Charlaba con el viento, con billetes en una mano, en la otra su amada, la más bella, le poseía con sus labios, con toda la fuerza de su pasión, extasiado, su lengua jugaba con esa boca fría, lejana. Escurría la lluvía en su chamarra harapienta, mugrosa, oxidada. Sus rizos, cual la noche, apagados, se perdían en la negrura de su cuello y de la rancia prenda; sus pantalones, a la cadera, camiseta negra, ceñida, combinaban a la perfección con su atuendo: una ruina, él lo sabía, como si le importara.
Su charla trastornada, ¿a quién?, ¿a ella, a los billetes, a su mano, a su memoria?; veía al cielo, mojaba su rostro y aullaba, gimiendo, ¿lágrimas?, ¿lluvia en sus ojos?; su frente hirviente la apoyaba en su mano, la que sostenía los billetes, y le consumían sus ojos, quizás brotaban de su pecho el dolor, lo salado, lo que calcina la tierna mirada, la garganta; ella era aprisionada entre la delgadez de ese cuerpo de macho y su mano derecha, ruda, morena, temblorosa, pero firme, cada vez que la dominaba.
Ella, era acunada en esa axila, cubierta por la desgracia de ese ser que ya no existía, que ya no era, sólo flotaba con ella en mano, lo conseguía; la manoseaba, era tan fría y, aún así, lo encendía. Se encadenaba a esa boca pequeña, la más pura, por la que se perdería mil veces, lo que le quedara de cordura; por ella negaba todo, sus amores, su pasado, su futuro, su dinastía, su juicio, su espíritu, ya no se pertenecía.
Ella, vacía, en su frialdad, sería requerida, jamás le soltaría. Los billetes que tenía lograrían pagar por ella, la codiciaba a través del cristal; la realidad de todos, para él, fue negada. Con sus más tiernas caricias, sin soltar los billetes, recorría ese cuerpo esbelto, rígido, no palpitaba; él, temblando, excitado, le acariciaba con su rostro, sus rizos negros, la punta de su lengua, sus dientes, su cuello, sus sienes, sus versos candentes, su pecho...
Acomodándola entre sus muslos, en un descuido, cayó de su mano torpe, ella, se hizo pedazos; sus ojos oscuros brillaron de llanto, se golpeó la cabeza con los dos puños oscuros, sin soltar los billetes que atesoraba en la mano izquierda; ahora, gemía y bramaba, se insultaba. La lluvia, esta vez, purificaba sus pies sangrantes, habían pisado los trozos de vidrio de su diosa fragmentada, de su alma gemela: su botella de vino.