Nadie nos dijo que habría días en los que nos gustaría no tener que levantarnos de la cama.
Nadie nos advirtió de que el camino no iba a ser fácil y que tendríamos que trabajar duro para conseguir nuestros propósitos, incluso que tendríamos que trabajar duro para poder trabajar.
Nadie nos alertó de que otros intentarían hacernos caer, de que nos robarían hasta las fuerzas, porque nuestra desgracia sería su combustible para avanzar y maquillar su amargura.
Nadie nos informó de que las despedidas duelen –mucho–, sobre todo cuando son para siempre y se vuelven intangibles.
Pero tampoco nos dijeron que, cuando menos lo esperas, sucede; tú misma empiezas a pensar en ti, a quererte, a hacerte las curas necesarias para que tus sístoles y diástoles vayan al compás y, a veces, en este proceso, aparece alguien que hace que todo lo malo parezca más pequeñito –hasta que desaparezca por momentos–, que ayuda a cicatrizar tus «pupitas», sean las que sean, y le ofrece compañía a tus latidos… ¡Pum pum!
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