Guillermo y el Día del Padre

En una casita llena de risas y amor, vivía un pequeño bebé llamado Guillermo. Tenía los mofletes redonditos y solo dos dientecitos, pero su sonrisa iluminaba toda la habitación. Guillermo adoraba las cosquillas y reía con una alegría que contagiaba a cualquiera.

Era una mañana especial, el Día del Padre. Guillermo, aunque aún era muy pequeño, quería hacer algo muy especial para su papá. A su lado, mamá lo miraba con ternura, sabiendo que ese día sería inolvidable.

Papá estaba en la cocina, preparando el desayuno. A él le encantaba cocinar para su familia, especialmente en días tan especiales como este. Mientras los huevos se freían y el café se colaba, tarareaba una canción que siempre hacía sonreír a Guillermo.

¡Guille, vamos a sorprender a papá!, susurró mamá con una sonrisa cómplice. Guillermo, con sus manitas regordetas, aplaudía emocionado. Juntos, mamá y Guillermo se pusieron manos a la obra.

Mientras mamá preparaba una tarjeta de felicitación, Guillermo jugaba con sus bloques de colores, golpeándolos suavemente y riendo cada vez que lograba apilar uno sobre otro. Mira, mamá, parecía decir con sus ojitos brillantes, aunque aún no sabía hablar.

En la tarjeta, mamá dibujó un gran corazón y dentro escribió: Para el mejor papá del mundo, de parte de Guillermo y mamá. Te queremos mucho. Guillermo, con su pequeño dedo, tocó el corazón dibujado y sonrió.

Llegó el momento de la sorpresa. Mamá cargó a Guillermo en sus brazos y juntos entraron a la cocina. ¡Feliz Día del Padre!, exclamó mamá con alegría. Papá se giró, y al verlos, sus ojos se iluminaron con una felicidad que no cabía en su pecho.

Guillermo extendió sus manitas hacia su papá, y éste lo tomó en brazos, dándole un suave y cálido abrazo. ¡Mi pequeño Guille!, dijo papá con una voz llena de emoción. Guillermo, sintiéndose seguro en los brazos de su papá, le dio un besito en la mejilla.

Después del desayuno, decidieron ir al parque. Guillermo se balanceaba en el columpio, riendo a carcajadas mientras papá lo empujaba suavemente. Mamá, sentada en un banco cercano, los observaba con una sonrisa llena de amor.

En el parque, encontraron un árbol grande y robusto, perfecto para su próxima aventura. Papá ayudó a Guillermo a poner sus manitas sobre la corteza y juntos tocaron el árbol. Este es un árbol mágico, Guille, explicó papá, si le pides un deseo, puede que se haga realidad.

Guillermo miró el árbol con asombro, sus ojitos grandes llenos de curiosidad. Aunque no podía hablar, en su corazón deseó que este día perfecto nunca terminara.

La tarde pasó entre juegos y risas. Jugaban al escondite, y aunque Guillermo no era muy bueno escondiéndose, sus risitas delataban su escondite cada vez. Papá lo encontraba y lo alzaba en el aire, haciendo que Guillermo se riera aún más.

Cuando el sol comenzó a bajar, y el cielo se tiñó de tonos naranjas y rosas, la pequeña familia decidió volver a casa. Guillermo, agotado pero feliz, se quedó dormido en los brazos de papá en el camino de regreso.

Esa noche, mientras Guillermo dormía plácidamente, papá y mamá se sentaron a su lado, observando su sueño tranquilo. Hoy ha sido el mejor Día del Padre, susurró papá, tomando la mano de mamá. Todo gracias a nuestro pequeño Guillermo, añadió ella, apoyando su cabeza en el hombro de papá.

En la tranquilidad de la noche, la casita se llenó de amor y gratitud. Guillermo, en sus sueños, sonreía. Había hecho del Día del Padre un día lleno de amor y felicidad, y aunque no lo sabía, había regalado a sus padres recuerdos que atesorarían para siempre.

Y así, en esa pequeña casita llena de amor, la familia de Guillermo vivía cada día con la certeza de que, juntos, cada momento era un regalo, una pequeña aventura llena de amor y felicidad. Porque en el corazón de Guillermo, y en los corazones de su papá y mamá, siempre había lugar para más sonrisas, más abrazos, y más amor incondicional.

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