El devorador de almas (Cuento de primavera)

Un estruendo cósmico asoló la constelación de Géminis. El conjunto de estrellas anudadas entre sí desde el principio de los tiempos, fue asolado con un soplo de fuego y viento.

Lo único que se salvó de aquella devastación resultó ser la estrella que unía las manos de los gemelos cósmicos en un solo ser. El cuerpo celeste salió despedido de su lugar y ganó velocidad moviéndose por el espacio a con ligereza inimaginable. Finalmente redujo su empuje y se vio atraído por un planeta acuoso. La estrella, al cruzar la atmósfera, se resquebrajó en dos partes iguales que cayeron en un bosque inmenso, una al norte y la otra al sur, separadas entre sí por cientos de kilómetros.

Cuando el polvo del estruendo se aquietó, y antes de que los pedazos estelares se desintegraran, surgieron de los escombros dos lenguas de gas, una verde y otra azul que deambularon por aquel espacio umbrío que les era desconocido.

La lengua azul husmeó el aire con deleite y sintió un hambre terrible, pero no tenía boca para alimentarse. No echó de menos en ningún momento a la porción que había sido parte de su ser. Al contrario, estaba encantada con ese nuevo universo. Oyó un extraño sonido surgir de la densa arboleda. Se encaminó hacia allí para descubrir al autor de tan extraordinario ruido. Era un fauno de grandes cuernos, torso musculado pelo negrísimo, patas poderosas y ojos enormes. Ese ser majestuoso dejó de emitir sonidos repentinamente para llevarse a la boca unas cuantas fresas silvestres; acto seguido masticó unas jugosas bayas y, por último, bebió agua fresquísima de un arroyo cristalino. El gas azul se quedó prendado de tan exquisita criatura y decidió adueñarse de su brioso cuerpo. Gozando con su nuevo aspecto, comió y devoró frutos secos, flores dulces que masticaba a puñados, a las que siguieron unos cuantos panales de miel. Con la panza a reventar se tumbó en la hojarasca mullida y se durmió plácidamente.



El gas verde anduvo despacio olisqueando la zona. Sintió una punzada de abandono, como si le faltara algo de sí mismo. Le invadió la desolación y se acurrucó en el hueco de un árbol. Gimiendo se durmió. El sonido de una voz amable le despertó. A la orilla de una vasta fuente que vertía sus aguas en un lago, una xana sentada en una piedra cantaba peinándose los cabellos. Con dedos blancos y suaves recogió los que habían quedado prendidos en su peine de oro e hizo una madeja que refulgió de luz. Con su tesoro en la mano abandonó el lago dirigiéndose a una casita hecha de cortezas de árbol. Sacó su telar, y en la urdimbre vio un tejido de mil colores fulgurando sin cesar. Esta añadió su madeja de pelo a las muchas que tenía allí guardadas. El gas verde se sintió tan atraído por aquel ser que decidió habitarlo de forma permanente. De inmediato se halló tejiendo aquella tela fantástica, y se sintió dichosa.



El fauno despertó feliz. Su hambre se había avivado de nuevo. Comió sin parar durante horas, probando los deliciosos frutos que el bosque le ofrecía. Al correr de los días asoló las zonas próximas dejando sin comida a ciervos, pájaros y otros habitantes del lugar. El hambre le hizo mascar un escarabajo que crujió entre sus dientes; más tarde devoró huevos de pájaro, de rana, de serpiente y hasta un pequeño pajarillo que cogió al vuelo. Aquellos alimentos los saboreó con deleite sin hacer ninguna pausa, hasta que la luz del sol se escondió entre las sombras de la noche.

Al encontrar tan poca comida en sus terrenos, se adentró en la parte más densa de la arboleda. Allí los troncos se entrecruzaban unos con otros, el aire se respiraba más denso y el olor cambió a pútrido, como si la zona que le rodeaba se hallara en descomposición. No le desagradó en absoluto, muy al contrario, halló babosas y criaturas escurridizas a las que devorar. Tanto comió que su estómago se ensanchó y los brazos y piernas adquirieron fuerza descomunal. Comenzó a cazar alimañas cada vez más grandes y las devoraba con fruición. Su piel se tornó más oscura y sus ojos adquirieron un brillo azulado que le permitía ver con total claridad en la negrura de la fronda.

Un día cazó un basilisco y comenzó a masticarlo lentamente. El veneno que portaba el animal en su interior no le mató, contrariamente reforzó su resistencia a cualquier otro alimento por muy tóxico que fuera. Tuvo para varios días de festín con aquel ser y disfrutó masticando hasta las correosas alas que la gruesa serpiente poseía en su lomo.

La xana continuó tejiendo en el telar de sueños sus lienzos más bellos, que hablaban de agua y viento, de cielos nocturnos con estrellas refulgiendo. Llegó un momento que los ovillos almacenados se acabaron, que se hartó de tejer sus cabellos. Comenzó a recolectar plumas de muchos colores, telas de araña, cortezas flexibles, escamas de pez, el croar de las ranas y algún que otro trino de pájaro.

