Henri Matisse y su obra.

Matisse se sintió atraído desde 1910 por el mundo oriental y los horizontes del Norte de África:pintó odaliscas, cafés árabes, paisajes tunecinos. Pero ese orientalismo no es sólo temático; está también en su manera de mirar: una mirada sensual y decorativa, a punto siempre de caer en la abstracción, pero sin abandonarse a ella del todo. En La tristeza del rey se advierte muy bien esa dualidad entre superficialidad abstracta y tridimensionalidad realista, entre la epidermis y la corporeidad de los objetos o, por usar la fórmula que a él le gustaba, entre Oriente y Occidente. El doble registro se divide entre, de un lado, la pureza del color, que se distribuye arminiosamente por la superficie como en una alfombra persa, la supresión de detalles y anécdotas reales, la liquidación del volumen; y, del otro; la transcripción exacta de una escena, con su melancólico monarca, sus odaliscas y bailarinas, el vuelo de la música, la jungla vegetal, el azul intenso del anochecer.

La Tristeza del rey, Henri Matisse (1952). Gouache sobre papel recortado y encolado en tela. 292 x 386 cm. Centro Georges Pompidu, París.
La Tristeza del rey, Henri Matisse (1952). Gouache sobre papel recortado y encolado en tela. 292 x 386 cm. Centro Georges Pompidu, París.

Matisse conservó y depuró el programa colorista que podemos ver en su “taller rojo”, con un rigor creciente que culminará en su serie de los papeles recortados. A su juicio, el color sólo alcanza su potencialidad expresiva cuando está bien organizado. “Y ¿cuándo no está bien organizado?”, se preguntaba. Pues “cuando responde a la intensidad de la emoción del artista”.

Este lienzo monumental hecho sólo dos años antes de su muerte, cuando Matisse era ya un octogenario impedido por la parálisis, es una síntesis del ideal pictórico que persiguió a lo largo de toda su vida: la obsesión absoluta por el color, la danza y el ritmo de su movimiento, la ociosidad melancólica de Oriente; la naturaleza lujuriante, la felicidad tranquila y la armonía vital. Esta serenidad dimana de la impresión de facilidad y falta de esfuerzo de muchos de sus cuadros. Pero se trata de una facilidad engañosa que encubre, en realidad, una vida de cálculo y voluntad, de tensión y dudas. “Siempre he procurado disimular mis esfuerzos”, confesará (Venus, 1952).

Venus, 1952.
Venus, 1952.

Un melancólico rey, sumergido en un decorado voluptuoso y musical, flanqueado por una odalisca, verde, tañe lánguidamente una guitarra acompañando la danza de una bailarina, una esclava negra, sobre la cual cae una lluvia de pétalos dorados, como si fuesen las notas musicales del ambiente de ensoñación en que la escena sumergida. Tiene algo de autorretrato : el anciano rey que busca consuelo en la música sería un trasunto del pintor, inmovilizado  por la enfermedad, sólo manos, pero volcado con pasión sobre su arte.

Las resonancias cultas son variadas: desde lienzos famosos, como David tocando para Saúl, de Rembrandt, EL baño turco, de Ingres o Mujeres de Argel, de Delacroix, hasta textos bíblicos, como El Cantar de los Cantares del Rey Salomón (“Morena soy, pero hermosa, hijas de Jerusalén…”). Su atmósfera adormecida e indolente retoma el tema de un poema de Baudelaire, La Vie antérieure, ilustrado por Matisse: “Allí viví yo, en una voluptuosa calma, /en medio del azul, de las olas, de los esplendores/ y de los esclavos desnudos, impregnados de olores,/ que con sus palmas me refrescaban la frente/ y cuya única inquietud era adivinar/ el secreto dolor que me hacía languidecer”.

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Bailarín, 1937.

Matisse no sólo no ha querido disimular su método de realización, sino que ha querido dejar bien visible la “cocina” del proceso: el troceamiento de su estructura y los papeles encabalgados; la aplicación del pigmento, en unos casos más espesa, en otros diluida, casi transparente; la trayectoria de la pincelada, formando estrías; la dirección de la tijera y sus pequeñas vacilaciones, los orificios de alfileres y chinchetas, los restos de lápiz, las arrugas y los pliegues inadvertidos del papel. En suma, todos esos componentes que dejan huella del proceso y se incorporan a la obra acabada (Bailarín, 1937).

En un viejo documental cinematográfico se ve trabajar a Matisse en estas series. Sentado en una silla de ruedas, sosteniendo en el aire el papel, va cortando con una tijera, apulso y gran velocidad, improvisando la dirección del corte sobre la mancha. “Mis curvas, dirá, nunca son alocadas” (Animales del mar, 1950).

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Animales del mar, 1950.
Una colaboradora, siguiendo sus indicaciones, va colocando los papeles ya cortados cosiéndolos entre si con alfileres de modista y clavándoles al soporte con chinchetas. Previamente, el pintor ha coloreado el papel con una aguada que da al papel un efecto mate y muy opaco, pero con saturación y luminosidad. Matisse construye su cuadro con siete colores: verdes, rojos, amarillos, azules y un pequeño toque de naranja, a los que se añaden el blanco y el negro, que utiliza como un color más y que forman la oposición fundamental entre la bailarina y el rey. Un fondo de bandas horizontales evoca la arquitectura de un patio, dominado por el azul crepúsculo.

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