ser la pequeña de las princesas, ya que las otras esposas no habían tenido más descendencia, todos los mayores la mimaban con arrumacos y pequeños regalos. Los bebés que seguían naciendo de las concubinas, fruto de las visitas del faraón, no eran considerados del mismo estatus que los hijos de la reina y demás esposas. Recibían una buena educación junto con los príncipes y princesas, igualmente, en el ala de docencia; porque en el futuro tendrían acceso a ciertos cargos públicos por llevar sangre del dios viviente.
El faraón seguía visitando a Meresanj asiduamente, sobre todo para charlar con ella y escuchar sus valiosos consejos. Aunque durante estas entrevistas, le era difícil resistirse a tanta gracia y belleza que exhibía su compañera a manos llenas; ya no era el mismo muchacho de antes, impetuoso y apasionado, necesitando cierta ayuda para cumplir con sus obligaciones de varón. Meresanj siempre tenía un tónico, pomada o redoma preparada para que el monarca sintiera sus partes viriles como cuando era un adolescente. Le ayudaba a disfrutar de esos momentos en el que el mundo dejaba de existir a su alrededor y se transformaban en un solo ser, porque eso era lo que sentía la reina cuando el cuerpo del monarca se introducía en su seno. Le adoraba, a pesar del deterioro físico de su amado que ya tenía los cincuenta años. Besaba cada arruga de aquella faz y acariciaba con ternura la incipiente barriga que asomaba encima del shenti, fruto de un amor desmedido al vino y a los dulces.
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Le enseñó los dibujos de una futura calzada ceremonial, jalonada de esculturas, que partiría de la entrada de la pirámide recién terminada, llegaría hasta un templo situado al lado de La Gran Esfinge para después continuar hasta un muelle en el mismo Nilo. El monarca se mostró entusiasta con aquel magnífico proyecto; necesitaba olvidar los malos momentos que había vivido al enterarse de la conjura contra su persona. Ansiaba verse embebido en otro proyecto de la misma índole que los anteriores. Admiró a su esposa, todavía más, cuando le mostró un papiro con los materiales y los costes calculados exhaustivamente. Le desgranó con todo lujo de detalles los lugares de donde vendría la piedra necesaria para el pavimento, el templo y las esculturas. El faraón decidió en ese instante que aquella nueva obra se comenzara lo más pronto posible.
El joven Menkaura se había entrevistado varias veces, a petición de su padre, con su futura esposa, la todavía niña Schepsetkan. La última vez que tuvo lugar el encuentro, el futuro faraón no pudo por menos que admirar la gracia de aquella chiquilla que iba teniendo visos de mujer. Había sido una buena elección por parte de su padre, tenía que reconocerlo, pero en su pecho ardía un fuego, atizado sin tregua, por una de sus esposas de la que se había enamorado perdidamente en cuanto se desposó con ella. Era una pena que no pudiera hacerla esposa real, ya que por línea sanguínea el honor le correspondía a la hija de la reina Meresanj. Una mujer con gran influjo sobre su padre, demasiado inteligente para su gusto, y con ideas que más parecían de varón, por su fuerza, que de una débil fémina. Pero ese poder desmesurado en manos de esa mujer, pronto cambiaría en cuanto él asumiera el trono de Egipto, y entonces, sus deseos más secretos se harían realidad. Estaba decidido.
Londres 1883.-
Varias semanas habían pasado desde que el doctor Kensington sufriera un desvanecimiento. Uno de sus colegas había sido avisado de urgencia y le impuso un tratamiento de varias dosis de láudano para mantener la frágil mente del hombre adormecida hasta su completo restablecimiento. Después fue trasladado a su casa de campo en la que respiró aire puro, dio grandes paseos y recuperó las ganas de comer y de reír. Por fin había vuelto a ser él mismo. Ya, recobrado totalmente de sus problemas de salud, decidió regresar a la ciudad y meterse de lleno en la azarosa vida social londinense que le recibió con los brazos abiertos.
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Esa noche se celebraba en una de las mansiones más importantes de la alta sociedad, una cena a la que estaba invitado el afamado doctor Kensington. Su hija trató de disuadirle para que se quedara en casa hasta que se hubiera adaptado de nuevo, con moderación, a las visitas y demás ceremoniales que se intercambiaban entre ciertas capas sociales y que exigían una dedicación importante en el día a día de cada individuo. Como no consiguió convencerle no quiso que pasara aquella velada sin una estrecha vigilancia y decidió acompañarle ella misma. No era muy amante de los chismes y cotilleos que se extendían en aquellos saraos, pero sí cultivaba el buen gusto por la música y por algunos juegos ingeniosos que solían practicarse en los salones de moda.
