El callejón de la rata

Asqueado, el predicador, no perdía de vista el cuerpo de la enorme rata, estuvo a punto de pisarla, pese al salto forzado que hizo cuando la vio, su calzado, bien lustrado, quedó manchado de sangre, maldiciendo, usó su cubrebocas de tela para limpiar esa inmundicia, después, dio gracias a dios por no haber pisado a la rata prensada, imaginó que se la podría haber llevado adherida a la suela de su zapato, besuqueó su biblia y se alejó a toda prisa.

Despojaron al borracho de sus pertenencias, lo patearon en el piso lodoso y se repartieron el botín; eran los tres mosqueperros, cada noche, los tres hombres se apostaban afuera del bar del callejón de la rata, siempre a la espera de ebrios, un fácil negocio, entre aullidos y risotadas, vieron a otro cliente que salía del bar, daba un paso hacia adelante, dos para atrás, canturreaba algo incomprensible, cuando los mosqueperros le tundieron la golpiza, el hombre se abrazó con desesperación a los maleantes, la rata, la rata, gritó aterrorizado. El predicador se asomó al callejón, nunca entendió si era mandató divino o su curiosidad de ver si aún estaba el cuerpo de la rata aplastada, más que horrorizado, lanzó una mentada de madre a grandes gritos, los rayos del sol iluminaban los restos de cinco personas, habían sido casi devorados por algo y el predicador había manchado de sangre su calzado, nuevamente.

El dueño del bar daba trozos de comida a la rata, desde su llegada al callejón para iniciar su negocio, la conoció viva, muerta, enorme, dueña absoluta del callejón, ella decidía quien podía quedarse a vivir en el callejón o quien debía morir; el dueño del bar descartó teorías sobre que le daba ese poder, no coincidía con la luna, con las estaciones, con nada, parecía un capricho de algo misterioso, una maldición; a través de los años, dejó de temerle, pues a él nunca le había hecho daño, el dueño del bar le proporcionó una guarida y alimentó a la rata; solamente, en una o dos ocasiones al año, ocurría un fenómeno incomprensible: la rata se transformaba en humano, aquí, la rata-humano no sólo bebía alcohol y fumaba, también recorría la ciudad, se enamoraba y sufría y ante este desencanto, rezaba para convertirse nuevamente en rata; la peor miseria para una rata, decía cuando estaba ebria: era ser humano.

Entre los charcos pestilentes del callejón, un sinnúmero de ocasiones, la rata había muerto prensada por autos, la rata se entretenía toreando a los coches o motocicletas que pasaban por el callejón, un día después volvía a la vida y se divertía con su cuerpo aplanado, ya no le gustaba su cuerpo regordete. En sus fases de humano, la rata-humano, siempre se detenía en cualquier espejo, ese cuerpo era delgado y gustaba de vestirse con trajes sastre, los cuales habían sido obsequios del dueño del bar. Entre copas, el dueño del bar le compartía sus pesares, alegrías, pecados y también aprendió de Dios y del diablo; por lo que, la rata, decidió no elegir ninguno de los dos bandos, no deseaba temerle a nadie ni atarse a nada, ni ambicionar algo efímero, su libertad era envidiable para el dueño del bar, de ese animal, había adquirido una gran lección: no aferrarse a nada, poseyendo solamente cada instante de vida y muerte.



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