EL VENDEDOR – (cuento de Navidad)

EL VENDEDOR, cuento incluido en el libro CUENTOS DE ESCARCHA Y MAZAPÁN de venta en Amazon en versión kindle y en libro. Con preciosas ilustraciones, ideal para regalar en estas fechas tan entrañables.

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Era casi Nochebuena y todavía no había comprado los regalos con los que quería obsequiar a mi familia en estas fechas, así que decidí salir aquella mañana e ir al centro de la ciudad para tener más variedad donde elegir.
Estuve echando un vistazo a lo largo de varias secciones de unos grandes almacenes; el conjunto de objetos que se encontraban expuestos para regalar en esas “fechas especiales” me parecían triviales y demasiado convencionales: pañuelos, colonias, guantes, corbatas, etc. Todo demasiado caro, luciendo precios abusivos. Buscaba un detalle especial, que cumpliera dos premisas importantes, ajustarse a mi exiguo presupuesto y que se saliera de lo “normal”.
Comencé a callejear sin dirigirme a ningún lugar concreto; veía desfilar ante mis ojos decenas de escaparates; vendedores ambulantes exponían sus mercancías en el suelo, apretujados unos contra otros. El gentío era insoportable, empujones, pisotones…y yo seguía mirando y valorando cada objeto nuevo pero sin resultados, pasaba el tiempo y no había nada que atrajera especialmente mi atención.
Se hizo la hora de volver a casa. Me esperaban para comer por lo que ya no podía demorarme más en mi búsqueda. Notaba el frío que se iba metiendo más en mis doloridos y ateridos pies. Con la desilusión y el cansancio pintados en mi rostro, me introduje por un estrecho callejón, con la esperanza de acortar camino, de librarme de la gente y de llegar cuanto antes a la parada del autobús.
Iba a doblar la última esquina cuando tropecé con un vendedor ambulante. Entre sonrisas, el hombre me ofreció con un ademán su mercancía colocada cuidadosamente encima de una preciosa alfombra. En un principio pensé que se trataba de las típicas bolitas de cristal, ésas que cuando les dabas la vuelta, caía una lluvia de nieve tipo ventisca, que duraba cinco segundos. Solían gustar mucho porque se sentía la ilusión de poseer un mundo en la mano, uno que podía ser nuestro en un instante, despertando en nosotros anhelos de ilusión olvidados en la infancia. ¡Eran decorativas y preciosas! ¡Estaba cansada de buscar y con la paciencia absolutamente agotada! ¡Sin duda, había dado con el regalo ideal para todos, tanto pequeños como mayores.
Mirándolas con suma atención observé que no eran las habituales que se vendían por ahí, que estaban construidas por manos artesanas; pequeñas piezas de madera, muy bien cortadas y lijadas, con apariencia de ser muy antiguas, presentaban esa pátina oscura que dan las décadas. En su interior se observaba la casa de Papá Noël con su establo, todo pintado y lacado en colores muy llamativos, y no por eso exentos de encanto; aparte de estas construcciones, adosado a la cabaña, había un corral, del que partía hacia el cielo de las bolas, el conocido trineo, tirado por unos ocho renos, y cargadísimo de regalos, moviéndose una y otra vez hacia arriba, vuelta tras vuelta, despacio, para que el que estaba observando, apreciara cada regalo, tallado y pintado por manos expertas. Pude ver igualmente que la puertecita de la casa, se abría y cerraba, dejando entrar o salir a diminutos duendes de orejas puntiagudas, ataviados con casacas de mil colores donde unos toques de oropel destellaban lo mismo que ascuas ardientes.
Pregunté al vendedor qué clase de pilas utilizaban las preciosas esferas, para hacer acopio de unas cuantas y entregar los regalos en perfectas condiciones de funcionamiento. El hombre me contestó que no se movían con pilas sino con la magia de la Navidad. Me gustó tanto la respuesta que decidí adquirirlas en el acto. Compré un buen número de ellas. Recordé que en casa tenía bastante remanente de pilas de varios tamaños, ya vería cual era el modelo idóneo que se adaptaba a las bolas. Me aseguré, eso sí, de que todas se movieran a la perfección.
Poco después, me encontraba sentada en el autobús, cargada con un montón de preciosos paquetes, feliz, con la sensación de haber realizado un buen trabajo, en este caso, una buena compra, llena de pura satisfacción.
Llegó Nochebuena, acompañada de su Nacimiento de corcho, con pequeñas y delicadas figuritas de barro, perdidas en caminos de musgo y serrín, cruzando puentes de maderas y cartón sobre ríos de cristal; con sus villancicos de zambomba y panderetas, y el inconfundible olor a turrón y mazapán como telón de fondo; y, sobre todo, la cena en la que nos reuníamos toda la familia…y por fin, los regalos. Las bolas de nieve fueron un completo éxito.
Y como en todas las Nochebuenas, siempre esperaba sentir esa magia que conocía tan bien desde que era una niña. Cuando todo el mundo se acostó, repetí el ritual que llevaba haciendo año tras año antes de irme a descansar: escudriñar el cielo con especial atención esperando vislumbrar un brillo o una silueta esperada. En la negrura de la noche siempre creía adivinar una sombra en forma de trineo volador tirado por renos que, en una exhalación, pasaba ante mis ojos, recortándose en la oscuridad de los tejados; y sonreí sabiéndome poseedora de esta visión que no regresaría hasta la próxima Navidad. La nostalgia me mordió, como solía hacer cada año antes de abandonarme al sueño.
Días después me aventuré a seguir el mismo camino que me había conducido al amable vendedor, con la esperanza de que tuviera expuestos sobre su manta, otro tipo de objetos exclusivos tan antiguos y artesanales como los que había adquirido días atrás. No pude encontrarlo por ningún sitio. Pregunté en varios comercios de la zona y no supieron decirme nada sobre él, nadie lo había visto, y no sabían nada de las bolas que él vendía; y poniendo un gesto de desdén en sus caras, me confesaron que esas cosas ya no se vendían porque estaban pasadas de moda. Una parte de mí se sentía intrigada, porque parecía que era yo, la única persona que había visto al vendedor; y la otra, decepcionada, por no haberle encontrado en el lugar donde le hallé la vez anterior.
Y llegó el siete de enero. Volvimos a la rutina de siempre, los niños al colegio, los mayores a trabajar; los adornos y objetos de Navidad a reposar en sus estuches y cajas del trastero, esperando un próximo mes de diciembre.
Estaba guardando los adornos del árbol cuando recibí la primera llamada telefónica; hubo una segunda, una tercera… hasta diez; eran todas de mi familia; las bolas que les había regalado se habían parado, no tenían luz; en su lugar aparecía una niebla que no desaparecía, como si estuvieran rellenas de gas. Había preocupación en sus voces, querían saber si podían ser peligrosas.
Me pareció un hecho tan insólito que, inmediatamente, fui a buscar mi bola. Tenían razón los que me habían llamado, una densa niebla cubría la esfera por completo. No se podía apreciar ni casas, ni trineo, nada… Busqué algún rincón en el que pudiera tener escondidas unas pilas, pero no hallé ningún lugar posible. Confieso que me sentí bastante decepcionada, no sabía si tirarla a la basura o guardarla. Sopese la posibilidad de que el gas fuera peligroso, pero aquel objeto olía a ilusión y a niñez. Opté por la segunda opción. Y así, bien envuelta en papel de seda, la metí en un cajón.
El vendedor

