El profeta tocó a la puerta del castillo, respiraba el perfume del agua dulce, ya la saboreaba. Egotzin, el rey, se asomó desde su alta muralla, déspota, soberbio, ni siquiera le dirigió la palabra, ¿cómo osaba presentarse en esa miseria, ahí, en su magnífico castillo?; con verle las garras de su túnica, la imagen maltrecha y casi moribunda, dio la vuelta, se introdujo a su castillo y con este acto, perdió la posibilidad de crear una gran civilización; el profeta Futuro portaba todas las respuestas para ello, lo juraba, sus visiones eran divinas.
En vano, tocó una y muchas veces más a la gigantesca puerta del castillo; alguien, desde la gran muralla, le arrojó un balde de agua, bañando al profeta, sus jirones de tela casi se secaron de inmediato, el sol hacia arder la arena dorada y el aire hervía. El profeta Futuro lloró, no por su sed que lo martirizaba; lloraba al ver la destrucción del pueblo de Egotzin; el reino enemigo avanzaba hacia ahí, cual sombras en la noche, manchaba ese cruel ejército el fulgor de la arena. El ser más humilde, esconde los tesoros jamás imaginados!