DETRÁS DE LAS GAFAS .-

Saqué la lengua para lamer el corte del labio. La sangre tenía un sabor metálico de sal y acero dejando un regusto a miedo en el paladar. Todavía me temblaban las piernas y el corazón retumbaba en el pecho a punto de escapar. Me observé cuidadosamente en el espejo del baño: el ojo derecho tumefacto, la boca ensangrentada y los brazos llenos de marcas negras, huellas del demonio.

Aguanté las ganas de meterme bajo la ducha, tenía que esperar a que llegara la policía, me hiciera las fotos y me tomara declaración sobre los hechos. Sabía exactamente lo que me esperaba, ya lo había vivido en varias ocasiones. En ese segundo no pude amarrar mi memoria y echó a volar, como siempre hacía, marcha atrás, para poner de relieve aquellos incidentes escondidos entre sus pliegues: el más doloroso de todos, grabado con terror y sangre, correspondía a la primera paliza que recibí de manos del hombre del que estaba muy enamorada. No llevábamos ni seis meses casados cuando me plantó aquellos dos bofetones como preludio de lo que vendría después. Nunca había sido demasiado amable ni afectuoso con mi persona pero parecía respetarme; además, como amante no tenía parangón. Esa tarde llegó contrariado del trabajo, más de lo habitual, y mis preguntas y caricias le ofuscaron hasta tal punto que en pocos minutos  me encontré  tirada en el suelo con la sensación de haber vivido un gran cataclismo.

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Los golpes fueron sumamente dolorosos pero la aflicción más profunda fue para mi alma: la imagen de amor perfecto que él encarnaba se tambaleó cayéndose al suelo hecha añicos. Al día siguiente los moratones se hicieron más patentes al igual que sus ruegos de perdón. Le perdoné esa y veinte veces más. Y así el monstruo que llevaba dentro salió de su escondite mostrándose en todo su esplendor día sí y día también, mientras mi autoestima encogía exponencialmente a su crecimiento, hasta dejar de existir. Seguí viviendo ─si a eso se le puede llamar así─ en la rutina de los insultos, las disculpas y palizas. Dejé de ver a mis amigos, de ir al gimnasio. Salía furtivamente de casa para hacer la compra, procurando escurrirme por las esquinas igual que un ratón, haciéndome invisible para todos para evitar las preguntas invariables y las respuestas repetidas: ¿Qué te ha pasado?; me he caído por las escaleras; me he dado con la puerta; he resbalado… Me sentía como la luz titilante de una vela, nerviosa y errática, esperando que en cualquier momento una ráfaga de viento me apagara.

Todo siguió así hasta que perdí a mi bebé. Estaba embarazada de tres meses y él cuando golpeaba le daba igual dar en un sitio que en otro. Un puñetazo en el vientre acabó con esa semilla de vida, como si nunca hubiera existido. Pero para mí ya tenía nombre, futuro y personalidad e hizo que mi alma despertara y se quitara la costra reseca de miedo para urdir un plan: en cuanto me repuse físicamente del aborto, aproveché para escapar. Con mi maleta cargada de ropa y temores, me desplacé a un hogar para mujeres maltratadas. Tiré el móvil a la basura y me cambié el nombre. En unos meses también comencé a transformar el tinte del pelo, el peinado y la forma de vestir. Recibí clases de defensa personal y artes marciales, en las que me hice una experta; adelgacé y me transformé en otra persona hasta el tuétano.

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Encontré trabajo en otra ciudad y comencé una nueva vida, o por lo menos lo intenté. Dio la casualidad ─o quizá fuera el destino─ que tropezara con un individuo que había sido pareja de mi compañera de habitación cuando estuve en la casa de acogida. Era tal y como lo describió: simpático, divertido, amante de la cerveza y muy listo, es decir, una hiena disfrazada con piel de cordero.

No pude sustraerme a esta oportunidad de venganza servida en bandeja. Sabía el tipo de mujer que buscaba el individuo para esclavizarla. Me revestí con una capa de inocencia y servilismo que enseguida despertaron su apetito. Fue rápido. Ya en la segunda cita, de un empujón, se coló en mi casa con la intención de violarme sin miramientos: salvaje, cruel y lleno de golpes. Aguanté durante unos minutos toda la ofensiva: unos cuantos reveses, un mordisco y una patada que esquivé a tiempo. Teniendo todo dispuesto de antemano, alcancé las tijeras ─había escondido un par de cuchillos y algunos punzones por diversos lugares de mi casa porque sabía que tarde o temprano me enseñaría su yo más íntimo─ y se las clavé en el corazón; mientras caía con la sorpresa pintada en su cara de ogro le asesté una buena patada en los testículos. Murió a los pocos minutos. El placer de un trabajo bien hecho me inundó. Nada importaba someterme a los interrogatorios de la policía. Mi apariencia y las denuncias presentadas por alguna que otra víctima, bastaron para que me dejaran en paz. Entonces decidí la clase de trabajo que haría en adelante.

