La casa se despertó, al fin, después de estar aletargada durante unos cuantos meses. Abrió las ventanas y dejó entrar el aroma de la primavera. El perfume de las mimosas la puso melancólica trayendo a su memoria tiempos pasados, retazos de cuando estuvo habitada.
Era una edificación centenaria, con cimientos recios, tan sólidos que habían resistido varios terremotos sin inmutarse. Pero lo que más temía no era precisamente esta clase de fenómenos sino a algunos hombres, esas criaturas pequeñas y enfermizas que pretendían destrozarla de arriba abajo.
Le encantaba estar habitada, recobraba cierta lozanía siempre que tenía nuevos inquilinos. Apreciaba a los que eran de temperamento tranquilo y la amaban tal como era, sin querer cambiar nada de su estructura. En cambio los “destructores”, que todo lo estropeaban, o los “renovadores” que se liaban a tirar paredes a diestro y siniestro, se ganaban de inmediato todo su odio, y eso
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