Hoy os iba a hablar de otra cosa que no tenía nada que ver, pero ayer vivimos una tragedia en Barcelona y me ha parecido un buen momento para reflexionar un poco sobre la educación, la comunicación y la responsabilidad que tenemos todos como sociedad.
En cuanto se supo que un alumno había matado a un profesor, enseguida empezaron a correr ríos de tinta. Enseguida se empezó a especular. Enseguida se empezó a pedir la cabeza de alguien y a exigir que los niños puedan ir a la cárcel desde los ocho años. No me malinterpretéis, yo lo entiendo. Son cosas que te paralizan porque te cuesta entenderlas. Yo tengo un hijo de 11 años y ese chico tiene 13, apenas dos más. Es fácil dejarse llevar, no comprender nada y asustarse. Pero antes de hablar hay que pensar.
Pensar, antes que nada, que tanto el profesor como el alumno tienen familias. Que lo que acaba de ocurrir es un drama para el entorno de esas dos personas. Que detrás de ese profesor hay muchas personas rotas de dolor. Pero que detrás de ese niño, también. Quizás haya unos padres que no sepan qué ha pasado. Quizás haya una situación familiar complicada. Puede que haya un hermano muerto de miedo. No es el momento de ponernos a gritar muy fuerte, por muy conmocionados que estemos.
Y no es hora de pedir cabezas ni leyes más duras. Escuchaba hoy en las noticias cuál es el protocolo, qué se hace cuando un niño de esta edad comete un acto criminal. Es una institución dedicada a la protección de los menores la que se hace cargo de ese niño. La institución evalúa si hay situaciones peligrosas en el entorno del menor, o si el niño tiene algún problema psicológico. Y actúa en consecuencia. Desde luego, me parece la manera más lógica de abordar la situación. Me parece que está bien. No querría bajo ningún concepto que se juzgara a un niño de doce o trece años como se juzga a un adulto. No querría que rebajásemos más todavía la edad a la que hacemos pasar a los críos a la madurez, porque durante las últimas décadas la hemos ido adelantando tanto que antes de que los los niños lleguen a la pubertad ya los consideramos casi adultos y los cargamos de responsabilidades que los consumen. Me parece bien que se evalúe al menor y se presuponga que todavía no es muy consciente de la gravedad de sus actos, porque, sinceramente, dudo que lo sea.
Por otro lado, hay una cosa que sí me molesta y de la que me parece que somos poco conscientes. En muchas culturas los niños son de todos, de la sociedad entera. Y parecería que en la nuestra no. Ayer leí a gente muy indignada que se preguntaba por qué nadie se había dado cuenta de nada. ¿No lo habían visto los profesores? ¿Sus compañeros? ¿Sus padres? Y me gustaría devolver la pregunta: ¿nos fijamos acaso en la gente que tenemos alrededor? ¿En los compañeros de clase de nuestros hijos? ¿En los niños del parque? ¿Echamos una mano? ¿Ayudamos a educar? ¿Toleramos las críticas a nuestros hijos? ¿Entendemos que los niños son niños y que necesitan que todos los adultos seamos comprensivos, tolerantes, coherentes y justos? Es muy fácil decir que "alguien" se debería haber dado cuenta. Pero ese alguien a veces deberíamos ser nosotros mismos. Todos deberíamos estar atentos, escuchar a los niños y crear relaciones de confianza para que ellos se sintieran lo bastante seguros para compartir con nosotros lo que les pasa, lo que les preocupa, lo que les da miedo. Ser niño hoy debe de ser totalmente aterrador, y todos los adultos deberíamos estar ahí para echar una mano.
Y luego está lo de siempre. No hay tragedia que no venga acompañada de su buena dosis de: "El niño escuchaba la música X, veía la serie Y, jugaba al videojuego Z, compraba el cómic W". No esperamos a saber si el crío tiene algún problema del tipo que sea, no. Cuando algo nos aterra es más fácil buscar algo a lo que echarle la culpa, y en este tipo de casos siempre es la cultura popular.
Me da rabia por múltiples motivos. El primero y más evidente es que hay muchos niños a nuestro alrededor que necesitan ayuda. Y no la necesitan porque les encante ver The Walking Dead. Necesitan ayuda porque viven en situaciones de exclusión, de maltrato físico o psíquico, de pobreza, de desequilibrio mental. Niños que necesitan menos etiquetas y más ayuda.
El segundo es porque la cultura popular es cultura popular. Hitler escuchaba a Wagner, señores, y nunca le echamos la culpa al compositor de las atrocidades que cometió el dictador. Que alguien cometa un acto terrible no tiene nada que ver con la cultura que consume, sino mucho que ver con la educación que ha recibido o con su salud mental. Mis hijos todavía no ven series de zombis porque son pequeños y les dan miedo, pero llegarán a ellas, porque en casa nos gustan. Juegan a la consola, escuchan rap, ven clásicos de los 80 y tienen las estanterías de casa repletas de cómics de todo tipo. Es probable que yo misma les ponga su primera novela de Stephen King en las manos dentro de unos años. Y si son como yo leerán ávidamente a Lovecraft y Edgar Allan Poe. Veremos películas de terror en Sitges. Se saltarán las clases para ir al salón del cómic. Escucharemos, bueno, ya escuchamos, a Metallica y a Extremoduro. Dirán más palabrotas de las que ya dicen ahora. Y serán personas totalmente normales a las que, simplemente, les gusta la cultura popular. Eso no los convierte en nada más que en personas con un gusto determinado. Un gusto que no toleraré nunca que alguien quiera criminalizar.
Sé que estas cosas nos aturden y nos dan miedo. Sé que nos aterra que nuestros hijos puedan tener que vivir una situación similar en la escuela. Sé que a veces hay cosas que no tienen explicación y que nos inventamos una mitología propia para darles sentido, porque la realidad nos destroza. Pero a veces hay que ir un poco más allá, ser más empáticos, comprender que las cosas no son tan fáciles. No solo por nosotros, sino, especialmente, por todos los niños que tenemos a nuestro alrededor, que en este momento se sienten todavía más inseguros y asustados que nosotros y que nos necesitan.
Y sobre todo, como sociedad, tenemos que ser lo bastante maduros como para ser constructivos y no correr en busca de algún culpable; ser respetuosos y no convertir en un circo el sufrimiento de tantas personas.