EL BURRITO DE ARCILLA – (Cuento navideño incluido en "Cuentos de jenjibre y turrón".-

Este cuento y muchos más los encontraréis en mi libro ilustrado “CUENTOS DE JENJIBRE Y TURRÓN” (En versión kindle y en libro). Recomendado para niños y mayores, especial para leer en estos días tan entrañables.
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(Cuento publicado en “Miradas de Navidad 6” (2010) – Editorial La Fragua del trovador)
Papá y mamá me llevaron a un mercadillo navideño de mi ciudad. Cientos de figuras de barro, de todos los tamaños, se hacinaban en unos cuantos puestos. Entre la inmensa colección, elegimos unas cuantas para poder montar nuestro belén.
Regresamos a casa portando un montón de cajas con nuestras compras y, entre los tres, nos pusimos manos a la obra: desembalamos todos los materiales y forramos con tela el lugar que iba a servir de escenario. En él, mis padres colocaron luces y casas, y a mí me dejaron poner las figuras, después de haberme dado toda clase de recomendaciones para que pusiera el máximo cuidado al manejarlas. Eran estatuillas muy frágiles y se podían romper con facilidad.
Ya era de noche cuando terminamos y pudimos verlo iluminado en la penumbra del salón. Nos felicitamos unos a otros por el efecto conseguido: Una pequeña aldea en miniatura, con multitud de detalles, se extendía a lo largo de la gran mesa del salón.
Antes de irme a la cama le eché el último vistazo. En ese instante mis ojos se detuvieron súbitamente, atraídos por uno de los personajes que habitaba el minúsculo mundo: un pequeño burro de arcilla. Con él en la mano me fui a la dormir.
Estaba tan profundamente enterrado en el sueño que me costó abrir los ojos. Alguien me susurraba al oído unas palabras:
─ ¡Abrígate y sígueme! ¡No olvides coger polvorones!
Intenté localizar a la persona que me había despertado. No era otro que el burrito de barro, que en esos momentos brincaba sobre mi almohada haciendo ademanes de que me levantara. Me puse el abrigo y salí detrás de él. Ya en el salón la figura se paró delante de la bandeja de dulces navideños. Obedecí sus indicaciones y llené todos los bolsillos de mi anorak hasta que el plato quedó totalmente vacío. Acto seguido el animal comenzó a crecer, o eso me pareció a mí, hasta que miré el entorno que me rodeaba:
─¡Móntate en mi lomo, vamos a hacer un viaje!
Eso hice sin dejar de observar los gigantescos muebles de la habitación que, como montañas, se perdían en la lejanía.
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De un prodigioso salto, el pollino se encaramó al pueblito instalado en la enorme mesa. Hacía frío, pequeños copos de nieve y sal caían sobre nosotros. Me arrebujé en el abrigo. Comenzamos a transitar por los caminos de serrín que se bifurcaban en callejuelas a derecha e izquierda. Cruzamos un río de papel de plata que nacía serpenteante entre unas altísimas colinas de corcho. Los patos del estanque se deslizaban de una orilla a otra, picoteando diminutos brotes de musgo. Las casas de cartón y madera se encontraban iluminadas; las ovejas comían sin parar manojos de líquenes al lado de los pastores. Numerosas hogueras, con luz roja de bombillas, calentaban y mantenían a la gente alrededor, unida en círculo y cantando villancicos. Al pasar delante del horno del panadero, un agradable aroma a hogaza cocida nos cosquilleó la nariz. Unos muchachos, vestidos con harapos, mendigaban comida en las esquinas del puente de troncos. Mi compañero se detuvo y sin que dijera una sola palabra, entendí su mensaje. De los bolsillos extraje gran cantidad de polvorones y comencé a repartirlos entre la chiquillería jubilosa que extendían sus diminutas manos de arcilla en espera de los dulces. Seguimos recorriendo toda la ciudad alegrando la noche a todos los pobres que se cruzaban en nuestro camino. Las horas pasaron volando parándonos en cada rincón de la villa, saludando a los vecinos y tomando chocolate en la posada. Cansados y con los bolsillos vacíos retornamos a la alcoba y a la cama.
Al despertar encontré a mi compañero acurrucado en mi mano, me observó con ojos impasibles de estatua, intenté que me hablara, pero esta vez no dijo nada. ─¡Qué tonto soy!─ Pensé ─¡Solo ha sido un sueño!
Oí a mi madre que gritaba algo muy excitada. Fui corriendo hacia el salón: todos los polvorones de la monumental bandeja habían desaparecido. En el Nacimiento unos cuantos pilluelos de arcilla, de amplia sonrisa desdentada, sostenían entre sus manos montones de dulces navideños. FIN


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¡Felices días!

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