Fingiendo su tristeza por su propia muerte, la tía Linora ayudó a descargar la canasta con la que llegó el sudoroso Émine, le besó la frente y la cabeza al muchacho cuando éste se postró ante el ataúd y derramó sus ojos al ver a su tía abuela Linora con esa quietud y paz que sólo los difuntos poseen; toda la familia se acercó a Émine para consolarlo, no sabían si era por la muerte de la tía abuela Linora o por la falta recién de su brazo, lo ayudaron a incorporarse y lo sentaron junto a su madre quien lo recibió amorosa en sus brazos; Émine lloró más suave cuando vio entrar a su abuela Nelita, no llegó sola, una multitud borrosa la acompañaba en medio de un viento helado y un susurro envolvió a Émine que le decía, ya no comiste mijito, al mismo tiempo que la mano cariñosa de abuela Nelita se apoyaba en su muñón.
En ese rencuentro de muerte, cantaron felices entre sorbos de café con piquete, lloraron abrazados, rezaron no sé cuantos rosarios y relataron varias anécdotas añejas perdidas en el polvo del olvido. Al día siguiente, en la última palada de tierra, abuela Nelita ayudaba a su padres y abuelos a colocar las flores en la tumba de Linora e, inmediatamente, se despidieron con infinidad de abrazos y besos; esta vez, el llanto era de felicidad, Linora acarició a toda su familia con una fragancia suave y un destello ligero de sol, les agradecía el haberla acompañado en esa transición desconocida y temida; y, sucedió lo inevitable: "los vivos se quedaron tan solos" cuando el viento helado disipó a los idos, a Linora, a la abuela Nelita y todos los antepasados y los trasladó allá, donde los muertos no perecen.