Un café para mi tristeza



Con sus manos arrugadas me ofreció un jarro con café y leche clavel, me acercó la azucarera, una cuchara y una concha; era su forma de dar la bienvenida, siéntate, mijita, di la vuelta a la barra de la cocina, abracé suavemente a mi abuelita y besé su cabecita blanca; olía a café con canela y el sol iluminaba alegremente la ventana de la cocina; llegué sintiéndome que no valía nada, sintiéndome culpable de todos los problemas en mi matrimonio, de ser una mala persona, como siempre, mi esposo me culpaba de todo y esa mañana llena de insultos volví a creerlo; entre sorbos de café y la charla cariñosa de mi abuelita, el nudo de mi garganta y mi profunda tristeza, se fueron disipando; nada cambiaba, sin embargo, después de tomar ese rico café, podía llevar mi carga en secreto y volver a mi casa, a enfrentarme con ese hombre cruel y violento

Miraba el ataúd de mi madre con profundo dolor y tristeza; yo no escuchaba el rosario que rezaban las personas que nos acompañaban a su velorio, había un gran vacío, sólo era mi madre muerta y la pena incomprensible de verla ahí, inmóvil, sin sufrimiento e indiferente a nuestro llanto; alguien puso en mi mano un vaso desechable con café humeante, lo acerqué a mis labios y ahí lo mantuve, sin beberlo, sentía el calor y el delicioso aroma, esto me hizo recordar aquel café de olla o café instantáneo que preparaba mi amada madre, el café que debía tomar antes de irme a trabajar, no debía irme con el estómago vacío o aquel café para acompañar los deliciosos hot cakes con mermelada de fresa y cajeta envinada que ella nos preparaba. Al sepultarla, parte de mí se quedó en su tumba. En todo el novenario se servía café, aquí, parecía más un elixir para tragarse la tristeza que aquella deliciosa bebida llena del amor de mi dulce madre.

La horrible noche cuando falleció mi hijo, parecía más una pesadilla nebulosa, gritaba y lloraba; no comprendía porque mi joven hijo no contestaba su celular, le marqué hasta la madrugada, bañada en llanto, mi hermana me arrebató mi celular, diciendo entre sollozos, ya basta, Raúl está muerto, no entendí nada, pregunté, si ya había regresado Raúl y mi hermana me abrazo con un llanto convulsivo. Abrazaba al cuerpo de mi hijo, firmemente, tuvieron que arrancarme de él, maldije a todos e intenté golpear a quienes me retiraban del ataúd, esto lo supe después, estaba enloquecida, no era yo, había nacido una nueva versión de mí. Lejos quedó esa madre de rostro iluminado, llena de orgullo por los logros escolares de mi hijo, de la alegría que contagiaba a todos al hablar de mi pequeño. Raúl me aviso que iría al cine con sus compañeros de preparatoria y su recién novia, le veía tan feliz que no podría negarme; fue un accidente y le toco morir a mi pequeño de 17 años y al joven conductor. La irrealidad en la que flotaba en el velatorio, fue interrumpida por los gritos de la joven novia de mi hijo cuando llegó al velorio, iba con un brazo lesionado, sus padres la envolvían con ternura entre sus brazos, sentí tan sincero su dolor que me acerqué a la joven y nos fundimos en un abrazo; no se cuanto tiempo permanecimos así, sentía su delgado cuerpo temblar y su llanto se confundía con el mío. Ahí no bebí café, tampoco en su novenario, los días transcurren como si nada, los veo pasar sin importarme en lo absoluto, vivo porque respiro, pero estoy muerta en esta vida. Ya ha pasado mucho tiempo y en la recámara de mi hijo encontré un termo mediano, tenía restos de café, estaba lleno de hongos y apestaba; recordé cuando mi hijo se llevaba su termo lleno de café a la prepa, decía que al tomarlo, le recordaba a su madre y a su abuelita, que era como estar en casa, siempre; después de lavar el termo y desinfectarlo, me serví un humeante café, su aroma me devolvió un momento a mi hijo y a mi madre; me senté en el escritorio de Raúl, con una gran tristeza, lloré mi dolor inagotable y saboreé lo amargo del café y lo dulce del piloncillo, como todo en la vida.



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