LA CITA



Se puso ante el espejo, una vez más. Sentía los nervios agarrados al estómago, tirando de él, amenazando con desgajarlo.

Como los fotogramas de una película, en su cabeza reprodujo del primer al último mensaje. Una colección increíble de palabras que arracimaba en un hueco secreto de su escritorio. A fuerza de leer uno tras otro, había memorizado hasta la última coma de los escritos. La letra era recia y elegante, a veces contundente, como si la tinta no bastara para reflejar lo que aquella mano quería expresar.

Acarició el retrato tan amado en el hueco de su mano. Jamás le había visto antes. Supo de su existencia por la primera carta. La halló en un ibro de lectura que olvidara en el jardín.

Al principio no hizo caso, se limitaba a leer los mensajes y a guardarlos sin más. Le pareció un juego divertido, algo con lo que entretenerse. Hasta que en una de las misivas leyó lo siguiente: “Veo al sol encenderte como una antorcha y parpadean los rizos de tu nuca en un vaivén de dulzura dorada, que más parecen hilos de nácar intentando escapar hacia el infinito. Atrapo tu sombra al pasar y la bebo sediento haciéndola mía”.

A partir de esa lectura, buscaba incansable los mensajes que su enamorado solía dejar en el jardín. Halló uno en la estatua de Eros. Otro en el pedestal de Afrodita y unos cuantos más suejtos con alfileres a las hojas de cierto arbusto bajo el que leía poemas ardorosos y citas llenas de pasión.

Se hizo adicta a las cartas. Si no hallaba ninguna en su paseo matutino, no era capaz de comer ni descansar hasta que, horas después, tropezar con tres de ellos, juntos, puro nectar. El tacto del papel le quemaba los dedos y la sangre. Jadeaba sedienta al engullir por los ojos el elixir prohibido.

Su amado estaba muy cerca, lo intuía, lo sentía en cada fibra de su ser. A veces, en sus paseos, se volvía de pronto para soprender a quien le había robado el alma, pero sólo encontraba el susurro del viento enredándose entre las hojas de los sauces.

Esta vez la nota era escueta, apasionada, suplicante. “Te espero señora de mis latidos, a las nueve en el cenador”.

¿Cómo sería sentir su mano en la suya? ¿Y si sus besos no sabían a eternidad como ella creía? O quizá -pensó- el olor de su piel desagradara a su amado.

Moviéndose entre las sombras de los árboles para no ser vista, recorrió el camino iluminado por la luna. Al acercarse al cenador detectó su presencia. El arrobo la paralizó, quedándose inmovil como una estatua de nieve en medio del sendero. El tacto de una mano de fuego desheló su inmovilidad y, por primera vez, se miró en los ojos de su amado. Sintió la unión. De inmediato, lo que quedaba de ella se diluyó en aquel ser de plata.

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