Su nuevo tejido tenía texturas de seda y palabras contadas, que sujetaba con hilos de estrellas. Y mientras trabajaba así cantaba:

Hilo de oro

hilo de plata

mis dedos tejen

la luna y la escarcha.



Continuó bordando y urdiendo en su telar mientras los años corrían sin freno a la par que sus dedos. Muy dentro de sí, la soledad tarareaba un estribillo de tristes acordes y de vacíos huecos.

El fauno halló compañía, no la más acertada para un habitante de las praderas verdes. Con el primero que tropezó fue con Ganeko, señor de la noche, un ente cruel y sanguinario. Luego llegó Gailán, gato enorme con faz humana, fauces de león y ojos malévolos; más tarde se unió al grupo un dragón de siete cabezas llamado Herensuge. Con ellos perdió su alma y se llenó de negrura, de pestilente ponzoña que descomponía la vida.

Entre tan amena compañía cazaron a la serpiente Horpi y le robaron su perla mágica. Se comieron a Tarasca, ofidio gigantesco, que llevaba dentro de sí las tormentas y vientos más destructivos.

Cuando terminaron de aniquilar la fauna allí existente, resultó temerario estar en tan terrible sociedad. La posibilidad de ser engullido por uno de los compañeros llegó a ser certeza cuando Gailán se convirtió en comida y cena de aquel día.

El fauno huyó con el viento de Tarasca soplando en sus venas, y ayudado de sus fuertes patas traseras abandonó el siniestro bosque para retornar a las verdes praderas de hierba alta, y a las flores de mil colores.

Tarasca (Terranova) antigua celebración madrileña del Corpus Chirsti


Recuperó la flauta que un día oyera tocar y se hizo un experto en componer melodías tan dulces como el jarabe de arce. Y así, casi sin querer llegó a su boca algo que jamás debería haber probado. Su dulce melodía atrajo a una vieja lamia moribunda que exhaló su último suspiro. De sus labios vio salir el alma de la finada y, ni corto ni perezoso, la cogió al vuelo y la masticó ruidosamente. El jugo resultante le condujo muy alto, tanto que le pareció tocar los dedos de los dioses. Cuando aterrizó de su viaje astral, no quiso ningún alimento que no fuera el que había probado. Se dedicó en conciencia a perfeccionar su dulce lamento en la flauta para atraer seres blancos, anjanas, mouras y lamias y adueñarse de sus almas.

A través de los años, cientos de almas fueron devoradas por el fauno que encontraba especial placer en cocinar algunas de ellas, o filetear otras. Unas las comía crudas y calientes recién arrancadas de sus víctimas; otras las guardaba para masticarlas secas y crujientes o para freírlas en manteca de karité.

Un buen día en su fuero interno notó una picadura, como si un veneno le estuviera corroyendo los entresijos. Se preguntó qué sería aquella sensación desconocida, se trataba de soledad, amarga y áspera como la lija.

Tanto comió que acabó con la mayoría de las hadas del entorno. Tuvo que explorar nuevas tierras. Un buen día apareció en una gran laguna. A lo lejos atisbó la figura de una xana tejiendo sin parar una tela tan relumbrante como el sol. Y la oyó cantar:

Mariposas de luz,

plumas de escarcha,

mis manos tejen

sonrisas que cantan.

De inmediato se aplicó a tocar la flauta poniendo todo su empeño en hacer la más dulce y tierna melodía que jamás interpretara. La tejedora dejó su trabajo y miró al otro lado de la laguna. La figura de un enorme fauno, oscuro y de redonda panza se recortó nítida en la distancia. Vio su pelo blanco, los músculos caídos y la sonrisa lobuna de blancos dientes. Sintió un escalofrío de terror y una nostalgia descomunal al mismo tiempo en su tierna alma. No sabiendo cómo lidiar con aquello, se refugió en su telar e ignoró al fauno.

La sonrisa del fauno se deshizo. Tenía que conseguir el alma de aquella xana al precio que fuera, no podía apartar sus ojos de ella. Nunca le había pasado con ninguna otra presa. La xana se convirtió en una obsesión, no podía pensar en otra cosa. Estuvo estudiando la forma de cruzar la laguna para llegar a ella, pero era muy extensa y estaba habitada por grandes monstruos marinos que, de vez en cuando, saltaban y emitían graznidos siniestros y no se atrevió a moverse de su ribera. Debía procurar atraerla hasta su orilla. Comenzó a enviarle barquitos de papel que estallaban en bellos sonidos cuando atracaban en el puerto contrario. La xana no hizo caso de aquello, a pesar de la gran cantidad de barquitos que se agolpaban cerca de ella emitiendo una melodía única y llena de dolor. Al fin se rindió a tal bombardeó de mensajes.

