Donde los muertos no perecen

Émine se hechó al hombro bueno la gran canasta llena de oloroso pan dorado, también, abrazó con la mano derecha una bolsa grande llena de azúcar, café, canela y piloncillo, aún sentía el brazo izquierdo, aunque estaba consciente de que su vista no le engañaba, de que no volvería a contar con el apoyo de su brazo perdido, sus ojos se humedecieron pero las palabras de su abuela le hicieron tragarse su sentimiento, no quería mortificar más a su adorable abuela; la abuela Nelita le dijo que se apurara, que el café tendría que estar listo para cuando la gente empezara a llegar al velorio de su hermana Linora, por lo que Émine se apresuró a partir, la casa de la tía Linora estaba a una hora de camino, te vuelves rápido mijito, que no has comido, le dijo abuela Nelita mientras partía una cebolla para el pico de gallo que preparaba y con el cuchillo en mano le hizó un además de despedida a su nieto; abuela Nelita vio perderse en el sinuoso camino lleno de árboles a su nieto, observó que caminaba tratando de no perder el equilibrio o caería de su hombro la canasta con el pan, con sus ojos tristes y lloroso miraba ese cuerpo delgado e incompleto de Émine alejarse; ya vas a empezar, le gritó su hermano Nesin, si a esas estamos, mejor me voy con mi hermana Linora, allá va a estar mejor la chilladera, dijo burlón; no, hermano, dijo abuela Nelita, no acabo de comprender cómo es que mi nietecito perdió el brazo, cuando partí, estaba completo y ahora que regreso sólo tiene esa herida horrible y fresca, lo dijo entre sollozos, Nesin y su esposa, Rita, miraban hacia donde se había encaminado Émine.

Fingiendo su tristeza por su propia muerte, la tía Linora ayudó a descargar la canasta con la que llegó el sudoroso Émine, le besó la frente y la cabeza al muchacho cuando éste se postró ante el ataúd y derramó sus ojos al ver a su tía abuela Linora con esa quietud y paz que sólo los difuntos poseen; toda la familia se acercó a Émine para consolarlo, no sabían si era por la muerte de la tía abuela Linora o por la falta recién de su brazo, lo ayudaron a incorporarse y lo sentaron junto a su madre quien lo recibió amorosa en sus brazos; Émine lloró más suave cuando vio entrar a su abuela Nelita, no llegó sola, una multitud borrosa la acompañaba en medio de un viento helado y un susurro envolvió a Émine que le decía, ya no comiste mijito, al mismo tiempo que la mano cariñosa de abuela Nelita se apoyaba en su muñón.

En ese rencuentro de muerte, cantaron felices entre sorbos de café con piquete, lloraron abrazados, rezaron no sé cuantos rosarios y relataron varias anécdotas añejas perdidas en el polvo del olvido. Al día siguiente, en la última palada de tierra, abuela Nelita ayudaba a su padres y abuelos a colocar las flores en la tumba de Linora e, inmediatamente, se despidieron con infinidad de abrazos y besos; esta vez, el llanto era de felicidad, Linora acarició a toda su familia con una fragancia suave y un destello ligero de sol, les agradecía el haberla acompañado en esa transición desconocida y temida; y, sucedió lo inevitable: "los vivos se quedaron tan solos" cuando el viento helado disipó a los idos, a Linora, a la abuela Nelita y todos los antepasados y los trasladó allá, donde los muertos no perecen.



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