CONFÍA EN MÍ, AMOR

Confía en mí, amor

Se giró hacia la puerta. Esa voz tan conocida y adorada, la hizo suspirar de ansiedad. Notó el sudor corriendo por las axilas y cómo las mejillas se incendiaban sin remedio. Hacía más de un año que no se veían, el tiempo que ella había estado en la estación de Metis cuando pidió el traslado para alejarse de él.

Nadie podía esconder su cuerpo en ropajes con el uniforme obligatorio. A través de la malla, que se pegaba al cuerpo como una cuarta capa de piel, observó la silueta de aquel hombre al que había amado apasionadamente. Se notaba bastante más redondeada en algunas áreas, sobre todo en la del estómago y los muslos. El rostro presentaba unas cuantas arrugas más, una buena colección para añadir a las ya existentes en su memoria. Ahí reencontró la sonrisa eterna de vendedor de coches, de segunda mano, prendida de los labios junto con los ojos pequeños, −quizá más que lo que recordaba−, oscuros y fijos en ella como los de un saurio.

−Te doy las gracias desde el fondo de mi corazón por tu decisión de darme otra oportunidad para formar parte de tu vida, amor; adoro ser tu compañero en la vida y el de equipo para cuidarte como te mereces, mi reina. No te defraudaré nunca más, lo prometo –dijo con esa voz zalamera que solía modular para seducir.

Era un seductor nato, aunque ella desconocía el hecho de si ya lo era cuando se formó en el vientre de su madre, o se fue haciendo con los años. Resultaba un hombre divertido, reflexivo −en lo que le interesaba−, un inmaduro encantador que poseía un ligero barniz de cultura que exhibía como una piedra preciosa en una vitrina.

Ella se limitó a sonreír. No le abrazó ni besó, aunque se moría de ganas. Tiempo habría para la intimidad. Debían cumplir su horario de trabajo tal y como señalaba el tablero, y este ya había comenzado hacía unos minutos.

−¡Bienvenido! –exclamó restando emoción a su voz. –Hay un fallo en el panel central, iré a cambiar las piezas dañadas ponte el traje por si tuvieras que salir a echarme una mano. De momento quédate aquí vigilando las lecturas que te envíe desde el exterior.

Ella tenía puesto el traje espacial a falta de encajar el casco. Le observó mientras él se embutía en el equipo de trabajo. Satisfecha le hizo un guiño que él contestó con zalamerías, y se dispuso a penetrar en la esclusa. Se ajustó la escafandra, comprobó el oxígeno y pasó a la antesala de despresurización. Llevando el maletín de trabajo en una mano y cogida al cable de seguridad, se lanzó al espacio en una grácil acrobacia hasta alcanzar la zona en la que debía efectuar los ajustes necesarios. Se asió al metal y comenzó la evaluación de daños.

Al mismo tiempo que ella salía al espacio, dos mujeres muy atractivas penetraban en la sala donde él vigilaba a su compañera haciendo los arreglos pertinentes. Se volvió hacia las recién llegadas esgrimiendo su sonrisa lobuna más cautivadora:

−¿A qué debo el placer de recibir esta inesperada visita de unas mujeres tan bellas como ustedes? –exclamó sacándose el traje por la parte de los brazos para que estas pudieran admirar el gran abultamiento de sus bíceps.

Ellas le valoraron de arriba abajo antes de contestar con una irónica sonrisa:

−Somos nuevas en la estación y hemos escuchado varias historias sobre tu fama en lanzamiento de sondas. Deseábamos conocerte y que nos enseñaras tu lugar de trabajo pero vemos que estás “algo” ocupado.

−Mi compañera hace un arreglo rutinario, no necesita de mi ayuda, puedo dedicaros unos minutos ¿qué no haría para complacer a dos “sirenas” del espacio como vosotras?

En el exterior, ella había quitado el panel fundido y soldaba unas cuantas conexiones para fijar las nuevas piezas. A la par que hacía su trabajo, no podía sujetar los pensamientos que giraban invariablemente entorno a él.