Debo confesar que con la vida tan ajetreada que llevaba, me olvidé completamente de este incidente. Durante todo el año ni se me ocurrió desenvolver la bola para mirarla.
Llegó, el final del otoño, y con el principio del invierno, nos vimos inmersos en una nueva Navidad.
Ese día puse el Nacimiento, con su nieve de plástico y sus montañas de cartón pintado, con su río azul de gel de baño y sus estrellas de papel brillante. De pronto eché de menos algo; apresuradamente me dirigí al cajón; cogí la bola entre mis manos, notando una extraña vibración; quité el papel y apareció fulgurando con toda su luz y su esplendor; el trineo y los duendes habían recobrado su habitual movimiento; la niebla se había disipado y en su lugar se distinguían pequeñas montañas de nieve, escondiendo el establo y las casas….Qué curioso, hubiera jurado que aparecían más detalles y personajes que cuando la compré en su día. Pude observar un perrito en la puerta de la casa; un muñeco de nieve, con su bufanda y su gorro rojo; y un olor a chocolate recién hecho que impregnaba el ambiente cada vez que agitaba la bola. Los demás miembros de mi familia, tampoco se habían deshecho de los artilugios, y me contactaron ilusionados ante el prodigio que ocurría en sus casas.
Hace una década que la conservo y, aunque parezca mentira, se sigue produciendo el mismo fenómeno con cada nueva Navidad. Tuve mucha suerte en encontrarla, y en disfrutar de ella. Nunca pude volver a comprar más bolas de estas características, ni yo, ni nadie que yo haya conocido hasta ahora. Desde entonces he pensado que el vendedor tenía razón al decir que no necesitaban pilas para moverse, su motor ha sido siempre la magia de la Navidad. Y seguirán funcionando una y otra vez, mientras haya alguien que agite con brío estas esferas de ilusión esperando vislumbrar un trineo volador. FIN.


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