Tenía una memoria prodigiosa ─facultad que me vino muy bien cuando cursé mi formación porque apenas tuve que estudiar─ y fui rememorando con una claridad pasmosa todo lo referente a los agresores de mis compañeras de terapia. Con las poblaciones claramente definidas donde habían vivido y sufrido aquellas pobres mujeres, dediqué los siguientes meses a recorrerlas con la esperanza de encontrar a aquellos seres rastreros que seguían con sus vidas tan tranquilamente, después de arruinar la de sus parejas.

Nunca pensé que fuera tan buena actriz, pero cuanto más practicaba mejor sabía reproducir una lánguida caída de ojos o un suspiro romántico. Me mostraba vulnerable, crédula, aniñada y tímida. El cebo estaba servido. De esta manera cayeron en mis garras unas cuantas alimañas. Con todas acabé y pude sentir con cada muerte una felicidad sin límite. Esto me preocupó bastante en la última etapa, porque sin querer me estaba convirtiendo en una depredadora despiadada y feroz, alguien bastante parecido a los que caían en mis manos.

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Decidí dar un giro nuevo a mi existencia y buscar un lugar tranquilo, desconocido y que estuviera lo suficientemente lejos de los rincones por los que me había movido hasta el momento. Lo encontré al fin: un pueblo pequeño entre montañas que tenía una casita minúscula y rosada para alquilar, rodeada de una verja blanca donde las margaritas eran las protagonistas del jardín. Allí comencé a disfrutar de mi existencia de lo lindo, relacionándome con la gente, ingresando en cada grupo que se dedicaba a las actividades que me gustaban, que por cierto eran muchas: senderismo, restauración de muebles, manualidades, pintura, etc. Pero no fui capaz de desprenderme del único instrumento del pasado: las gafas, utensilio que no necesitaba en absoluto, pues mi vista era estupenda, pero que me permitía esconderme de los demás. Tan pequeñas de tamaño y con la capacidad justa de ocultar mi parte más frágil. Rodeada de tan agradable compañía me convertí en una recicladora compulsiva, al igual que mis amigas, trocando trastos inservibles en hermosos objetos de decoración que se vendían con gran éxito en nuestra cooperativa.

Mis amigas casadas, querían a toda costa emparejarme y comenzaron a presentarme a un plantel de individuos divorciados, separados y algún soltero, que me parecieron demasiado provincianos como para alcanzar mi corazón escondido bajo siete capas de hormigón.

Pero el amor, que todo lo puede, lo cambia y lo permite, hizo que conociera a Albert que tenía los ojos del azul más luminoso que nunca había contemplado. Llevaba unas gafas de montura oscura que hacían resaltar la blancura de su dentadura y el pelo azabache. Tímido, distante, tierno y romántico, resultaba encantador. Además era el hermano de una de mis amigas, con lo cual mi alma comenzó a llenarse de aire preparándose para volar.

Tardó en invitarme a salir y, cuando lo hizo, se mostró tan educado y complaciente que me resultaba impensable que un hombre como aquel no tuviera pareja. Su hermana no se cansaba de contarme lo desgraciado que había sido en su matrimonio con una mujer sin sentimientos que lo había abandonado por otro.

Comencé a encontrar mensajes tiernos en el felpudo de la entrada de mi casa. Después hicieron acto de presencia las rosas, rojas igual que la sangre, con tarjetas rellenas de palabras amorosas. En cada encuentro se mostraba tan fascinante que perdí pie y comencé a flotar.

Llevábamos más de tres meses saliendo. Habíamos pasado alguna que otra jornada juntos, de excursión por los alrededores, charlando y disfrutando de las nuevas facetas de su personalidad que salían a la luz en chispazos resplandecientes. Volví a reír con sus chistes y a confiar en el futuro, en una nueva oportunidad para entregar mi corazón.