Su relación había sido maravillosa. El amor los inundaba, no era para menos con alguien tan cariñoso y tierno. Siempre tenía una palabra dulce para ella, la mimaba y ella se había volcado en esa relación dando lo mejor de sí misma. Desfilaron ante sus ojos los planes de boda, la mudanza a un habitáculo más grande, el viaje de novios a  los anillos de Saturno el juramento de amor eterno que habían realizado en aquella salida bajo las estrellas Hasta que llegó ese día aciago. Él la dijo que ese fin de semana no contara con su presencia. Debía arreglar unos asuntos familiares urgentes. Ella se quejó porque los últimos fines de semana que la había dejado sola, se hacían interminables sin su presencia. La sorpresa que ella le tenía preparada de llevarle a la estación de Isla Luna quedaba aplazada de nuevo aunque a última hora decidió ir por su cuenta con tal de distraerse un poco. Y fue. Recordó el momento en el que penetró en el comedordel complejo super lujoso de Isla Luna, ese tan romántico que reservaban las parejas para refugiarse en su círculo de amor. Le vio abrazando a aquella mujer. Se quedó como una ballena varada en la arena. Reaccionó y salió de allí. Camelándose a uno de los camareros con una excesiva propina averiguó que la extraña pareja de “empalagosos maduros” había comido y cenado durante varios fines de semana sucesivos. Se alojaban en una de las estancias enormes pensadas para recién casados.

No desapareció sin más. Esperó el regreso de él para cortar la relación. Él dio las explicaciones más absurdas sobre aquellos encuentros con la mujer a los que calificaba de “familiares”, “un encuentro con una prima”, “un compromiso ineludible”.

Durante doce meses con sus días, él le pidió perdón de las formas más originales y sofisticadas: a veces con poemas copiados de algún almibarado poeta o de su autoría, que eran malísimos pero poseían una ternura sin igual. Grabó juramentos en rocas de carbón marciano, y aparecián flotando bajo sus ventanales a la menor oportunidad; le envió lágrimas de amor teñidas de rojo en frasquitos de cristal diamantino, ramos y ramos de flores espaciales, que picaban muchísimo cuando se las tocaba, y bombones con mensajes, que explotaban en el paladar entre “te quieros” de voz apasionada. La furia por el engaño terrible no aminoró hasta casi el año cumplido. Todavía le amaba y le perdonó.

Volvió a la realidad. Se concentró en la labor que tenía entre manos, las soldaduras parecían haber quedado bien amarradas. Recogía ya el equipo cuando notó un impacto en el casco que la lanzó al espacio quedando colgada del cable de seguridad. Se agarró a él y pidió socorro a su compañero. Este se había deslizado los auriculares al cuello para poder conversar con las mujeres, olvidando por completo a su compañera, tratando de seducir a la audiencia con versos y frases de sus autores favoritos. 

La mujer pidió socorro unas cuantas veces mientras iba trepando por el cable con el fin de alcanzar las asas para sujetarse a la estación y regresar a la esclusa. Conocía el riesgo de padecer los golpes de los meteoritos, para eso estaba el compañero que se quedaba dentro de la estación, para socorrerla.

Tenía al alcance de la mano ya la estructura metálica con los asideros pero un nuevo impacto la segó el cordón umbilical que la unía a la estación y salió despedida hacia el espacio. Siguió gritando como una posesa, sin entender la razón por la que su compañero no la contestaba, las comunicaciones parecían seguir bien según la señalización de la muñeca.

Él, en el fragor del coqueteo más absoluto, notó una ligera vibración en el cuello que le alertó. Se asomó por el ventanal y ante sus ojos la vio flotar en la negrura, alejándose, mientras él se ajustaba los cascos llenos de gritos a los oídos. Sus célebres y afamados reflejos se activaron y regulando el arpón salvavidas, lo lanzó sin dilación. La distancia de separación era ya considerable. El artefacto dio en el blanco y atrapó a la mujer. Con rapidez la condujo a la puerta de la esclusa. La luz verde le indicó que ya podía abrir la puerta para ayudar a su compañera.

La mujer estaba aturdida de tanto como había gritado viendo su fin perdida en el firmamento en la soledad más absoluta. Sus ojos enfocaron el rostro tan amado lleno de preocupación. Le oyó exclamar las más dulces ternezas y se sintió cautivada. Al romper el abrazo para liberarse del traje vio a las dos preciosas mujeres que aplaudían sin cesar mientras exclamaban: “la comida a la que nos ibas a convidar ya la pagamos nosotras. Ha sido un espectáculo increíble. Eres nuestro héroe, además de un poeta lleno de imaginación. Qué suerte haber pasado este rato contigo. Hasta luego, sé puntual”.

Ella le miró y advirtió que su compañero tenía el traje a medio colocar, colgando de la cintura. Se entretuvo un buen rato en la profundidad de sus ojos. Vio las lágrimas asomando ya. Él musitó: −¡Amor, no es lo que parece! –Ella se quitó la escafandra, se fue hasta el panel de trabajo, cargó la grabación de su accidente y dio al botón de emergencia. Después dijo: −No me encuentro bien. Espero relevo de inmediato. ¡Pido traslado urgente a Júpiter!

Felices lecturas. Espero que os haya gustado

Teresa Echeverría

Fuente: este post proviene de Blog de Gorila-58, donde puedes consultar el contenido original.
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