Declaración de intenciones
HE DECIDIDO SER ‘FAMOSO’. ¿Y por qué? Pues porque he llegado a la conclusión que desde el anonimato he influido en mi sociedad el 0,0%, entendido en términos publicitarios de cerveza. Salvo servir de ejemplo, a seguir o no, a los dos hijos que he criado, mi aportación consciente como individuo social se refiere a votar un programa político que luego, tras el recuento de votos, se olvida, aunque en mi juventud fuera un revolucionario teórico, como hoy. Eso sí, ahora puedo decir lo que quiera (no siempre fue así), aunque debo cuidar las formas para no chocar contra el Código Civil o Pernal, y menos mal, que no el Militar. Me he referido a mis hijos como personas a las que he criado porque el varón nunca tiene la seguridad de que aquellos que pare la hembra que cree haber fecundado lleven sus genes. Y no es que dude, y menos a estas alturas. Este es un hecho que, aparentemente, pasa desapercibido y que por el contrario es de una relevancia crucial para la historia y el devenir del ser humano. Cuando el varón se da cuenta (el conocimiento da poder) de que tiene algo que ver en la perpetuación de su especie, empieza a destruir el sistema matriarcal de una forma progresiva y exhaustiva. Para mí es cuando se alumbra el machismo que perdura y perdurará, por desgracia, por los siglos de los siglos, sencillamente, porque quien hace las leyes es la sociedad machista y corporativa que sufrimos. Si no, es inexplicable, al menos para mí, que pase lo que pasa y sigamos hoy igual o peor que ayer, aunque las formas hayan cambiado: ya no es políticamente correcto poner un twitter machista, por ejemplo, acaso porque el teléfono móvil no es propiedad del político, ya que se lo han costeado bastantes mujeres con sus impuestos. O porque, ahora, lo que se lleva es defender
Y ya solo queda decir que este libro está dedicado a Mateo, abuelo materno de mis dos hijos que, sin saberlo, me regaló un tercio de lo que más quiere y la niña de sus ojos, aunque ella tampoco lo sepa. Gracias, abuelo.
P.D.: Perdóname José María por haberte matado.
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INTRODUCCIÓN
Andaba uno sin saber qué hacer, en medio de uno de esos silencios que desprende la soledad, cuando llamaron a mi puerta. Era una tarde tan anodina como lluviosa en la que, desde luego, no esperaba que nadie fuera a visitarme. Abrí, lógicamente, y vi a una mujer dentro de una gabardina salpicada de gotas, que usaba un ridículo sombrero a juego y maletín de cuero, todo del año venaquíquetepeino. Por cierto, que la cartera también estaba moteada de gotas, por lo que deduje que había llegado hasta mi calle en coche, si no, sin paraguas, hubiera aparecido hecha una sopa. Me fijé en el portafolio porque alguien parecía haber embutido en él un balón de fútbol. Muy educadamente, aquella dama, que podría ser mi madre, por la edad, dijo mi nombre en tono de pregunta. Afirmé con un gesto y ella se presentó: «Me llamo María Marlasca del Pino y soy el abogado de una persona que fue amiga suya hace mucho tiempo. Me gustaría hablar con usted unas palabras». Le extendí la mano, que estrechó, y me di cuenta de mi mala educación. Le hice pasar y cerré la puerta. Le invité a seguir su historia. Sus palabras habían levantado mi curiosidad.
—¿Recuerda usted a José María Mendes González?
—¡Cómo no, señora! Nunca podré olvidar a ese hijo de asturianos que vivía en la plaza de los Chisperos, compañero de colegio y de niñez hasta el inicio de la adolescencia. Pero, mejor nos tuteamos, ¿no? Y pasa, pasa al salón. Quizá quieras deshacerte, en el buen sentido, de tus prendas de abrigo y del peso muerto ese. Déjalo ahí mismo —le indiqué una silla.
—Bueno, acaso porque al salir voy a notar el cambio de temperatura, pero he venido en coche y no me hadado tiempo a sentir los rigores del invierno —. Se quitó la gabardina, pero conservó el sombrerito y asió otra vez la cartera sin aparente esfuerzo. Esperé a que se sentara en una butaca y yo ocupé la otra.
—Me ha costado encontrarte, pero al fin aquí estoy. Verás, siento decirte que tu amigo ha muerto.
—¡Vaya por Dios! Ahora empiezas a no caerme tan bien.