No hice mucho caso cuando otra de mis amigas me comentó algo acerca del pobre Albert: ─No te creas todo lo que te cuente Ana de su hermano. Su mujer le dejó, pero no había ningún otro hombre. Era muy desgraciada con él. Incluso una vez apareció con una pierna escayolada y nunca quiso hablar de lo que había sucedido. Eso da qué pensar. Ten cuidado donde te metes, ya sabes, no es oro todo lo que reluce.

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Al escuchar el asunto de la pierna escayolada, una alarma se encendió en lo más profundo de mi interior. ¡No podía ser, un hombre como él! ¡Seguro que mi amiga estaba equivocada y Ana tenía razón!

Aun así, me obligué a tomar las medidas que tantas otras veces había desplegado. Escondí varios objetos en lugares estratégicos de mi hogar, con el fin de poder defenderme si la situación así lo requería. Tuve que hacer un rato de meditación y respiraciones para relajarme antes de arreglarme para salir. En el bar encontré al atractivo Albert, solícito y atrayente, igual que siempre.

            ─¿No te quitas las gafas, para que pueda verte tal como eres?─ Me preguntó mientras me acariciaba la mejilla. Un ramalazo de deseo me recorrió la columna vertebral.

            ─ Lo haré cuando tú lo hagas.─ Contesté.

Le vi sonreír mientras se ajustaba las lentes con fuerza sobre la nariz.

            ─Pronto lo haré, y espero que te guste lo que encuentres.─ Brilló su mirada transformada en plata líquida.

Nos fuimos al cine cogidos de la mano, embelesados el uno en el otro. Me besó varias veces durante la película, llenándome de caricias y de palomitas.

Me acompañó hasta la puerta de casa y esta vez el beso de despedida fue largo, apasionado y profundo, parecía imposible que nos pudiésemos separar pues nos habíamos fusionado con tanta fuerza que nuestros contornos eran uno solo. Cuando por fin nos alejamos unos centímetros, saqué la llave de la puerta y abrí. Él me siguió. Nos aproximamos al sofá y entonces me quitó las lentes, suavemente, con movimientos lentos. Intenté quitarle las gafas, sin éxito. Se apartó de mí unos pasos en dirección al ventanal, se volvió de espaldas y se las quitó dejándolas en la mesita. Tanta teatralidad me tenía un poco confusa, parecía una situación de chiste. Un rayo de luna se coló por la ventana y le dio de lleno en los ojos cuando se volvió. Lo que vi me dejó sin aliento.

─¡Eres como las demás! Deseando abrirte de piernas.

La mirada de plata se había transformado en ascuas ardientes, incluso su estatura parecía haber aumentado unos cuantos centímetros, abandonando su postura habitual entre descuidada y ligeramente encorvada. De un salto se plantó a mi lado y de un empellón me tiró al sofá. No me podía creer lo que me estaba pasando.

            ─¡No, por favor! ¡Así no! ¡Vete de mi casa!

            ─¡Eres igual de puta que las demás! ¡Tan modosita y deseando que te den caña!

Hasta el último momento tuve la esperanza de que mi relación llegara a buen puerto, pero esas palabras dejaban claro quién era mi amante. Resultaba inquietante esta rara habilidad que poseía de atraer a lo peor de los hombres. Enseguida recordé mi papel, mil veces interpretado, y lo que debía hacer a continuación. De ello dependía mi vida. Este individuo era de los peores pues mis palabras y mi actitud le hicieron entrar en un delirio de golpes, arañazos y empujones mientras me arrancaba la ropa y me clavaba las uñas, todo al mismo tiempo. Grité y pedí ayuda, gesto que me valió un puñetazo en un pómulo y un gran bofetón. Tenía que procurar no perder el conocimiento, de ello dependía mi estrategia. Retrocedí reptando por el sofá mientras Albert se reía complacido siguiéndome a paso lento. Me hice con un estilete escondido entre los asientos y esperé a que se echara sobre mí. Y lo hizo a toda velocidad. En ese instante levanté la mano y con la inercia de su cuerpo cayó sobre el arma que se clavó en uno de sus preciosos ojos azules. En el momento en el que la vida escapaba de él, la luna, en forma de hoz plateada, se escondió tras una nube.

Me he puesto otra vez las gafas al oír las sirenas de los coches patrullas. Vuelvo a esconderme tras los cristales, inalcanzable y solitaria, preparada para una nueva huida, aunque ya he elegido destino. Al fin me siento totalmente preparada para ajustar cuentas con el que fuera mi marido. Las ratas no tienen cabida en mi mundo.

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