Ataviados con lujosos ropajes, tal y como correspondía a su estatus y al de su anfitriones, los invitados comenzaron a llenar la mansión de paredes blancas, iluminada por mil luces de gas que la convertían en una foco resplandeciente de atracción en la penumbra de las calles.
Las charlas entre las damas, el pequeño concierto y la cena resultaron del agrado del doctor que no dudó en hacer promoción de la momia de la reina egipcia que desenvolvería en pocos días y que se hallaba custodiada en el Museo de Historia natural. Atrás habían quedado sus temores infundados y sus recuerdos terroríficos.
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Aunque entre la sociedad londinense del siglo XIX los médicos no eran considerados de clase alta, por estar ésta reservada a realeza, condes, duques y demás gentes con títulos nobiliarios, se le invitaba a él como también a escritores y dramaturgos, a los restringidos salones en calidad de eruditos en los temas de cultura egipcia, tan de moda en aquellos años.
Dana Kensington se había unido a un grupo de canto en un ala del gran salón mientras su padre conversaba animadamente en la sala de los hombres, donde fumaban y se tomaban una copa de brandy. Pero los anfitriones tenían una sorpresa más aquella noche para agradar a sus más de doscientos invitados. Ésta no se hizo esperar. Las luces de la sala se atenuaron dando por finalizadas las charlas y las canciones de los grupos. Todos se volvieron hacia Lady Lloyd que en el centro de la estancia, junto a su marido, esperaba a que el salón se quedara en silencio.

            ─Damas y caballeros tenemos el honor de ofrecerles en primicia, la apertura del sarcófago de un egipcio que vivió hace más de tres mil años. Nuestro hijo Richard, recién llegado de Egipto, se encontraba visitando una mastaba en el desierto cuando en su camino se cruzó el sarcófago que vamos a mostrar, surgiendo de entre la arena al paso de su caravana. Requerimos la ayuda profesional del afamado especialista en estos menesteres, el doctor Kensington.
Hubo una buena ración de aplausos mientras el doctor reaccionaba a tan insigne honor. No había entrado en sus planes verse, de nuevo, con una momia esa noche, pero ya que no le quedaba más remedio que seguir con el espectáculo, lo haría lo mejor posible. Ante la ausencia del propio instrumental, los anfitriones se habían hecho con un maletín de médico que contenía todo lo que el doctor podría necesitar para adentrarse en la intimidad de aquel que se encerraba en el sarcófago.
El doctor se quitó la elegante levita que lucía aquella velada y se cubrió con un gran batín de algodón blanco que le llegaba hasta los pies, resguardándole de cualquier mancha que pudiera acontecer en la realización de su trabajo. Así preparado procedió a romper los sellos que cerraban aquel sarcófago en el que se reproducía a Maat, diosa de la justicia, luciendo una pluma de avestruz, vertical, en perfecto equilibrio, símbolo que aparecía de nuevo en la representación del Juicio de Osiris, escenificado en el momento en que se juzgaba el Ib (conciencia) del difunto, en una balanza de dos platos; en uno se depositaba el corazón del finado (símbolo de su espíritu) y en el otro aparecía la pluma de Maat (emblema de la armonía y justicia universal). Si aquel pesaba igual que el segundo, el fallecido lograba su estancia eterna en el Más Allá. Si no, Ammyt lo devoraba. ─Explicó el doctor Kensington a la concurrencia que tenía alrededor. En la representación que todos observaban, el alma de aquel personaje no había logrado pasar la prueba de la balanza por lo que su parte transcendente había sido destruida. Le intrigó este dibujo tan exhaustivo ¿Qué personaje maldito escondía el sarcófago en su interior?
Quitó la tapa con gran esfuerzo con la ayuda de unos criados, pues al ser de caliza pesaba mucho. Enseguida se topó con restos de un papiro que había recubierto parte del cuerpo de aquel ser. Descifró los signos en voz alta para que el público, que guardaba un silencio sepulcral, obtuviera la información necesaria del personaje que iban a estudiar en profundidad:
           ─“Maldito el que está enterrado en este sarcófago, Raneferef, que su alma se la trague Ammyt, ─Representada con cabeza de cocodrilo, parte delantera de león y trasera de hipopótamo─ Aclaró el doctor para continuar con su lectura.─ “La devoradora de corazones”. Malditos los que osen interrumpir el castigo impuesto por Jafra, viva imagen de Horus, que Ammyt devore sus espíritus”.