—Espero no darte más motivos. ¿Puedes enseñarme tu carné de identidad, por favor? —. Al verme sorprendido, añadió una explicación a tan extraña petición viniendo de una persona que acaba de llegar a tu casa y no viste de uniforme—. Tengo el encargo de mi cliente de entregarle algo, pero debo constatar su identidad. Puro formalismo —. La presunta abogada quiso quitar hierro al asunto. Me levanté y, antes de salir del salón le pregunté si deseaba tomar un café u otra cosa. Contestó que no. Me dio la impresión de que aquella señora había recibido una educación más autoritaria que la mía. Volví con el susodicho documento de identidad y se lo tendí según me sentaba. No me lo devolvió enseguida, sino que miró la foto y mi cara alternativamente un par de veces, se sacó del bolsillo interior de su chaqueta un smarphone, y sacó dos fotos de mi DNI, una por el anverso y otra por el reverso. Esperé a que acabara y le advertí.
—O me cuentas a qué viene todo esto o me quedo con tu móvil —. Ella se sonrió. Mi bravata había servido para poco.
—No te preocupes. Has heredado. Por eso necesito tus datos.
—Entiendo. ¿Y qué he heredado? Porque llevo sin ver a Mendes lo menos cuarenta y cinco años.
—Un buen legajo de cartas. Si eres tan amable de acercarme la cartera, mi reuma se pone pesado con la humedad, te lo entrego y me firmas un recibí, y si te he visto, no me acuerdo.
—No me lo tomes a mal, pero no pienso levantarme a por tu cartera —. Ahora la sorprendida fue ella, hasta que le di la razón de mi negativa—. Porque la tienes junto a tus pies.
—Uy, es verdad. Tiene una la cabeza que pa qué.
Firmé donde me dijo, aunque antes me leí el documento, y le comenté que no pensaba contar los sobres para confirmar que me entregaba ciento noventa y tres. Deshicimos el resto y nos despedimos, yo con un ‘gracias, buenas tardes’ mientras ella con un simple ‘adiós’ desaparecía dentro del ascensor. No cerré la puerta de casa, pues me quedé mirando ese gran legajo de sobres que me había entregado, y que no sé porqué no había dejado encima de la mesa bajita del salón. La curiosidad, en un principio, parecía haberse ido con la abogada. Dejé las cartas en el mueble del recibidor y supe lo que hacer: leer. Busqué el libro con el que estaba liado. ¿Dónde me lo había dejado? Y me sonreí del comentario que hacía tantos años no oía: Tiene una la cabeza que pa qué. ¿Una? Y uno también. Cuando encontré El jilguero de Donna Tartt en el bidé, volví al despacho y me puse a leer. No tardé tiempo en darme cuenta de que me costaba. Dejé el volumen boca abajo en la mesa y me restregué con dos dedos los ojos. El caso es que ni estaba cansado, ni tenía sueño, ni nada, pero se me hacía cuesta arriba, lo que normalmente bajo vertiginosamente. Leer es mi obligación preferida, y lo digo así porque cuando oigo que leer es el ‘pasatiempo’ preferido de alguien me llevan los demonios. Su hobby. Leer. ¿Hobby? Vaya usted al carajo, oiga. Bueno, el caso es que no me había enterado de las últimas cinco páginas, así que dejé en su sitio el marcapáginas que no había tocado y cerré El jilguero. ¿Qué te pasa, hombre?. Me recosté en el sillón, apoyé la nuca en él, cerré los ojos y suspiré. Enseguida vinieron a mi memoria imágenes de aquellos veranos, aquellos recreos en los que Mendes y yo habíamos compartido tanto los bocadillos, que de vez en cuando nos preparaban nuestras madres, como secretos, castigos, picias e incluso peleas. No me sorprendí de no sentir su muerte. Si nos hubiéramos encontrado en vida solo hubiéramos podido compartir aquellos recuerdos. No teníamos otros en común. El tiempo es cruel. A saber qué había sido de su vida después de que tuviera que irse de España por motivos que no vienen a cuento, pero que tienen que ver con la brutalidad y errores policiales de antaño. Y que nadie se moleste, porque haberlos, los hubo, como en toda dictadura, sea cual sea su signo. Mendes, Mendes —susurré—. ¿Por qué no te respondí a aquella postal que me enviaste desde Puerto Rico? ¿A qué viene esta herencia?». Así que tuve que levantarme e ir al recibidor. Cogí aquel material y lo dejé en mi mesa de trabajo. Las cintas de dos legajos se soltaron y los sobres tomaron media mesa mientras otros se suicidaban contra el suelo. No me hizo gracia y los recogí con desgana. Luego me arrepentiría de tratarlos mal y desordenarlos más de la cuenta. De pie observé que las direcciones estaban escritas con la misma letra, y que los envíos eran para el mismo destinatario, don José Mª Mendes. Volví un sobre y leí el remite: Dikembe Biyombo. No me sonaba a nada. Así que hice un chiste que al remitente no le importaría porque no se iba a enterar: Dikembe el del bombo. No me hizo gracia ni a mí. Volví a girar la muñeca y terminé por lanzar el sobre contra los demás. Me senté y cogí otro. Era igual que el anterior: mismo destinatario, mismo remitente, mismo tamaño, mismo deterioro. Miré el matasellos. Pues sí, ya han pasado unos añitos. Y la misma curiosidad que mató al gato, me hizo a mí preso de esta historia. Saqué las cuartillas y comencé la lectura como el que empieza a rascarse. He de reconocer que la historia me atrapó desde la primera línea. La letra era clara, infantil y fácil de leer. Enseguida intuí que todas aquellas cartas formaban un todo, que individualmente eran gotas de una misma tormenta. No acabé de leerla, sentí la necesidad de ordenarlas. Y eso hice. Busqué una caja de zapatos, que no sería suficiente para contener toda esa correspondencia, y empecé a colocar los sobres por orden cronológico según adivinaba en el matasellos, aunque tuve que sacar alguna carta para comprobar su fecha. Después de despojar de su continente dos pares de zapatos más, pude arreglar aquel pequeño desastre que yo mismo había provocado. Aunque he de decir que los otros paquetes tampoco estaban ordenados, al menos por fechas. Renuncié a la comida por empezar a introducirme en aquel océano de sentimientos y hechos que el protagonista contaba al que fuera mi mejor amigo de niñez. Me leí todas de un tirón. Cuando acabé más que satisfecho me sentía empachado, a pesar de que el hambre me atacaba. Como un sonámbulo decidí comer algo, pero antes casi me bebí un tetrabrik de leche fría y desnatada. Es lo que conlleva ir al médico con más de sesenta años: nada de sal, nada de azúcar, nada de grasa, nada de tabaco, nada de alcohol y dos litros de agua diarios más un paseo de, al menos, una hora. Pero lo que nadie me podía quitar era mi curiosidad, al menos eso me mantenía vivo y consciente de que, en contra de mi edad, seguía siendo el niño con el que jugara aquel que me había metido en ese asunto. Para aclararos las cosas os diré que uno de los sobres era distinto al resto, más nuevo pero del mismo tamaño estándar. En él aparecía escrito mi primer apellido y no tenía remite. Fue el que primero leí, naturalmente, y su contenido he de compartirlo con vosotros. Explica el motivo por el que recibí esta singular herencia y decía así: «Tú, al que tanto te gustaba imaginar, vas a disfrutar con esto. Yo ya lo hice, ahora te toca a ti. P.D.: No sabía qué hacer con estas cartas, todo menos tirarlas y que se perdieran, y me acordé de ti». Sin duda, Mendes llegó a conocerme. Como no he cambiado demasiado, mi otrora amigo había acertado al dejarme ese bien, digamos cultural, que ahora yacía colocado en tres cajas de zapatos a la espera ya de un análisis literario, porque la decisión ya estaba tomada: organizaría un libro y daría a conocer a Dikembe, que nada tenía que ver ya en mi cabeza con Manolo el del bombo. En fin, que así empezó este trabajo más organizativo que literario debido en primer lugar a su autor, Dikembe Biyombo, en segundo lugar a José María Mendes, mi amigo, y en último a mí mismo. Si bien mi labor ha sido más organizativa que creativa, ya que he respetado escrupulosamente el texto manuscrito de los originales, aunque haya cambiado de sitio algunos párrafos para que el hilo cronológico de la historia sea más fácil de seguir. A veces, no me he podido resistirme a escribir algún comentario que publico en este mismo color azul para diferenciarlo de la historia en sí misma y de las palabras escritas por el remitente. También he estructurado los capítulos y los he titulado. He disfrutado mucho con ello. Antes de acabar esta pequeña introducción, quisiera resaltar el dominio del lenguaje popular que su autor maneja como si su lengua madre fuera el español, si bien, por lo que cuenta no lo es. Lo que sigue es el resultado de este mal llamado por mí trabajo, debido a que ha sido una de mis labores más agradables y satisfactorias. Firmo con seudónimo porque no quiero quitar el mínimo mérito a quien lo merece y porque mi nombre carece de importancia.
EL AFORTUNADO RECOPILADOR
Nota:-En la imagen del pie la figura del anciano corresponde a Chinua Achebe, novelista y poeta nigeriano conocido como el abuelo de la literatura africana, y su foto la he recuperado de eleconomista.com. El crío, por desgracia no sé como se llama, pero me lo comería. No apunté de donde me baje esa cara tan bonita. Perdón.