La noción del tiempo la había extraviado, este cansancio, este deseo, esta desesperación de no verla, me tenían en un frenesí ilógico. El mar se bosquejaba en mis ojos opacos, en mi mirada, con sol, con luna, con bruma, con lluvia y, ella, no volvía; mi estómago, mi cuerpo se estremecían cada vez que ensoñaba su presencia, sus caricias y ese arrullo que embriagaba mi discernimiento. El dolor de mi rodilla derecha se había intensificado, no podía apoyarme en ella, en la última visita de mi querida sirena, ella me mordió el muslo y, la rodilla derecha, había sorbido de mis carnes lastimeras; ya ni siquiera me defendía cada vez que succionaba de mí; todo el cuerpo me ardía, sus labios y sus manos eran filosas, donde me besaba, me dejaba una herida; donde me acariciaba, me arrebata el alma y el espíritu.
Dormité, abrazando la roca, cuando algo se estrelló en mi espalda, era una madera, lo suficientemente grande como para soportar mi cuerpo, el golpe me hizo recuperar la cordura, me aferré a la madera y me dejé llevar por las olas, con esos movimientos constantes me alejaría rápidamente de mi roca, ¿a dónde?, lejos de ella; finalmente, no quería morir, aún no, y de no morir de hambruna, moriría en su sed inagotable de mi sangre, de hecho, ya lo estaba logrando la encantadora sirena, porque ya había consumido hasta mi corazón. Al vaivén de las olas, lloraba lastimosamente, no volvería a verla, no volvería a besarme, a lastimar todo mi ser, a ser de ella. ¡Cuánta estupidez! Algo en mi psique me reprochaba lo absurdo de este sentimiento insano, ¡amar a quien me destruye!, lo reconocía, pero, seguía doliendo. Me arrojó una gran ola y me solté de la tabla, ¡no sabía nadar!, empecé a hundirme, el agua entraba por mis oídos, era horrible esa sensación y ese golpetear del agua en ellos, intentaba desesperadamente salir a la superficie, movía mis brazos y mi pierna izquierda, los movía con gran angustia, ¡no deseaba desaparecer sin dejar huella!, ¡no!, ¡quería vivir!, ¡vivir!