El fauno desplegó sus encantos, sus mejores palabras que enviaba en ráfagas de viento, en brisa marina, en pequeños tornados multicolores. Y así fue embaucando a la xana, día a día.

Una mañana, cuando el sol más calentaba y la xana se bañaba, le pidió un pedacito de su alma. Esta lo pensó un tiempo y al fin se decidió. En una tela bordada de mariposas, le envió un pedacito pequeño de su alma. El la recibió emocionado y, al punto, se la metió en la boca. Lloraron sus ojos, volaron sus pies, su piel resplandeció y el mundo adquirió un brillo cegador. Esta vez su viaje astral se prolongó durante días, el placer inmenso le conecto directamente con las estrellas y sintió su familiaridad en sus venas.

Su hambre se aceleró y procuró convencer a su amada de que le enviara otro pedazo más. Esta lo hizo tras escuchar su melodía de versos griegos, y sus cuentos de flauta y viento. Volvió el fauno a experimentar un encuentro con los dioses, en la profundidad del universo. Retornó a demandar más y más. La xana poseyendo media alma, decidió no entregar más de sí misma. Quería conocer mejor al que era objeto de sus sueños, al que estaba en cada escena de sus telas.

El fauno, de vez en cuando, volvía a cazar almas de hadas, su hambre no conocía límites, aunque regresaba a la laguna cada atardecer para visitar a su amada de la otra orilla.

Un día en el que el fauno no estaba apostado en su ribera, la xana decidió cruzar la extensa laguna a lomos de un dragón de agua. Llegó emocionada, y masticando hierbas que la hacían invisible, se adentró en los terrenos del fauno. Encontró su casa, pero no era blanca como él le había dicho, si no negra y apestosa. En las paredes vio grabados terroríficos de muchas almas sufrientes. Se negó a creer que el fauno viviera en semejante tugurio.

Salió a buscarle. Le halló en plena caza. Una vieja anjana se había acercado a él prendada de su flauta. De inmediato el fauno le inoculó ponzoña verde para provocar su muerte. La xana vio salir el alma de aquella vieja hada temblando todavía en sus labios rojos. Él la cogió con sus garras, y de un solo bocado la devoró emitiendo ruidos de animal y babeando como un dragón en celo, incluso escupió alguna que otra bocanada de fuego de puro deleite.

La xana salió de su escondite y se hizo visible. Él se volvió para ver las lágrimas de la criatura resbalar por su rostro.

Vicente Viudes (figurín para representar el pleito entre el alma y el cuerpo)


−¡No, no, no! –Gritó atemorizado viendo a su esperanza esfumarse en un momento. La xana corrió despavorida hasta la laguna. Él la siguió pidiendo perdón en chillidos histéricos. La tejedora cruzó la laguna y, alcanzando su orilla en el lomo del ser de agua, se volvió para mirar con sus ojos verdes a aquel que poseía la mitad de su alma. Este intentó meterse en la laguna para seguirla. Los rumores de los monstruos le hicieron desistir. Le envió mensajes con su flauta. Ella le volvió la espalda y le ignoró.

El fauno atronó enfadado. La insultó. La escupió. Sacó las tormentas más horribles, los tornados violentos, lluvia y granizo y lo lanzó contra la xana. Ella levantó una mano con una tela de raso. Allí chocó la violencia del ataque que salió disparado de vuelta a su origen, dando de lleno al fauno. Cayó este a tierra. Ella hizo una pantalla de agua para no divisar la otra orilla y siguió tejiendo sin parar. Adoptó un pajarillo y los dos jugaron e inventaron mil historias, y fueron felices en su mundo de tela y agua.

El fauno se repuso del contrataque y siguió cazando hadas. Más el sabor que antaño le hacía volar, ahora apenas le saciaba. Llegó un momento en el que no quiso comer. Pidió a los dioses ser devuelto a las estrellas. Un haz de luz iluminó su grueso cuerpo. Observó sus secretos, su negrura, su ponzoña y raudo, igual que había llegado, se retiró al éter.

La xana recibió la oferta de los dioses para subir a una constelación. Ella denegó el favor, deseaba otro final junto a su pajarillo adorado. Los dos se plasmaron en una tela que se desplegó en el lago a modo de pantalla. Ahí vivió para siempre entre palabras, historias, plumas y risas.

El fauno se metió en la laguna hasta las rodillas y se dejó secar con los ojos en la xana que fue su obsesión. Se volvió piedra para estar próximo a ella. El agua, encargada de conectarles, lamía ora la tela, ora la estatua, en un infinito baile de murmullos y caricias.

Dicen los que se bañan en las aguas de la laguna, que se oye una dulce música en las tardes de tormenta, una melodía de flauta que canta con voz de agua: Hilo de oro, hilo de plata, mis dedos tejen la luna y la escarcha…

Los humanos nunca lograrán separar lo que los dioses unieron en las estrellas. (Teresa Echeverría febrero 2021)

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