Las palabras pronunciadas sonaron como un conjuro de brujas, reverberando el eco en las paredes de la enorme estancia. Los invitados parecieron encogerse en sus vestimentas, incluso la luz de las lámparas osciló igual que si una fuerte brisa se hubiera colado entre las columnas del salón.
            ─Teóricamente estamos interrumpiendo el castigo que un rey de la antigüedad impuso a un vasallo por lo que hemos sido maldecidos.─Hubo toses y alguna sonrisa entre la multitud.─ No sabemos cuál fue su falta, pero sin duda, averiguaremos la clase de pena a la que fue sometido cuando le quitemos las vendas.
El médico observó que los brazos se hallaban envueltos en lino y en una extraña posición y que parte del vendaje de los dedos faltaba así como algunas falanges. Hizo un profundo examen de la tapa del sarcófago, fijándose en las profundas marcas que la recubrían. Por fuera era de piedra, pero su interior estaba forrado de planchas de madera que se había conservado admirablemente. En el lado de la momia se podían apreciar unas raspaduras hondas, igual que arañazos, como si alguien hubiera intentado desgarrar la tapa. Expuso sus deducciones en voz alta, manteniendo la tensión entre el público que le observaba.
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Procedió a quitar los vendajes de las extremidades inferiores y superiores; luego hizo lo mismo con el cuerpo. No se topó con ningún amuleto o talismán que solían portar los demás difuntos para servirles de ayuda en su paso por el inframundo. La cabeza quedó expuesta, viéndose la mandíbula desencajada en un gesto de puro horror. El espectáculo de aquella faz resultaba dantesco. El doctor, visiblemente afectado, permaneció mudo mientras entre la concurrencia comenzaban las arcadas y los desmayos de las señoras. Las sales se pusieron en circulación rápidamente para volver en sí a los que habían perdido el sentido. Después de un rato en el que fueron atendidos los invitados que se encontraban afectados, la concurrencia volvió a rodear el sarcófago, a la espera de las nuevas explicaciones del doctor que, auxiliado por su hija, se tomaba una buena copa de brandy.
Kensington, repuesto del susto, siguió con su macabro análisis. Terminó de retirar las vendas de aquel cuerpo reseco, todo piel y huesos, y con un bisturí abrió en canal el torso y el vientre de la momia. Reconoció cada órgano marchito en su interior; los fue sacando uno a uno, y mostrándolos en una bandeja a la concurrencia. En ellos se podían ver señales de haber sido mordisqueados. De los intestinos no había ni rastro, ni una pequeña muestra. No obstante hizo que un criado alumbrara el interior de la cavidad arrimando una lámpara. Muy en el fondo descubrió unos cuantos exoesqueletos de insecto del tamaño de una albóndiga. Esta vez todos los datos de la muerte de aquel desgraciado cuadraron a la perfección.
            ─Raneferef, fue vendado igual que un difunto cuando todavía estaba vivo. Se le administró alimento a la fuerza a través de la boca; en su interior se escondían varias larvas de insecto que prosperaron en pocas horas y comenzaron con su terrible labor. Se comieron las entrañas del hombre mientras aún seguía con vida. La agonía debió de ser terrible e interminable. Seguimos sin averiguar el motivo de este horrible castigo, pero seguramente se debió a un atentado contra la persona del faraón. Entre todas las momias que he estudiado estos años, jamás me he tropezado con algo así.
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Las escenas de desmayos se volvieron a repetir. Rápidamente los anfitriones hicieron retirar los restos del desgraciado Raneferef, que fueron enviados directamente a las calderas para ser quemados, y auxiliaron a sus invitados de la mejor manera que podían hacerlo: con unas copas de licor al compás de una alegre musiquilla interpretada por la orquesta de aquella noche. En breves momentos se encontraron mejor, a excepción del doctor Kensington que tuvo que abandonar la mansión en compañía de su hija para retornar a la seguridad de su hogar. Esa noche el buen doctor se vio obligado a tomar una buena dosis de láudano para poder conciliar el sueño y hacer desaparecer no solo las terribles imágenes de su cabeza, en las que aquel desgraciado ser agonizaba devorado por los insectos; sino también la certeza que poco a poco había tomado forma en su mente: El reo había sido castigado en la época que reinaba Jafra, el faraón esposo de su adorada momia real. ¿Era una casualidad el encuentro de Raneferef, o un aviso de lo que podría ocurrir a los que osaban interrumpir los sueños de las momias?… CONTINUARÁ.
Maria Teresa Echeverría Sánchez, escritora.



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