Era una oscura noche de verano iluminada aquí y acullá por pequeños puntos de luz que titilaban en el cielo. La luna, convertida en apenas un diminuto gajo de limón, dormitaba complacida con la calma reinante. De repente, un soplido de plata pareció cortar el éter en dos trozos. Tal ímpetu llevaba aquel cuerpo estelar que en su loca carrera perdió algo de sí mismo. El pedazo incandescente cayó en un monte cercano a la playa. La hierba que lo cubría enseguida se incendió a la par que una débil llovizna de sirimiri cayó silenciosamente dejando ahogado el intento de quemar tan frondosa ondulación. De este modo nació un pequeño gigante: mezcla de tierra, agua y fuego estelar. Enseguida su corazón incandescente latió con ritmo de blues y la montaña se revolvió inquieta formando la silueta de un niño ciclópeo.
Los habitantes de una mísera aldea, ubicada a los pies
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