Agotada, había intentado encontrar algún hueco en las cafeterías cercanas, sin éxito, solo para entrar en calor y poder liberarme, por unos instantes, de las bolsas que parecían haberse incrustado en mis manos. Pero aquí no acababa mi pequeño drama: había perdido los guantes, mis preferidos, los forraditos de piel de borrego, tan calentitos como suaves; además, mi pelo chorreaba sobre mis hombros con un goteo de tortura china y se erizaba en todo su esplendor de melena rebelde, después de haberme sometido a una interminable y carísima sesión de peluquería; la mascara de pestañas se había corrido, ocasionándome un continuo y molesto escozor en los ojos. Al borde del llanto me acurruqué contra la pared y cerré los ojos en un vano intento de despertar en el calor de mi cama. No funcionó tal tentativa de fuga, allí seguía yo bajo la lluvia y cargada de paquetes, igual que un camello de los reyes Magos.
A través de las lágrimas, prismas de cristal de pura desesperación, que comenzaban a aflorar ya sin vergüenza, divisé un dorado fulgor que fue en aumento. Parecía una cabalgata acercándose rápidamente hacia mi posición. Pensé por un instante que mi mala suerte me iba a abandonar para dejarme disfrutar del espectáculo en primera fila. Y llegó la exhibición llena de luz y música de villancicos serpenteando entre la muchedumbre hasta alcanzar mi ubicación. La lluvia torrencial se esfumó repentinamente y dejó paso al engalanado grupo de oropel, cristal, plata y oro. Delante de mí se abrieron las filas de los integrantes de tan fastuosa troupe, franqueando el paso a un personaje alto que portaba una extravagante y vistosa indumentaria, dándole el aspecto de un príncipe escapado de algún cuento infantil. El atractivo joven llegó hasta mí luciendo en su rostro la más encantadora sonrisa que jamás imaginé. Me alzó en sus brazos y me besó larga y apasionadamente como nunca nadie lo había hecho.
Me despertaron las campanadas de la media noche. Cuando abrí los ojos, mis paquetes y yo estábamos en casa disfrutando del calor de la chimenea.
María Teresa Echeverría Sánchez